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El régimen chino en tela de juicio
Enrique E. Yang (La Vanguardia Dossier, 07/05/2011)

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Ante el avance vertiginoso de la economía china, impulsado por el omnipotente Partido Comunista gobernante, queda una incógnita por despejar: si éste seguirá siendo motor para nuevos cambios políticos y sociales,sincrónicos con la economía.


Respuesta carente de respaldo sustancial

¿Hacia dónde va China? Es aún un suspense que surgió hace 35 años con la muerte de Mao.

A la pregunta, sus sucesores, ya de varias generaciones, han tratado de dar respuestas: China ya se encuentra en camino de “un país socialista moderno, altamente civilizado y altamente democrático” (eslogan de los 80 del siglo pasado), va en dirección a “una potencia moderna socialista, próspera, democrática y civilizada” (meta presentada en los 90), o está marchando mediante “un desarrollo científico” hacia “una sociedad armoniosa, próspera y democrática” (diseño hecho en el nuevo milenio). La ilusión tiene su expresión en lo que se propone hacer en estos momentos: “asentar una base decisiva para la culminación completa de una sociedad modestamente acomodada” (enunciado oficial de marzo de 2011).

Deng Xiaoping abrió la puerta de la economía china hace algo más de 30 años. Empresarios europeos y americanos han invertido 130 mil millones de dólares, dinamizándola a un ritmo sin precedentes. China atrae gran atención de las 500 empresas más importantes del mundo, clasificadas cada año en la famosa revista Fortune, las cuales en su mayoría tienen representaciones acreditadas allí. Exportaciones chinas se hacen presentes en todo el mundo incentivadas por la política exterior “en favor de la paz, el desarrollo y la cooperación”. China, campeona imbatible en el crecimiento, ocupa tras un corto tiempo de desarrollo el segundo lugar mundial en el PIB nacional y se pronostica, caso de mantenerse su ritmo actual, una pronta superación de los EEUU.

Del avance económico el Gobierno sale muchísimo mejor parado que la sociedad. Cuenta con un control cada vez más sofisticado sobre ésta y con una opulencia envidiable para las potencias occidentales. A pesar de ciertas mejoras del poder adquisitivo del pueblo, empeora la subsistencia de los sectores indigentes a cuyas quejas y reivindicaciones las autoridades no parecen haber tenido muchas ganas de atender. El avance económico colosal deja atrás una tremenda bipolarización social y una situación desastrosa medioambiental, que difícilmente pueden superar en breve las medidas correctivas que el Gobierno empieza a tomar..

Reaparece en China un estrato social similar al que los comunistas derrocaron en una revolución heroica hace más de 60 años, el que, formado por altos cargos públicos y unos nuevos bigwigs en su entorno, tiene concentrados en sus manos el poder y la riqueza. Esa realidad difícilmente puede coincidir con la descripción oficial de un derrotero hermoso del país.

No puede ni quiere

La ilusión de Mao de que “el poder nace del fusil” se hizo realidad en aquella revolución que culminó en 1949. El líder seguía al frente, ya no de un ejército de campesinos, ahora de toda la nación para una nueva empresa de desarrollo económico. Descontento del convencionalismo y presa de su utopía “comunista”, se inventó el “Gran Salto Adelante” y luego “la Gran Revolución Cultural”, dejando atrás terribles traumas materiales y morales, indelebles en la historia universal. Estaría de más detallar las tragedias mayúsculas de decenas de millones de chinos que murieron víctimas del hambre o de bárbaras depuraciones políticas en la segunda mitad del siglo pasado. China vivió un terremoto político cuando, como decía Nietzsche, “murió el Dios” y “se cuestionaba la moralidad cristiana”. Rota la burbuja ideológica maoísta, la lucha de clases, por la que Mao no se cansaba en abogar, estaba resultando nada más que una cortina de humo para tapar las riñas bestiales por el poder en la cúpula, y el combate contra el revisionismo, en que insistía hasta su muerte, un yugo que mataba conciencias críticas. Al borde de una bancarrota total, la restauración económica en favor de la subsistencia de la nación otorgaba la única fuerza aglutinadora para una nueva marcha. Pero la petición popular para combatir la corrupción fue respondida con ráfagas de metralletas y embestidas de tanques en la tragedia Tian An Men de 1989, de la cual las autoridades han venido tratando de robarle al pueblo la memoria. Tanto la consumación de los absurdos como su corrección sucedieron totalmente al margen de la poca institucionalidad que podía haber. El nuevo hombre fuerte Deng Xiaoping no permitió nada de discusión en cuanto a la opción doctrinaria, pues para él no había nada más urgente que la competencia económica. Su famosa “teoría del gato” ---gato blanco o gato negro, sólo importa que cace ratones--- se dio curso libre.

El relevo de herederos del poder, que va institucionalizándose, se ha hecho varias veces en China. Dicen adiós a Mao, de modo algo solapado en un principio y casi explícito ahora, pero no a su manera de ejercer el centralismo, herramienta eficaz para gobernar, heredada de generación en generación desde los tiempos ancestrales. A diferencia del gato que caza ratones por intuición, el “gato” chino, ingeniándose con autorizaciones del máximo poder, jamás falla para triunfar en lo que quiere. Ofrece el mejor paraíso del mundo para las inversiones del exterior, hizo de China una “fábrica mundial” en poco tiempo, ha puesto en marcha una poderosa corporación de inversiones que genera sacudidas impresionantes en el mundo de las finanzas, a la cual recurren complacientes unos países desarrollados que tropiezan con la crisis. El fenómeno de la prosperidad china venía en gran medida del ejercicio centralizado de la voluntad del poder, unipersonal o colectiva, lo cual, como reliquia del Partido Comunista, ha ayudado con éxito a la China emergente.

El Partido Comunista se está salvando a sí mismo en la salvación nacional. Se ha comprometido a modernizar el país y construir, con prioridad, una sociedad modestamente acomodada. Está convencido de la necesidad de seguir adelante con la máxima eficacia posible, que sólo emana del poder que en su mano no puede ni piensa soltar.

Inercia histórica

Antes de asumir el poder, Mao hizo, entre sus numerosos pronunciamientos en favor de la democracia, una declaración contundente, en julio de 1945, afirmando que los comunistas y su futuro régimen “serán libres de los ciclos periódicos de surgimiento y perecimiento” de tantos regímenes conocidos en la historia, cuando se lo preguntó el Sr. Huang Yanpei, demócrata y amigo del Partido Comunista, en su visita a Yan´An. Dijo que “hemos encontrado un camino nuevo, el de la democracia, que permitirá una supervisión del pueblo sobre el Gobierno y estaremos libres de tales ciclos”. No obstante, nada más en el poder, Mao iba abandonándose a la egolatría basada en una mezcolanza de su paranoia “comunista” y su ambición ilimitada por el poder. Consiguió aplastar a los rivales, más bien potenciales e imaginarios, y murió en soledad absoluta.

Los chinos, incluido alguno que otro emperador de la dinastía Tang de hace más o menos mil años, comprenden muchos siglos antes que el Lord Acton, historiador británico, llegó a la conclusión de que “el poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente”, que “el agua sostiene una barca, y puede también volcarla”, escarmiento confuciano para que los dominantes no se alejen demasiado de los intereses del pueblo. Del cual es poco probable que los miembros de la cúpula china desconozcan.
Las autoridades chinas aceptan el valor universal de la democracia suscribiendo el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, pero no tienen calendario para su instrumentalización, dejando en vilo una amplia expectativa en el sentido común y la ilusión con que los combatientes veteranos y amigos sinceros (entre éstos muchos comunistas extranjeros) , en su día, se entregaron o ayudaron decididamente a la causa revolucionaria del Partido Comunista, llamada, en sus libros de texto, “revolución democrática”. Proceden muchas veces de manera poco lógica con los pronunciamientos, provocando denuncias e imputaciones de su retroceso en el respeto de los derechos humanos y las libertades democráticas, pero los portavoces oficiales se alegan motivos de soberanía estatal negándose a tratar este “asunto interno¨ y afirman que China se encuentra en “un momento mejor que nunca” en esta materia.

Guardianes codiciosos del poder y humanamente tal vez no tan perversos como se imaginaría, los dirigentes actuales parecen tener gran miedo a una sociedad cívica que brota y procuran exhibir una imagen de sonrisas algo ensayadas. Nerviosos, tratan de defenderse en la sombra de Mao prohibiendo críticas públicas contra él y, al mismo tiempo, aislarlo de la vida real vedando la difusión de sus escritos en que no ahorraba loas a la democracia y hacía compromisos democráticos.

Circula una explicación que intercede en el sentido de que la democracia, una aplicación aceptable en los países desarrollados, no fructifica en ninguno de los países, China entre éstos, donde los habitantes no tienen asegurada la subsistencia elemental. Para Oswald Spengler, filósofo alemán, cada una de las diversas culturas sigue su ruta particular de generación, crecimiento, maduración y perecimiento. Hay que enfocar las cosas “colocándose en el interior de su cultura”, y aceptar que las “almas distintas” recorren “sus propios caminos”. El centralismo político, milenario en China, que solía surtir eficiencia fenomenal en la superación de situaciones difíciles y ha servido de gran ventaja para el dominio del Partido Comunista, ¿acaso no llegará a hacerle daño como lo hizo al demoler tantos regímenes absolutos?

Poder y riqueza en pocas manos

En China, la riqueza se incrementa muy de prisa en torno al poder, controlada fundamentalmente por familiares de altos funcionarios. Queda descubierto, según informes oficiales, que el 85-90% de los cargos responsables de las instituciones de las finanzas, comercio exterior, explotación de terrenos, infraestructuras y mercado bursátil, son parientes de altos cargos públicos. Lo son también más de un 90% de los nuevos ricos de mucha propiedad, y entre los cuales, 2.900 personas poseen en su conjunto una fortuna privada superior a dos billones de RMB (más de 300 mil millones de dólares americanos).

Las estadísticas estatales han dado a conocer la diferencia de 23 veces en los ingresos entre los más ricos, el 10% en lo alto de la pirámide social, y los más pobres, otro 10% de la población. Pero en realidad, esa diferencia ha llegado a ser de unas 65 veces según estudios independientes del Credit Suisse, pues los ricos son dueños también de otro importe enorme que proviene de la llamada “economía gris”, libre del control fiscal, cuyo rendimiento equivale un 30% del PIB. Constan aseveraciones de que el 95% de las riquezas chinas están en manos de un 5% de la población. Mientras tanto, los de abajo viven una vida empeorando. Las autoridades reconocen que 150 millones de chinos consumen, por persona, cada día menos de un dólar.

A despecho del discurso oficial de las autoridades y la expectativa popular sobre un buen futuro del país, los nuevos bigwigs, generalmente vinculados con enormes inversiones en China o en el exterior, se mueven junto con el Gobierno manipulando los recursos administrativos y económicos. Los extremistas fundamentalistas se declaran en guerra contra el poder central, que, a su juicio, “traicionando al socialismo” , “ha sometido China al mercado capitalista mundial”...... “en confabulación con el imperialismo”. No obstante, se sostiene con vigor una convicción, compartida entre las autoridades y unos sectores relevantes interesados en una continua expansión económica, de que en estos momentos en que China destaca en la economía mundial, es posible que el centralismo chino siga triunfando si se sabe poner puntualmente en juego el potencial que aún tiene.

Conscientes de que la corrupción tiene su mejor caldo de cultivo en el poder, las autoridades vienen advirtiendo de ese peligro para el Partido Comunista y para el Gobierno y agravando sanciones disciplinarias para los corruptos, poco leales al poder central según comentan. Lo hacen con mucha meditación entre la necesidad de la anticorrupción y la defensa del poder, siempre pesando ésta mucho más que aquélla. Al parecer, hay un interés vivo de asentar un precedente de que el ejercicio absoluto del poder no tenga que desembocar necesariamente en una corrupción absoluta.

Un Estado a medias tintas

La proclamación de un nuevo Estado, la República Popular China, en 1949 redundó como un acto de vestirle de gala al poder del Partido Comunista, que salía triunfando en guerras revolucionarias. El Partido es y manda el Gobierno. Controla a través de las comisiones especiales, presididas por miembros permanentes del Buró Político, unas funciones fundamentales del Estado, como la defensa, la seguridad pública, la libertad ideológica, la diplomacia, etc., terrenos (en especial el de las fuerzas armadas y el del orden público) a donde no tiene acceso ni siquiera el Consejo del Estado encabezado por el Premier, aunque unos ministros forman parte de dichas comisiones. El presupuesto estatal tiene que cubrir los gastos del Partido, cuyos departamentos tienen otorgado el rango ministerial o super-ministerial del Gobierno y los empleados allí disfrutan de un trato por excelencia de funcionarios del Estado.

Las instrucciones, principalmente por el aumento del PIB en las últimas décadas, han tenido su paternidad siempre en el Partido Comunista, y las instituciones estatales, movilizadas por éste con su modus operandi habitual de “volcarlo todo para el triunfo”, trabajan para llevarlas a cabo. El PIB chino ha incrementado 16 veces desde 1980, con un ritmo de más o menos un 10% cada año, a cambio de grandes desequilibrios social y ecológico que por fortuna han llamado la atención de la sociedad, así como de una gran desacreditación de los valores políticos aún ensalzados por las autoridades ideológicas del Partido Comunista. Pues en las medidas vigentes para dinamizar la economía, llamadas en China “del socialismo con características chinas” y en el exterior “de un comunismo capitalista”, caben cualesquier cosas, siempre que las autoridades no se sienten amenazadas.

La máxima dirección venía apagando debates académicos sobre la propiedad de la conducta económica del Gobierno. El compromiso de conseguir un desarrollo científico de la sociedad, la necesidad de basar el incremento en el consumo interior en vez de continuas inversiones en un intento inaplazable de transformar el modelo de desarrollo, la urgencia de estabilizar la sociedad permitiendo una expansión y maduración de la clase media, una presión constante del exterior para corregir el balance de reservas en divisas de China ......, todo ello implica choques subyacentes con la ideología oficial relacionados con “¿a dónde va China?” Esquivando esta gran interrogación, los dirigentes actuales resumen lo que se proponen en el objetivo de “asentar una base decisiva para la culminación completa de una sociedad modestamente acomodada”, y en la meta actual de “dar importancia a asegurar y mejorar el bienestar del pueblo” y “atender las expectativas de las distintas etnias por una vida mejor”.

China no ha hecho más que un avance inicial tan sólo en el sentido económico. No se modernizará hasta sincronizar el desarrollo económico y el progreso de la sociedad, es decir: hacer realidad la justicia social, asegurar las libertades constitucionales para todos y verificar la democracia en la vida política. La eficacia desatada a tope por el poder centralizador puede permitir una movilización fácil, ya no tan revolucionaria pero bien lubrificada con recursos del Estado, y un inmediato efecto espectacular, ejemplo de lo cual han sido las Olimpiadas de Pekín. Pero su capacidad movilizadora mermará si procede en el sentido normal de un partido de gobierno que diciendo adiós a la revolución, ponga las cosas en sus sitios legítimos. ¿Seguir siendo un partido revolucionario o convertirse en un partido gobernante? No parece que haya consenso en la élite política.

De momento, únicamente el maximizar los logros económicos y calmar las reivindicaciones sociales podrían ser capaces de cerrar las filas del Partido Comunista. Una polémica de calado en su interior se trasluce en revelaciones llamativas que no gustan a las autoridades, por ejemplo, la prisión del Premio Nobel de Paz Liu Xiaobo, la desaparición (apostillada unos días más tarde como arresto policial) del artista Ai Weiwei y la repentina retirada de la estatua de Confucio de la plaza Tian An Men. Pero un elemento en el programa del nuevo plan quinquenal que arranca este año, el de “impulsar activa y prudentemente la reforma del régimen político”, concede un margen de imaginación en favor de posibles cambios políticos.

 
 

Enrique E. Yang,
profesor investigador del Observatorio de la Política China.

 
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