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China, el G-20 y la gobernanza global
Xulio Ríos (Anuario Ceipaz 2010)

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La crisis financiera global desatada a finales de 2008 ha tenido un fuerte impacto en China, tanto en el orden interno como en su proyección global, trastocando y acelerando numerosos procesos en curso. En lo socioeconómico, por ejemplo, la caída de las exportaciones provocó que más de veinte mil empresas manufactureras de la provincia de Guangdong fueran a la quiebra y más de 20 millones de personas, en su mayoría inmigrantes procedentes del campo, fueran despedidos. La sombra de un estallido social amenazaba el horizonte chino. Ello obligó al gobierno a urgir un paquete de estímulo (por valor de 4 billones de yuanes) basado en fuerte inversión pública, mayor protección social, promoción del consumo y aceleración del cambio de modelo de desarrollo, con especial atención a la innovación tecnológica y la protección ambiental. A finales de 2009, después de corregir la cifra de crecimiento de 2008 elevándola del 9 al 9,6%, la economía china ofrecía un positivo balance macroeconómico (8,7% de aumento) que contrastaba con la compleja recesión en que seguían sumidos los países más desarrollados de Occidente, a la par que el orden social permanecía en relativa calma.

Esa eficacia de la reacción china ante la crisis ha catapultado su protagonismo internacional ofreciendo como novedad incuestionable la integración del gigante asiático en el grupo de países centrales del sistema mundial. La crisis ha permitido a China participar más activamente en el proceso internacional de toma de decisiones y  elevar su estatus. Sin duda, sus puntos de vista son más valorados y atendidos hasta el punto de que hoy día ya no es una exageración pensar que no se puede manejar la economía mundial sin involucrarla de una forma u otra. A nivel global, pues, la crisis ha reforzado el papel de China en el marco institucional internacional, creciendo su influencia en instituciones como el FMI, el BM y también en el G-20 (China participó en las dos cumbres celebradas el 2 de abril en Londres y el 24 de septiembre en Pittsburg, y ha participado activamente en el proceso previo), elevado ya a la condición de foro privilegiado de decisión a nivel mundial. A finales de 2008, China se había convertido de hecho en la segunda economía mundial en términos de paridad de poder de compra, con un peso en el PIB mundial del 11,4%, solo por detrás de EEUU (20,6%).

En 2009, la crisis en el mundo hace aflorar un nuevo contorno, acelerando un largo proceso que arranca con la disolución de la URSS (1991) y el fin del mundo diseñado en Yalta. El viejo equilibro prosigue su desintegración mientras se evoluciona hacia un nuevo orden. En 2009 se han perfilado con más claridad algunos aspectos de la nueva configuración mundial. Y tanto si hablamos de paz como de desarrollo o medio ambiente, los tres problemas más importantes de la agenda global, la opinión de China cuenta cada día más.

¿Qué conclusiones extrae China de la crisis? En la secuela de los grandes cambios que están teniendo lugar en el mundo a raíz de la implosión financiera, China advierte tres principales tendencias. En primer lugar, EEUU presenta claros síntomas de decadencia. Atrapado en las complejas guerras de Afganistán e Irak, la crisis financiera global ha hecho mella en su influencia y poderío. En el orden económico, el peso de EEUU en la economía mundial está reduciéndose y la hegemonía del dólar enfrenta desafíos cada vez más serios. Los pronósticos aventuran incluso una reducción considerable de la distancia que le separa de China en un aspecto, el de las fuerzas armadas, donde su superioridad parece hoy incontestable. En suma, seguirá por un tiempo, más o menos largo, como la potencia de mayor poderío integral, pero su influencia se irá debilitando.

En segundo lugar, el papel protagonista de los países desarrollados del Norte en el orden político y económico pierde progresiva consistencia debido a la corrección de la gran disparidad de fuerzas existente en el pasado. Las economías emergentes, que suman unos 30 países, incluyendo a gigantes como China, India o Brasil, con modelos económicos relativamente singulares y adaptados a sus condiciones nacionales, se coordinan entre sí para fortalecerse y desarrollar una agenda propia ante los países más desarrollados. El surgimiento de nuevas alianzas y organizaciones regionales con vocación de independencia en el manejo de sus asuntos frente a los países del Norte determina un cambio en la correlación de fuerzas. En esa transformación radica, en buena medida, la sustitución del G-8 por el G-20 como instancia imprescindible para afrontar la crisis financiera global.

En tercer lugar, el problema del desarrollo pasa a convertirse en el asunto central del mundo contemporáneo, lo que exigirá cambios en el orden político y económico, hoy concebido y gestionado a instancias, básicamente, de los países desarrollados para quienes este ha sido un problema secundario en todo cuanto excediera su reducido grupo de integrantes. China, por otra parte, al frente de los países en desarrollo, alerta sobre los intentos de las grandes potencias para impedir la emergencia de otros países, recurriendo a medios muy diversos (militares, por supuesto, pero también financieros o “disfrazados” de presión ambiental) y no admite en modo alguno el traslado de la responsabilidad de la crisis a los países en vías de desarrollo.

En el orden interno, el efecto cualitativo más importante de la crisis financiera consiste en que China ha dejado de mirar a Occidente como modelo, incluso en lo económico, hasta ahora privilegiado, redoblando su negativa a promover procesos de homologación automática y, por el contrario, ahondando en sus peculiaridades civilizatorias para afirmar una vía propia hacia la modernización.

La fuerza principal de la corriente de países emergentes se halla en Asia y China es un país muy representativo de este continente. En los años 70 del siglo pasado, la economía de los 7 países más industrializados representaba el 70%, pero hoy, el volumen económico de los países emergentes se acerca a la mitad del volumen global.
Esa transformación es inseparable del desplazamiento del eje global del Atlántico al Pacífico, el mayor cambio geoestratégico registrado en cuatro siglos. Si bien no puede darse por concluido ese proceso, sujeto a múltiples tensiones y aun con la hipótesis plausible de un posible naufragio, la progresiva integración de Asia oriental, iniciada a raíz de la crisis financiera de 1997, va tomando forma, facilitando el comercio y la inversión, y blindando, en cierta medida, sus posibilidades y opciones en este nuevo tiempo, con el complemento de una cooperación política en ascenso (Comunidad del Este Asiático). La actual crisis ha servido para estimular dicho proceso. Las reuniones entre Japón, Corea del Sur y China (el 85% del PIB de la región), al margen de la cumbre ANSEA+3, indican que la integración no se detiene y que los principales estados de la región, más allá de sus desavenencias, comparten dicha necesidad. Por otra parte, esa dinámica se acentúa al constatar que las economías de Asia no se han visto tan afectadas por la crisis, lo que también explica que la importancia de la región en términos globales haya crecido.

China es muy consciente de la oportunidad que representa la coyuntura actual y del papel que cabe desempeñar a Asia en su conjunto en el nuevo tiempo. Es por ello que ha multiplicado sus iniciativas para asegurar, en mayor medida, la estabilidad interna y en su entorno inmediato, promoviendo la cooperación con India, en el marco de la Organización de Cooperación de Shanghai, con los países de la ANSEA, etc., aprovechando la crisis para afirmar su creciente poder a nivel regional. Ello explica también que buena parte de la estrategia diplomática de Obama haya consistido en el “regreso al Pacífico”, anunciado por su secretaria de Estado, Hillary Clinton, en sus cada vez más frecuentes visitas a la región, planteada con el dificil objetivo de evitar retrocesos de su influencia en la zona.

Sintomatología e hipotecas de una influencia global

La significación de China en el mundo ha subido enteros de forma evidente en muy pocos años. No obstante, lo primero que conviene tener presente es no perder la perspectiva. Si no fuera por el yen, que permanece en una tasa elevada frente al dólar, China sería ya el número dos mundial en 2009 y lo acabará siendo, sin duda, en 2010. Pero su PIB per cápita, inferior a 4.000 dólares, está muy lejos de los 40.000 de Japón. Según el Informe de Desarrollo Humano 2009 del PNUD, China es el país que ha registrado un mayor avance, pero se sitúa en el puesto 92 de un total de 182 países y territorios. Pese a todo, en términos de crecimiento, exportación o reserva de divisas, China bate un record tras otro, subiendo puntos en el escenario internacional. El FMI calcula que el PIB de China, en dólares, aumentará en 2014 un 151% en comparación con 2007. Su capacidad para sortear y ganar la crisis, la presencia de Hu Jintao en la ONU, la visita de noviembre de Obama, su protagonismo en la cumbre de Copenhague, etc., dan cuenta de ese inicio de otro tiempo en el que deberá asumir mayores responsabilidades, si bien portando un pesado lastre. No obstante, su papel a nivel global dependerá del éxito de su modelo interior y ahí, pese a los destellos, las carencias y sombras no son pocas.

Las desigualdades entre los diferentes estratos sociales y entre el campo y la ciudad (en ingresos y en servicios) no han dejado de crecer en los últimos años, hasta el punto de que la Academia de Ciencias Sociales de China ha advertido en un reciente informe que peligra seriamente la estabilidad y la prosperidad del país ya que la inmensa población rural, aun mayoritaria, posee apenas una mínima parte de la riqueza social, circunstancia que la inhabilita para convertirse en un dinamizador del consumo y generadora de altas tasas de crecimiento que, de seguir así las cosas, podrían tener también los años contados.

La crisis se ha traducido no solo en despidos de varios millones de trabajadores sino en crecientes dificultades para generar nuevas oportunidades de empleo en las ciudades, si bien, oficialmente, la desocupación no alcanza el 5%, cifra a la que pocos dan crédito. Los conflictos sociales, cada vez más extendidos y radicalizados (con linchamientos, ocupaciones de fábricas o serios disturbios), lejos de ser anecdóticos, constituyen una seria advertencia al gobierno y al PCCh de que la armonía predicada por el presidente Hu Jintao no puede implantarse con la simple remoción de los funcionarios incompetentes, una mejor capacitación de la policía para enfrentarse a los manifestantes ni limitarse a un simple juego de palabras sino que requiere la garantía efectiva de una elemental justicia social. La persecución de la corrupción, nuevamente intensificada en el último año, o la lucha contra la criminalidad, pese a la espectacularidad que ha rodeado su puesta en escena, no han podido disimular las muestras de insatisfacción.

Los esfuerzos en materia de seguridad laboral, de mejora del acceso a servicios públicos básicos como la salud o la educación, la debilidad de un sistema de pensiones que margina a la inmensa mayoría de la población rural (los mayores de 60 años representan el 12% de la población china) son dimensiones de un problema al que el gobierno chino responde pero insuficientemente y denotan dificultades serias que relativizan su capacidad para desempeñar, a nivel global, cualquier tipo de liderazgo sustancial.

En lo que respecta al medio ambiente, al ya mayor mercado de automóviles del mundo le cuesta aceptar la moderación de su desarrollo en aras de contribuir en mayor medida al saneamiento global. Pero las consecuencias (en forma de erosión, contaminación, sequía, etc., e igualmente en daños a la salud humana) y los conflictos derivados de tal proceder (con movilizaciones sociales en progresión) aumentan en China a una velocidad de vértigo.

Los desequilibrios en el desarrollo económico y social, ha señalado la oficial Academia de Ciencias Sociales, es el mayor desafío que enfrenta China. Sin más audacia y empeño en la reducción de las diferencias entre las zonas urbanas y rurales, a nivel interregional y entre las distintas capas sociales, la estabilidad peligra seriamente.

El gobierno chino sigue deslumbrando a los países desarrollados de Occidente con el esplendor de unas cifras macroeconómicas que contrastan con sus pobres resultados. No obstante, estas esconden un sinfín de graves problemas estructurales y sociales que de no atajarse adecuadamente y con urgencia pueden dar al traste con la desigual bonanza generada por la reforma en las tres últimas décadas.

En tales condiciones, ¿puede China aspirar a qué nivel de implicación en la gobernanza global? ¿tiene ambiciones?, ¿tiene necesidad?, ¿tiene autoridad? En lo estrictamente económico, es verdad que a China le interesa un orden no tan dependiente de EEUU. Primero, y sobre todo, por el dólar, que le hace depender en exceso de su estabilidad y del futuro económico de Washington. China no acaba de fiarse de las promesas y buenas palabras de EEUU. Y en su caso no habla por hablar. Así lo han demostrado sus pasos en el BRIC, en el entorno asiático o con sugerencias concretas en el FMI o en acuerdos bilaterales que autorizan los intercambios en moneda nacional o en yuanes, o aumentando la influencia de la moneda china en Hong Kong. A finales de septiembre de 2009, ponía en circulación bonos del tesoro en yuanes, por primera vez en su historia. La potencia financiera de China se hace cada vez más evidente para todos. No quiere esto decir que se vaya a producir un cambio inminente, y menos en tanto no liberalice el curso del yuan, que no está en la agenda, ya que sigue considerando este control y la negativa a una convertibilidad total como un cordón sanitario que le protege de las turbulencias exteriores.

En la cumbre del BRIC celebrada en junio de 2009 en Yekaterimburgo, los cuatro grandes países emergentes, cuya mayor ventaja reside en que se complementan mutuamente y no rivalizan desde el punto de vista económico, apostaron por la cooperación para forjar una alianza que le permita ejercer una influencia global. Unidos por su crecimiento e interés en crear un nuevo orden político y económico mundial, pueden desempeñar un papel clave en la reforma de la estructura económica global. 

Hoy China es el país que más subrepresentado está en el FMI. El 20 de octubre de 2009 se anunciaba que el vicepresidente del Banco de China, Zhu Min, podría pasar a desempeñar funciones en el FMI como vicepresidente. Segun lo decidido por el G-20 en septiembre, antes de 2011 debe producirse un reajuste de la representación en favor de los países emergentes. China tiene un 3,7% de derechos de voto, frente al 4,9% de Francia, por ejemplo, a pesar de que China tiene una economía 1,5 veces más grande. En el Banco Mundial, desde principios de 2008, un chino, Lin Yifu, se convirtió en el primer economista jefe procedente de un país en desarrollo. Esa conjunción de procesos desatará fricciones, como ocurre ya en otros campos, con un resultado incierto.

¿Y en lo político-estratégico? Nos movemos en dos hipótesis. Según la primera, atendiendo a la tradición cultural, a China le preocupa especialmente desarrollarse y modernizarse, preservando su especificidad y descartando cualquier vocación mesiánica o de ingerencia en asuntos internos de otros países. Según otra, esta visión, básicamente correcta desde el punto de vista histórico, presenta una quiebra esencial ya que se corresponde con un orden internacional en el cual la China de las dinastías imperiales vivía aislada del mundo exterior y sin necesitar prácticamente nada de él. Pero el mundo del siglo XXI es sustancialmente diferente y ello explica la trascendencia de la ruptura histórica promovida por Deng Xiaoping con el proceso de apertura iniciado en 1978.

La China de hoy es el segundo consumidor de petróleo del mundo con más de 8 millones de barriles diarios (contra 18 millones de EEUU). Según informaciones del Consejo Nacional de Energía de China, en el año 2009, la producción de petróleo crudo ascendió a 189 millones toneladas, y el petróleo crudo de importación neta fue de 199 millones de toneladas. Según esta estadística, en términos de petróleo crudo, China depende del exterior en un 51,3%. Consciente de su cada vez mayor dependencia de las importaciones de todo tipo de recursos, utiliza su poder financiero para dar un impulso a sus ambiciones en todo el orbe (ya sea en Sudán, Irán, Angola, pero también en Brasil, México, Venezuela, o Asia central). El poder financiero le sirve para aumentar su influencia estratégica: se aprovisiona, consolida posiciones diplomáticas y promueve a sus empresas. Y aunque se le acuse de falta de ética, Occidente no está en condiciones de dar muchas lecciones. Sus capitales y técnicas ayudan en la agricultura o infraestructuras, que los occidentales han dejado de lado hace tiempo.

 

Sus grandes inversiones en países en desarrollo impulsan la industrialización, no siempre bien avenida, y generan nuevos mercados de demanda de productos chinos. África es muy importante en este sentido, especialmente por las oportunidades que le brinda el acceso a fuentes de energía y materias primas. Pero también en otros ámbitos: China discute con el BM el traslado de fábricas a este continente para desarrollar su potencial industrial, un proceso inseparable del debate existente en China acerca del destino de sus enormes reservas de divisas, ganando fuerza la idea de canalizar parte de ellas a los BRIC y otros países en desarrollo no solo para multiplicar el control de las materias primas sino para generar un nuevo ciclo de desarrollo y comercio con el mundo emergente. Algunos economistas chinos sugieren una especie de plan Marshal de 500.000 millones de dólares a invertir en América Latina, Asia y Africa para crear esa nueva espiral de demanda de productos chinos que aliente otra fase de impulso.

Ya en 2008, China se había convertido en uno de los principales socios comerciales de América Latina. En ese año, el comercio entre las dos regiones superó los 140 mil millones de dólares. En 2009, China se ha convertido en el mayor socio comercial de Brasil, la principal economía de la región, y también de Chile. Esto no solo ocurre en esta región: en 2009, China se ha convertido en el mayor socio comercial de Africa del Sur o de India, solo por mencionar otros continentes y países de considerable relevancia.

El poder financiero de China se ha convertido así en uno de los factores estructuradores de su política exterior, en buena medida para satisfacer la necesidad de recursos, comprando activos en todos los rincones del globo, favoreciendo la implantación de sus empresas y haciendo de su capacidad económica el principal baluarte para afirmar su influencia estratégica. La Corporación de Inversión de China, el fondo soberano del país, dotado con 200.000 millones de dólares y establecido en 2007, intensificó su inversión en el exterior a partir del segundo trimestre de 2009, cuando el mercado financiero empezó a estabilizarse, invirtiendo más de la mitad de sus fondos. En Asia preocupa que se utilice ese poder para satisfacer ambiciones hegemónicas.

Los intereses de China, pues, pese a la imperiosa necesidad de inmersión interna para superar tantos y tan graves desequilibrios que la acechan, van más allá de sus fronteras y ello le exigirá la adopción de ciertas precauciones, abriendo también importantes incertidumbres. Hoy día, la modernización de sus ejércitos, lejos aún de las capacidades militares de EEUU, prestan atención a la Armada, pero también contemplan ya la construcción de transportes que permitirán el traslado de efectivos a largas distancias. ¿Que hará China cuando sus miles de trabajadores desplazados en cualquier país africano con un gobierno débil e incapaz de protegerles se vean inmersos en un conflicto y peligren sus vidas? ¿Se quedará de brazos cruzados? ¿Podrá seguir construyendo sus alianzas sobre la base de la no ingerencia en los asuntos internos o articulará fórmulas- que hoy formalmente descarta- de presencia más incisiva? Para afrontar las turbulencias en sus alrededores (Afganistán, Pakistán, Corea del Norte, etc.), Beijing reivindica ya capacidades para defender, promover y conducir la seguridad y la estabilidad. La “ingeniería estratégica” china contempla instrumentos diversos para estabilizar el entorno, incluyendo aspectos políticos, militares, diplomáticos y económicos. Solo así podrá considerarse siquiera una potencia regional.

En este sentido, la mejora de sus medios militares ha proseguido en los últimos años a marchas forzadas. China ha enviado barcos de guerra a aguas de Somalia en diciembre de 2008, una acción sin precedentes, para proteger a barcos mercantes. Y pese a los desmentidos de las autoridades civiles, sus oficiales castrenses apuestan por una modernización de la defensa acorde con las dimensiones de una gran potencia, como ha reconocido el general Xu Qiliang cuando con motivo de las celebraciones del sexagésimo aniversario de la fundación de la fuerza aérea, reconoció lo inevitable de la competencia militar en el aire y en el espacio. Las dificultades de comprensión entre EEUU y China en el orden militar constituyen una seria hipoteca para la gobernanza global.

Una mayor presencia e implicación internacional también requiere de medios de comunicación globales, una complementariedad indispensable a la que China concede cada vez más importancia. De ahí el lanzamiento de nuevos canales de TV (en inglés, francés, españo, ruso o árabe) o la generosidad demostrada con la promoción de Institutos Confucio (hay 282 Institutos Confucio en 88 países y regiones y más de 40 millones de extranjeros aprenden chino), entre otros. La campaña “made in China” puesta en marcha a través de la CNN, ha evidenciado la intención de corregir el déficit de comunicación de China con el mundo, asegurando su prestigio y evitando las muestras de hostilidad exterior al hacer co-partícipes de su crecimiento a todo el orbe: producido en China, pero subrayando la colaboración recibida de las principales firmas internacionales.

Cabe señalar que esa activa y diversificada relación con el exterior se complementa con una intransigencia furibunda en la defensa de lo que considera sus intereses vitales, definidos a modo de fronteras infranqueables frente a hipotéticas concesiones. Los vagos resultados de la cumbre de Copenhague, haciendo valer su agenda de prioridades y rechazando la asunción de compromisos de obligado cumplimiento, ya sea en forma de reducciones o de verificaciones, constituyen un serio indicio. La firmeza china, sustentada genéricamente en el auge de los sentimientos nacionalistas, se crece con la innegable mejora de la economía, pero tiene como norte esencial la defensa irrenunciable de un sistema político que multiplica los signos de desconfianza en su entendimiento con los países más desarrollados de Occidente. La red de fieles aliados que China ha venido construyendo en estos años con el impulso de una diplomacia pragmática y eficaz puede tener pronto consecuencias efectivas en el devenir de los principales organismos mundiales, y juega a la contra de las estrategias occidentales necesariamente abocadas a definir una difícil política común en este orden.

Todo ello da cuenta de la yuxtaposición de numerosas complejidades que no le será fácil resolver y que pueden provocar muchos quebraderos de cabeza, a China y a todos, sin descartar, pese a la balsámica relación con EEUU anunciada por Obama,  una agravación de las tensiones que lastre seriamente la recomposición del orden mundial. Si bien no cabe despreciar sin más la importancia que China otorga a la soberanía nacional, producto también de circunstancias históricas a las que  Occidente no es ajeno, urgen indicios disipadores de las inquietudes que impiden el ejercicio de un aceptable liderazgo moral, ya hablemos, por ejemplo, de derechos humanos o de facilitación de pactos contra el cambio climático. Por desgracia, triunfalismo conservador a un lado y presiones no siempre inocentes a otro es la peor de las combinaciones posibles para advertir tendencias positivas. 

¿G-20 o G-2?

La implicación de China en la gobernanza global guarda una estrecha relación con la evolución del binomio cooperación-conflicto con Estados Unidos, un aspecto clave donde la rivalidad estratégica se combina con una agenda inmediata en la que proliferan las diferencias concretas, muy especialmente en el orden comercial. Ya en febrero de 2009, Hillary Clinton anticipó a Beijing el deseo estadounidense de avanzar hacia un entendimiento compartido sobre los principales temas globales. No obstante, dicha voluntad contrasta con otras medidas que evidencian la persistencia de la desconfianza recíproca (en la militarización del espacio, en la identificación de las causas y formas de lucha contra el terrorismo, la política de alianzas de las democracias de Asia con vistas a “cercar” a China, etc.). Del lado oriental, China reclama a EEUU respeto absoluto de su sistema, territorio y estabilidad.

En el orden estrictamente comercial, todo indica que en los próximos años, en buena medida a consecuencia de la crisis, pueden primar más los desacuerdos que el entendimiento. La redefinición de sus relaciones, escenificada durante la visita de Barack Obama a Shanghai y Beijing en noviembre de 2009, toma buena cuenta de que China y EEUU son mutuamente su segundo socio comercial y que su volumen de intercambio comercial ha aumentado 130 veces en los últimos 30 años. Esa interdependencia mutua restringe el impacto de los potenciales conflictos en el ámbito de la seguridad o de la política pero ni mucho menos los anula.

Es evidente que si esta relación bilateral, calificada como la más determinante del siglo XXI, funciona bien, es posible que el G.-20, el FMI y otras importantes instituciones mundiales también funcionen mejor. Y del tono de esa relación dependerá igualmente la evolución en muchos temas multilaterales, incluyendo la reforma monetaria internacional, con la que China (junto a Brasil o Rusia) aspira claramente a reducir el poder político y económico de EEUU y otras potencias aliadas. El desequilibrio existente en cuanto a la soberanía monetaria es una demostración del déficit democrático mundial, asegura China, y su corrección es un proceso inseparable del empuje al multilateralismo, de lo contrario, este será una quimera. En suma, una nueva arquitectura económica mundial dificilmente es posible sin el reemplazo del dólar por una nueva moneda internacional de referencia basada en el modelo de los Derechos Especiales de Giro (DEG) del FMI. Cabe imaginar una dura oposición de Washington. En ese proceso, China ha comenzado a internacionalizar el yuan, apostando por convertir el renminbi en una moneda competitiva a nivel global.

En China se piensa que una reforma sustancial en este aspecto no es posible por el momento: EEUU tiene el 17% de los derechos de voto del FMI y puede vetar cualquier decisión relevante. Pero la reforma de la estructura interna del FMI, el otorgamiento de más derechos a los países en vías de desarrollo, una mejor distribución de las responsabilidades y de los protagonismos, una supervision financiera mas estricta o un sistema mundial de alerta, son demandas que China, actuando desde una posición claramente diferenciada de los países desarrollados, ya explicitó en la cumbre de Londres del G-20.

Las tensiones comerciales surgidas en el último año se han visto agudizadas por el continuo recurso a las medidas proteccionistas por parte de EEUU (neumáticos, tubos de acero…). Por mucho que China invite a Washington a considerar estos problemas con una perspectiva estratégica, la presión interna obliga a la Casa Blanca a adoptar medidas que puedan complacer a la opinión pública, expresando Beijing un creciente malestar por una actitud que desprecia sus intereses, viendo como caen en saco roto sus misiones de compra para animar ciertas economías regionales o su empeño en expandir la demanda interna para modificar su modelo de crecimiento y promover unas relaciones más equilibradas con sus principales socios comerciales. La Casa Blanca, con la vista puesta en las elecciones de mitad de mandato de 2010, podría aumentar los golpes comerciales contra China, aplicando amplias sanciones comerciales

En contraposición, el hecho de que China sea un importante acreedor de EEUU, con más de 800.000 millones de dólares en Bonos del Tesoro, sin duda, puede influir en cierta moderación de la tensión y en la búsqueda de salidas negociadas. No obstante, Beijing se ha propuesto reducir progresivamente la posesión de deuda del Tesoro estadounidense con el objeto de diversificar su cartera de inversión en divisa extranjera, si bien con pequeños descensos que rondan el 3%.

Las exigencias de una apreciación significativa del yuan, la moneda china, tampoco parece que puedan atenderse en lo inmediato. Aún sin descartar mejoras en el mecanismo de formación de la tasa de cambio del yuan, una moneda más fuerte, dicen los economistas chinos y también occidentales como Stiglitz, podría poner en peligro la recuperación económica global, aunque ayudara a paliar el déficit comercial con EEUU sacrificando el poder adquisitivo de los consumidores estadounidenses que ahora se benefician de los bajos precios de los productos chinos. El problema es estructural de la economía estadounidense, el problema es la debilidad del dólar, dice el primer ministro Wen Jiabao, quien califica de “injustas” las presiones estadounidenses y europeas.

La crisis de 1997-98 hizo ver a China que no podía liberalizar del todo su moneda (como tenía previsto inicialmente), a riesgo de soportar los ataques destructivos de los especuladores extranjeros. Y no se someterá a presión en materia de política de tasa de cambio. Su internacionalización financiera, como ya se ha dicho, explora otros caminos como los acuerdos para realizar los intercambios en moneda nacional o en yuanes firmados con Argentina, Bielorrusia, Malasia, Indonesia y Corea, también con Hong Kong, estando en agenda, Rusia, Thailandia y Japón, acuerdos que pueden eclipsar, lentamente, el dominio financiero estadounidense.

En la proliferación de armas de destrucción masiva (ya hablemos de Corea del Norte o de Irán), China se configura como un actor clave a la hora de formular las condenas, cada vez más unánimes, del Consejo de Seguridad de la ONU. Los contactos previos con EEUU forman parte ya del proceso decisorio habitual. Ese acercamiento de posiciones entre ambos contribuye a marcar el criterio de los organismos internacionales en ciertos asuntos.

¿Marginará un hipotético G-2 al G-20? La “Chimérica” no parece ser realista ni tener opciones. Al margen de las asimetrías entre ambos socios y de la importante enjundia de sus asuntos estrictamente bilaterales, China rechaza de plano esta posibilidad, asegurando que es aun un país en vías de desarrollo, con una gran población y que le queda mucho para modernizarse. No se alineará, ni ahora ni en el futuro, con ningún país o bloque, ha reiterado el primer ministro Wen Jiabao. Los asuntos globales deben ser decididos por todos. La apuesta es el multilateralismo. Cierto que el Diálogo Económico y Estratégico, expresión de una relación más cooperativa y de una concepción amplia de sus vínculos, pudiera considerarse una especie de G-2 ya que no solo se tratan asuntos bilaterales en él, pero a lo más que puede aspirar – que no es poco- es a pilotar la transición entre el G-8 y el G-20. Una mayor responsabilidad ataría demasiado a China quien no da muestras de tener gran interés en “dirigir” el mundo. Por otra parte, la hipótesis es inaceptable para Japón, Rusia o la UE.

De esta negativa no debiera derivarse la idea de que China se conforma con un protagonismo exclusivamente reducido a lo económico o que renuncia a desempeñar un papel global, pero en cualquier caso este no estaría orientado a modelar el mundo en función de sus valores o prioridades sino a explicitar el poder suficiente para exigir el respeto a su modelo como expresión de diversidad, reservándose el derecho a marcar los ritmos y tiempos de su evolución. En estas coordenadas, una apuesta alternativa a modo de alianza de países democráticos o de comunidad de valores que pueda llevar a la división del mundo y el surgimiento de una nueva guerra fría no sería aconsejable.

La asunción de responsabilidades globales: el caso del cambio climático

A la espera de lo que ocurra en los encuentros sobre el clima previstos en 2010, el balance de la cumbre de Copenhague ha sido decepcionante. Frente a las presiones para que China aceptara mayores reducciones y las verificaciones externas, esta, al igual que otros países emergentes, ha reivindicado su derecho a proseguir con su fase de industrialización rápida a fin de modernizar sus fuerzas productivas, procurar mayor bienestar a la población y erradicar la pobreza. Mientas China y EEUU coincidieron en señalar que se había producido un “avance significativo”, la mayoría de países pobres, los que menos contaminan, expresaron su decepción. Si el mundo enfrenta una crisis de liderazgo, al menos en este punto Beijing no parece optar al relevo.

China es el mayor emisor de contaminantes del mundo y anunció objetivos específicos para reducir la cantidad liberada de gases. Su autoridad moral, de todos modos, está en entredicho. Continuará aumentando las emisiones, aunque a menor ritmo que antes. Esa es, en síntesis, la esencia de lo prometido en Copenhague. Un objetivo asumido desde la voluntariedad, a modo de concesión a la comunidad internacional en aras del bien común global, pero sin adoptar medidas drásticas que puedan frenar su crecimiento o poner en peligro la estabilidad. Siendo un país en desarrollo, China no está formalmente obligada a limitar sus emisiones, un beneficio al que nunca renunciará.

En Copenhague, negando divergencias con los países en desarrollo, Beijing se puso a la cabeza de este grupo para hacer contrapeso frente a los más desarrollados, evidenciando así la división global real del mundo. Los países desarrollados deben pagar (apoyo financiero y tecnológico) porque el calentamiento global es su responsabilidad: las naciones desarrollados emitieron el 95% del CO2 desde que comenzó la Revolución Industrial en el siglo XVIII hasta 1950 y de 1950 a 2000, los píises desarrollados fueron responsables del 77% del total de emisiones mundiales de CO2. Incluso hoy los países desarrollados están consumiendo más del 70% de la energía del mundo contando con menos de una quinta parte de la población mundial y emiten más de la mitad de los gases generadores del efecto invernadero. Esas son sus cuentas.

A mayores, como es bien sabido, se argumentan otras razones de índole “local”: el PIB per cápita de China no alcanza los 4.000 dólares y de acuerdo con los estandares de la ONU aun tiene 150 millones de personas viviendo por debajo del umbral de la pobreza, de ahí que lo primero sea desarrollar la economía y mejorar el bienestar social. Pero reducir emisiones con el predominante papel que tiene el carbón en su economía es harto complejo. Su planteamiento es estratégico y parte del principio de “responsabilidades comunes pero diferenciadas”, rechazando cualquier hipótesis de que la prosperidad de los países desarrollados y su nivel de emisiones per capita, muy superior al de los países en desarrollo, pueda justificar el retroceso de las naciones en vías de desarrollo cuyas emisiones son de supervivencia y no de consumo.

Pese a la urgencia e importancia de contener el cambio climático, China opta por trasladar la responsabilidad moral a los países desarrollados, rechazando todo control internacional de sus políticas a este nivel, una exigencia básica de EEUU que demanda un reparto equilibrado de esfuerzos.

La reunión de Copenhague ha evidenciado, en cualquier caso, la conformación de nuevos ejes de decisión a la hora de formar la masa crítica suficiente para adoptar acuerdos que repercutan en la gobernabilidad global. En este sentido, China ha demostrado su capacidad para aglutinar naciones tras de sí y traducirla en demostraciones de poder en un marco institucional concreto. Por añadidura, este nuevo proceder no parece contribuir a mejorar los procesos de decisión sino, por el contrario y por el momento, a agravar las insuficiencias de las actuales instituciones internacionales.

Conclusión

La respuesta china a la nueva situación global se basa en la teoría de la responsabilidad compartida (gongtong fendan zeren, 共同承担责任)y en la defensa del multilateralismo (duobianzhuyi,多边主义). Los grandes desafíos globales, desde la crisis financiera al clima, la salud, la seguridad alimentaria o los desastres naturales, solo pueden encararse compartiendo responsabilidades. No hay más opción que fortalecer la cooperación de la comunidad internacional, siendo el diálogo y las consultas el camino para resolver las divergencias y contradicciones, apostando por un multilateralismo que tenga en cuenta las diferencias de evolución y la desigual capacidad de los respectivos países. Todas las partes deben compartir la responsabilidad, y ese empeño debe traducirse en el fortalecimiento del protagonismo de la ONU.

China ha pasado, en 60 años, de ser un estado paria a uno de los gigantes del siglo XXI. La razón fundamental radica en el cambio iniciado en los años 70, con su ingreso en la ONU en 1971 y la adopción de la política de reforma en 1978. Ambos hechos, interno y exterior, son claves para entender la situación actual y comprender el significado de una trayectoria histórica que desde la primera Guerra del Opio (1839) había empujado al país a la periferia del escenario mundial (el PIB de 1949 se correspondía con el de 1890 en virtud de los conflictos vividos). Pese a tan meteórica evolución, quedan aun muchas incertidumbres internas que debe resolver antes de pensar en calificarse de superpotencia.

La relacion de China con el mundo ha cambiado mucho. Su apertura al exterior ya no es solo una necesidad de su desarrollo sino que constituye un interés básico del régimen. Esa relación con el exterior pasa hoy por una implicación creciente en los asuntos globales, cuidando mucho de que esa participación no suponga la exigencia de concesiones relativas a unos intereses vitales identificados hoy por el régimen con la supervivencia del sistema político. Además del desarrollo, la seguridad, la integridad territorial y la soberanía son referencias claves de las que no se apeará para acceder a las presiones de los países desarrollados en aras de una implicación mayor en los asuntos globales o en relación a temas espinosos como los derechos humanos o la represión en Tibet o Xinjiang.

Nos encontramos en el inicio del abandono de la estrategia de “perfil bajo” ideada por Deng y que hunde sus raíces en la tradicional modestia confuciana, acorde con sus posibilidades materiales pero también con el deseo preventivo de no llamar esa excesiva atención que precede a la preocupación. Ahora se trata de visibilizar su poder y proactivar su “mundo armonioso”, conduciéndose con la flexibilidad posible, acentuando su perfil mediador en las crisis, su pragmatismo, eludiendo configurarse como un simple opositor. La superación de la pasividad tradicional es una necesidad indispensable para desarrollar una participación más pragmática y responsable en los asuntos globales pero también una exigencia para promover su poder blando y desactivar las teorías que insisten en presentarla como una amenaza.

Su capacidad económica y financiera y su poder político pueden influir de forma importante en un mundo en plena recomposición. La combinación de su creciente autoridad con los intereses económicos de un Occidente, dividido y sin una política común en esta materia, inclinado a renunciar a la intransigencia en el orden de los valores que dice defender a cambio de beneficios materiales, le permite a China obtener ventajas importantes, con la excusa occidental de que contribuye responsablemente a la solución de litigios como el norcoreano o sudanés. Su peso en ascenso y la escasa tendencia a hacer concesiones bajo presión disuaden a los críticos en el exterior y fortalecen a los conservadores en el interior.

El crecimiento logrado en las tres últimas décadas reafirma la confianza china y su seguridad a la hora de insistir en la inalterabilidad de sus postulados, y el aumento de su influencia global le permite contar con un número creciente de aliados en todos los continentes que ayudan a ofrecer un contrapeso. Pero siendo una gran potencia, ¿podrá seguir siendo amiga y valedora de los pequeños países en desarrollo?

La intensidad con que China defienda sus iniciativas y la posición de sus competidores determinará el grado de inquietud y la respuesta de los países desarrollados. China se moverá con prudencia en el nuevo escenario. Su proceso de integración en la gobernanza global será gradual, como lo ha sido su transformación hasta convertirse en una de las principales potencias económicas del planeta.

 

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Xulio Ríos,
director del Igadi y del
Observatorio de la Política China
(
Casa Asia-Igadi).

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