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La década larga de Jiang Zemin
Por Xulio Ríos (Política Exterior nº 90, novembro-decembro/2002)
 
 

Jiang Zemin abandonará su cargo de secretario general del Partido Comunista de China (PCCh) en el XVI Congreso, a celebrar en el próximo otoño, dando inicio a una retirada que se verá perfeccionada en la primavera siguiente con su retirada de la Presidencia del Estado, en el nuevo período de sesiones de la Asamblea Nacional Popular. Probablemente continuará al frente de la Comisión Militar Central. El previsible ascenso de Hu Jintao será el inicio de una nueva etapa formal en el curso de la reforma china, a buen seguro marcada por el continuismo más fiel.

¿Cuál es el balance del mandato de Jiang Zemin? El actual hombre fuerte de China accedió a la secretaría general del Partido en la sesión plenaria que el Comité Central celebró los días 23 y 24 de junio de 1989, bajo la presión de los graves sucesos de Tiananmen. Por aquel entonces secretario del Partido en Shanghai, su elección fue toda una sorpresa, especialmente para Li Peng, cabeza visible del grupo más ortodoxo de los centristas y en pleno apogeo a la vista del dramático desenlace vivido en la revuelta estudiantil. Cuando todos imaginaban un giro conservador, Deng apostó por Jiang en atención a su obstinado reformismo y su incuestionable lealtad. Tenía entonces 62 años y una larga experiencia política y administrativa: ex ministro de industria electrónica, alcalde de Shanghai, formado en Moscú, y buen conversador en inglés, ruso o rumano.

Dos fases pueden advertirse claramente en el mandato de Jiang Zemin. La primera arranca de Tiannanmen hasta el XV Congreso, celebrado en 1997, y en el que logró consolidar finalmente su estructura de poder. Necesitó nueve años para ello, y si bien las circunstancias son distintas, ello puede dar una idea del tiempo que Hu Jintao necesitará para estabilizar su propio mandato en la dirección del país y del Partido. Conviene recordar que hasta 1992, después del XIV Congreso del PCCh, Zemin no se atrevió a efectuar cambios en la cúpula militar, promoviendo entonces a Zhang Wannian como nuevo jefe del Estado Mayor (aún hoy vicepresidente de la Comisión Militar Central), para completar la retirada de Qin Jiwei, ministro de defensa. Unos meses más tarde, asumiría el cargo de Presidente del país, sustituyendo a Yang Shangkun, acumulando por primera vez desde 1976, las máximas jefaturas del Partido y del Estado. La segunda etapa alcanza de 1997 a 2002, del XV al XVI Congreso y en ella ha podido desplegar las principales señas de identidad de su mandato.

Han sido trece años repletos de grandes acontecimientos, algunos de gran transcendencia (la retrocesión de Hong Kong o la devolución de Macao, el ingreso en la Organización Mundial del Comercio), otros más discretos pero igualmente relevantes (los intentos de establecer un diálogo positivo con Taiwán o la siempre difícil inserción internacional con la deseada normalización de relaciones con Estados Unidos).

Pero, ¿cuáles han sido los principales ejes de su gestión? En todo, Jiang Zemin ha sido un hombre de continuidad, muy consciente siempre del papel de transición entre dos generaciones (la revolucionaria y la tecnocrática) que le había tocado desempeñar, advirtiéndose una clara intencionalidad pedagógica en el manejo de todos sus asuntos. Jiang Zemin lleva diez años preparando a Hu Jintao, a quien aupó en el XIV Congreso (1992), para que en el momento del relevo definitivo renunciara a fundamentar su nueva legitimidad en el abandono del viejo discurso. Ya entonces Hu era protegido de Deng. Jiang ha mantenido su lealtad al máximo.

En toda esta etapa, el ritmo de crecimiento de la economía china se ha mantenido prácticamente inalterable, ello a pesar de la dureza de la crisis asiática que ha podido sortear con éxito alejando el fantasma de la devaluación del yuan. Jiang Zemin ha delegado la gestión económica en un hombre de su total confianza, Zhu Rongji, ex-alcalde de Shanghai, a quien incluyó en el Comité Permanente del Buró Político en el XIV Congreso, asumiendo en 1997 el cargo de primer ministro en sustitución de Li Peng. Viceprimer ministro desde 1991, Zhu asumió como primera tarea la responsabilidad de las zonas económicas especiales, impulsando al año siguiente la creación de 12 nuevas áreas de libre comercio y la construcción de la nueva zona de Pudong.

No obstante el curso positivo general de la economía china, bueno es recordar que las grandes líneas de cambio, anunciadas a cada paso como tareas urgentes e inaplazables, siguen aún pendientes y encuentran enormes resistencias sociales, en especial, la reforma de la administración o de las empresas estatales. Los intentos de Zhu Rongji por impulsar una especie de terapia de choque en estos ámbitos, se han visto coronados por el fracaso, originando no pocos tumultos y acciones desesperadas que han venido a ilustrar el elevado precio a pagar por la desmaoización de la industria. Bien es verdad que también se han registrado conflictos de otro signo, por la participación directa en la opulencia (las revueltas en Shenzhen por la compra de acciones en 1992), o fenómenos puntuales de sobrecalentamiento de la economía (1993) que propiciaron situaciones de inflación de dos dígitos en las principales ciudades, obligando a relevar al gobernador del Banco Central, Li Guixian por el propio Zhu Rongji, para recuperar el escaso control de la actividad bancaria, pero las grandes constantes de la modernización económica del país se han mantenido, combinándose el agravamiento de algunos problemas sociales (desempleo, por ejemplo) con los experimentos reformistas en las grandes áreas pendientes (bancaria, fiscal, seguridad social, etc).

El ingreso de China en la OMC, como en otro plano, la conquista de los Juegos Olímpicos de 2008 para Beijing superando de buen grado la frustración del 2000, han permitido a Jiang Zemin presentar su política ante la ciudadanía como un éxito de la perseverancia, una demostración palpable de un poder en alza, un reconocimiento de la creciente importancia de China en el mundo, país que ya no es posible ignorar y al que se debe hacer un hueco en todos los órdenes de la sociedad internacional contemporánea, de lo más a lo menos principal.

La preocupación por la política ha sido una constante en el mandato de Jiang Zemin. Incluso en el estricto ámbito de la economía, aún no destacando en sus preferencias, si se ha cuidado de atender a la dimensión política de la reforma, promoviendo la inclusión en la Constitución del término “economía de mercado” durante las sesiones legislativas de 1993, incluyendo la propiedad privada como base del desarrollo del país seis años más tarde, o estimulando la incorporación al Partido de los nuevos ricos con “conciencia de clase”.

Hasta tres grandes orientaciones principales podríamos identificar en este campo. En primer lugar, en lo que atañe al propio Partido, ha sido sincera su apuesta por la renovación. Ya en el XIV Congreso insistió en esta exigencia propiciando casi un cincuenta por ciento de nuevas caras en el Comité Central. Esa orientación se ha mantenido en la cita de 1997, con la reelección de solo el cuarenta y tres por ciento de los miembros del anterior Comité Central. Transmitir una imagen de la actual dirigencia bien alejada de la vieja gerontocracia ha constituido un elemento clave de su estrategia por mantener la credibilidad del Partido ante la sociedad. El otro elemento sustancial de esta operación lo constituye la lucha contra la corrupción. También en este campo, aún cuestionando la eficacia del método y sin entrar a valorar cuanto hay en ella de lucha política soterrada entre diversas facciones del poder, es verdad que nunca como en este período se han producido detenciones (y ejecuciones) de dirigentes de tan alto nivel (Chen Xitong, jefe del Partido en Beijing;Cheng Kejie, vicepresidente del Parlamento; Hu Changqing, vicegobernador de Jiangxi; Li Chenglong, secretario del Partido en Yulin).

Las relaciones entre el Partido y los nuevos ricos, junto a las del centro con las provincias y el papel del capital extranjero en la economía, ha sido uno de los temas de debate cruciales en el seno del Partido en la última década. La emergencia de empresarios, en tanto que categoría socioeconómica es uno de los trazos más destacables de la reforma. La decisión final respecto a su admisión es simbólica, pues muchos miembros del Partido eran ya millonarios, pero otros habían surgido de la periferia del Estado-Partido, como consecuencia del proceso de modernización y aunque favorecidos por las dinámicas impulsadas, siempre se abrigó el temor del desafío al poder. Fagocitando una vez más lo habido y por haber, y ubicando a los empresarios en las llamadas fuerzas avanzadas de la producción, con su doctrina de las tres representaciones (junto a la cultura y las grandes masas), Jiang Zemin ha extendido el manto partidario a los nuevos ricos.

Al tiempo que ha insistido con vehemencia en el rechazo de una democracia pluralista, Jiang ha impulsado las reformas democráticas en el campo. Más de ochocientas mil aldeas celebran elecciones cada tres años mediante un experimento de democracia directa en el que participan varios cientos de millones de personas. ¿Principio de una reforma política o una estrategia del Partido y del gobierno para reforzar su control sobre el campo? ¿Pueden los comités de aldeanos dificultar la aplicación de las políticas del Partido? Las primeras tensiones surgidas entre los miembros de los comités de aldea y los comités locales del Partido, reflejo en buena medida del significativo descenso en el número de miembros del Partido elegidos en los comités, disparó las presiones para reforzar su control recurriendo a otras vías: reclutando a aquellos miembros que no disponen de carné y, sobre todo, fundiendo en una sola las dos posiciones clave en la cabeza de la aldea. Hoy, el presidente del comité de la aldea acostumbra a ser el secretario del Partido. Así pues, sin despreciar sus elementos positivos, cabe pensar que el experimento constituye una forma de evitar el deterioro de la autoridad del Partido y del Estado en el campo, una nueva fórmula de movilización rural que efectivamente refuerza la gestión autónoma de los asuntos de la aldea pero aleja cualquier impresión de autodeterminación política real. El Partido no desea en modo alguno que el proceso se salga de su órbita ni que sea utilizado para minar su control en el campo.

Para Jiang Zemin, la democracia socialista avanzada comprende tres tipos de relaciones que es necesario gestionar de la mano de tres factores: la dirección del Partido, el desarrollo de la democracia y el Estado de derecho, aspecto este al que también ha concedido cierta importancia. De los tres, el desarrollo de la democracia es la base y el Estado de derecho la garantía, pero el punto crucial sigue siendo la dirección del Partido.

Mayor oscuridad ofrece su cruzada contra la contaminación espiritual. En este movimiento podemos encuadrar tanto el hostigamiento contra las iglesias protestante y católica (destrucción de iglesias, detenciones de cientos de protestantes y del arzobispo de Fuzhou), como la represión abierta contra la secta Falun Gong, de lejos el mayor quebradero de cabeza de Jiang Zemin que ha liderado en el seno del Comité Permanente las posiciones más beligerantes contra toda “forma de vida decadente”. Su gran capacidad de convocatoria, la infiltración en sectores sociales de cierta cualificación y el serio peligro de aglutinar y dar sentido a los descontentos y perjudicados con la reforma, han favorecido la orientación represiva que aún hoy no cuenta con unanimidad entre los máximos dirigentes, pero que revela la irascibilidad del Partido ante cualquier manifestación de hipotética competencia o animosidad ideológica.

En materia de derechos humanos y libertades públicas, es verdad que se han abierto algunas puertas, especialmente de salida para los disidentes más conocidos por la opinión pública occidental (Wang Dan, Wei Jingshen, Harry Wu, Gao Yu). En general, aunque con altibajos, puede decirse que las libertades individuales son más y mejor respetadas y en su conjunto el régimen puede decirse que es más tolerante y menos represivo, pero los cambios formales (firma de los pactos internacionales de derechos económicos, sociales y culturales primero, y de derechos civiles y políticos más tarde) han coexistido con claros signos de permanencia de las viejas inercias. Incluso cuando se anuncia que el control de la prensa dejará de ejercerse directamente por el jefe de propaganda del Partido y pasa a manos de la agencia de noticias Xinhua, se multiplican los llamamientos e incluso las reprimendas para que nadie descuide su principal obligación: garantizar el éxito general de las políticas del Partido y evitar la pérdida o desaparición de los valores socialistas.

Jiang Zemin se ha esforzado por transmitir una imagen de modernidad y de confianza a su ciudadanía, rechazando cualquier posición defensiva en esta materia y debatiendo abiertamente con los líderes occidentales sobre tan delicada cuestión, no solo en privado sino también ante las cámaras (durante la visita de Clinton a Beijing en 1998, por ejemplo), elevando una estatura política en la que muchos no encontraban más que ligeros destellos de mediocridad. Li Peng, por el contrario, optaba por abandonar las conferencias de prensa cuando los periodistas se interesaban por la situación de los derechos humanos en China.

El sano combate al regreso de tradiciones ancestrales que han venido ocupando, especialmente en el campo, algunos vacíos abandonados por el Partido, ha coexistido con la esperpéntica prohibición de las antenas parabólicas, la negativa a aceptar la visita a sus cárceles de Cruz Roja Internacional, mil y una ejecuciones, continuas redadas de disidentes, etc. La represión de las reivindicaciones nacionalistas en Tíbet, Qinghai o Xingjiang o de los intentos de formalización de partidos de oposición, evidencian con claridad que el PCCh nunca consentirá de buen grado la existencia de una alternativa política real a su hegemonía. En todo caso, Jiang Zemin sí ha sido consciente de la necesidad de modernizar ciertas prácticas y huir de viejos estereotipos considerados tabú en el ideario socialista tradicional, si bien en ocasiones ha actuado más condicionado por imperativos de naturaleza externa (los derechos humanos forman parte sustancial del ámbito de la confrontación con el mundo occidental) que interna.


El nacionalismo de Jiang Zemin

Parece lógico que los éxitos de la reforma económica o los notables avances en materia de reunificación exalten el orgullo nacional y la confianza en la prosperidad y en el futuro del país. ¿Quiere ello decir que existe una apuesta por el nacionalismo? Sin duda ambos elementos permiten solidificar en mayor medida un magma nacionalista que se encuentra en el mismo origen de la revolución china. En tiempos de erosión y crisis de aquella legitimidad revolucionaria basada en el discurso socialista, el nacionalismo ofrece una coartada que permite ganar tiempo y cohesión social. A fin de cuentas, el patriotismo puede dejar a un lado por un tiempo las demandas democráticas. ¿Nacionalismo exacerbado? No lo creo. El hábil y controlado manejo de las graves crisis provocadas por el bombardeo de la embajada china en Belgrado o el caso del avión espía estadounidense interceptado sobre el cielo de Hainan, evidenciaron el enorme cuidado con que se maneja este asunto. Otra cosa es que la China de Jiang Zemin no haya interiorizado suficientemente el concepto de interdependencia mundial o que no renuncie a disponer de una política propia o a sacrificarla parcialmente en aras de un entendimiento con terceros, tanto a nivel externo, aún a costa de incordiar a Estados Unidos, como interno.

La modernización de su Ejército parece una consecuencia lógica de su desarrollo y a pesar de los significativos incrementos del presupuesto de defensa, aún se encuentra muy lejos de representar una preocupación seria o que pueda llegar en un tiempo próximo a sustituir a la economía como principal factor de proyección exterior.

La principal preocupación compartida por dirigentes civiles y militares y que afecta de modo neurálgico al discurso nacionalista es el problema de Taiwán. Las espectaculares celebraciones por la recuperación del control sobre Hong Kong y Macao no han podido opacar las múltiples tensiones surgidas en torno a la vieja Formosa que ha experimentado en la última década un vigoroso proceso de democratización y taiwanización. En este aspecto, Jiang Zemin no ha conseguido edificar un nuevo discurso capaz de seducir a los dirigentes de la isla, cada vez más radicalizados, para entablar un diálogo constructivo.

Si en relación a Hong Kong, el balance de los últimos cinco años lo resumía recientemente el cónsul general de Estados Unidos en la Región Administrativa Especial, Michael Klosson, en un almuerzo ofrecido en la Cámara de Comercio americana, al señalar que China ha respetado la aplicación del principio “un país, dos sistemas”, haciendo posible el éxito de esta transición, en Taiwán han encallado todos los buenos propósitos, ahogando el incipiente y prometedor diálogo iniciado en Singapur en 1993.

Si la fórmula “un país, dos sistemas” resulta claramente insuficiente para resolver el problema de Taiwán, no deja de ser una rareza la peculiar guerra fría que aún enfrenta a las dos Chinas, cada vez más aproximadas en lo económico y comercial y sin embargo más incomunicadas políticamente. Probablemente, Jiang Zemin quisiera poner la primera y decisiva pieza en el tramo final de la unificación que automáticamente le encumbraría en el glorioso espacio reservado a los grandes dirigentes. El impulsó las conversaciones de Singapur, las primeras directas desde 1949, que culminaron con el establecimiento de mecanismos de comunicación permanentes entre las dos partes y numerosas esperanzas de arreglo bilateral en temas delicados como la piratería aérea, la inmigración ilegal o incluso más de fondo como el sacrosanto principio de “una China”.

Pero la luna de miel duró muy poco y la resaca de aquel encuentro afectó a la sinceridad y confianza bilateral, probablemente por un exceso de optimismo y la utilización de un lenguaje un tanto indefinido, asi como por la intervención de terceros que China siempre ha recibido con una negativa y contundente respuesta. La decisión de Japón de invitar a Taiwán a la apertura de los Juegos Asiáticos y más tarde de Estados Unidos de conceder un visado al presidente Lee Teng-hui, en un clima general de deterioro de las relaciones comerciales con Washington, dieron al traste con las esperanzas e impulsaron una nueva fase en la actitud continental presidida por las reiteradas exhibiciones de fuerza. En agosto de 1995, Jiang Zemin hablaba de una nueva guerra fría con Estados Unidos a causa de Taiwán, suspendiendo visitas de sus ministros a Washington o expulsando a oficiales estadounidenses acusados de espionaje, mientras la fuerza naval del Pentágono se hacía presente en aguas taiwanesas. Jiang Zemin señaló entonces que “Taiwán será nuestro como sea”, mientras los misiles con carga hueca se disparaban frente a las costas de la isla rebelde.

La presión china sobre Taiwán no ha cesado, combinando todas las medidas posibles: continua realización de ejercicios militares intimidatorios, ensayos de invasión, rechazo de toda propuesta de diálogo, asedio internacional impidiendo el acceso de Taipei a la OMS o propiciando la ruptura de vinculos diplomáticos con países como Sudáfrica, la República Centroafricana o Corea del Sur, sanciones y amenazas contra aquellos países que suministran armas a Taiwán, etc. Mientras, en la isla, la coyuntural crisis de la Bolsa o el creciente nerviosismo de sus ciudadanos abrió camino a una grave fractura en el seno del nacionalista Kuomintang, derrotado en las elecciones presidenciales del 2000, y al ascenso del Partido Democrático Progresista de Chen Shui-bian, más firme aún en sus planteamientos respecto a la unificación con el continente. El miedo a una declaración formal de independencia instigó los excesos verbales de China. El propio Jiang debió moderar las amenazas de guerra abierta y el lenguaje belicista de los mandos militares. El actual impasse será uno de los legados más problemáticos de Jiang Zemin a su sucesor.


La inserción internacional de China

Desde el inicio de la reforma, el temor a la inestabilidad interna es seguido muy de cerca en las preocupaciones fundamentales de los dirigentes chinos por el miedo al aislamiento internacional. China no cerrará nunca más sus puertas al mundo. No solo porque ha ido demasiado lejos en su apertura sino porque ha interiorizado el retraimiento como causa de atraso y, paradójicamente, de dependencia e incapacidad para dirigir sus propios asuntos. La condena internacional por los sucesos de Tiananmen exigía un especial esfuerzo en este sentido que Jiang Zemin ha culminado a plenitud con una política exterior muy activa aunque no siempre coronada por el éxito y con serios contratiempos a raíz del 11S.

Jiang Zemin ha impulsado la reconciliación con el exterior procurando, en primer lugar, desactivar los principales ejes de conflicto. Asi ocurrió con la asunción del compromiso de la no proliferación nuclear, si bien han subsistido las suspicacias en este campo por sus estrechas relaciones con Irán o Pakistán o, más evidente aún, con sus contradictorios avances en materia de derechos humanos.

La diplomacia china consiguió en poco tiempo reorientar la situación de confrontación con el exterior surgida a raíz de los sucesos de Tiananmen. En el ámbito de la Unión Europea, conviene recordar que fue un ministro de exteriores español, Fernández Ordóñez, el primer representante occidental en visitar China para iniciar el borrón y cuenta nueva. Siete meses después, en diciembre de 1991, James Baker fracasaría en su primer intento de descongelar las relaciones bilaterales. La creación de una atmósfera de entendimiento, nunca exenta de tensiones, tendría que esperar hasta 1997, en la cumbre Clinton-Zemin, la primera en doce años, inaugurando un nuevo ciclo de encuentros presidenciales bilaterales que poco a poco aspira a sellar la anhelada reconciliación.

La búsqueda de la paz en su inmensa frontera ha reportado a China la solución dialogada de numerosos litigios que tradicionalmente la venían enfrentando con países como Vietnam o Rusia, decisivos no solo para evitar distracciones respecto de su indisimulable obsesión por el desarrollo sino también para asentar los pilares esenciales de una nueva política exterior basada en la creación de asociaciones estratégicas con las principales potencias y una progresiva integración en los foros regionales de seguridad del Sudeste asiático que permitiera la institucionalización de la distensión. La normalización se ha intentado también en otro signo, de alcance más político, con el establecimiento de relaciones diplomáticas, por ejemplo, con Israel. La gran asignatura pendiente sigue siendo el Vaticano. Una esperanza de acuerdo se atisbó con la visita del presidente del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz, Roger Etchegaray, en 1993, pero se frustró rapidamente.

Hasta el 11 de Septiembre de 2001, Jiang Zemin cosechó excelentes resultados en sus relaciones con Rusia vertebrando un mínimo entendimiento estratégico sobre premisas muy certeras: resistencia a admitir sin más la exclusiva hegemonía estadounidense, las compartidas dificultades con Japón, la desconfianza respecto de la política de ampliación de la OTAN (también vecina de China al participar Kazajstán en la Asociación para la Paz), el rechazo a la doctrina de ingerencia por motivos humanitarios o la posición común en diferentes conflictos, desde Irak a Oriente Medio.

La situación actual es sensiblemente diferente. A China le flaquea el entendimiento que pretendía privilegiado con Rusia y otros países centroasiáticos. Con Moscú, el reforzamiento de la confianza mutua desde el punto de vista político e incluso la cooperación en materia de economía o comercio, no parece fácil a la vista de las dificultades que enfrentan para poner en práctica el Tratado de Buena Vecindad, Amistad y Cooperación, firmado hace un año. Rusia, en mayor o menor medida, parece deslumbrada, como los antiguos aliados en la región, por los efectismos del desembarco estadounidense en Asia central, que incluso acepta en una zona tan delicada para sus intereses como es el Cáucaso, con la esperanza quizás de allanar el camino para la entrada en la Organización Mundial del Comercio.

Un doble mecanismo determina las relaciones del viejo Imperio del Centro con Estados Unidos: cooperación intensa en el ámbito económico y comercial (Estados Unidos es el segundo socio comercial de China y esta viene siendo el cuarto de Estados Unidos); competición en el ámbito estratégico e ideológico. ¿Podrán más los intereses comunes que las divergencias? Que China se mantenga lo suficientemente débil como para no convertirse en una amenaza para Estados Unidos parece hoy una condición sine qua non para que las relaciones bilaterales funcionen bien. El objetivo de alcanzar la modernización y convertirse en una potencia mundial no concuerda con el unilateralismo de Estados Unidos. Para Bush, China es un rival potencial, un futuro competidor militar con grandes recursos, de quien puede precisar para neutralizar a Corea del Norte, pero a quien nunca reforzará apoyando la estrategia de unificación con Taiwán. El terrorismo podría establecer una base estable para la cooperación, pero ni parece suficientemente sólida, ni comparten la misma definición del problema.

Jiang Zemin se ha visto obligado a redefinir a toda prisa sus prioridades exteriores para establecer una base regional consolidada que le permita afrontar el desafío estadounidense en la zona. Dueño de una posición clave en la región de Asia-Pacífico, Washington ha tomado, por primera vez, el espacio estratégico de la India y las áreas de unión de Asia central y el Medio Oriente, lugares controlados en un tiempo por Gran Bretaña, y ha llenado el espacio estratégico dejado por la ex URSS después de su desintegración, sin que llegara a ser ocupado por Rusia. En este contexto, en Beijing, son conscientes de que no le dejan mucho espacio para extender su influencia en Asia.

El despliegue estratégico en Asia central, el regreso a Filipinas después de retirar sus bases en 1992 con vistas a consolidar el dominio marítimo en el Sudeste asiático, etc, todo suena en China a presión. Cualquier análisis de las acciones militares de Estados Unidos permite descubrir que cada vez que este país lleva a cabo una empresa de este tipo lo hace pensando en objetivos de largo alcance, es decir, en la defensa de políticas de poder y de hegemonía, se afirma en Beijing, asi como en el establecimiento de un mundo unipolar. La visita de Bush a China en el pasado febrero no ha calmado los ánimos en Zhonnanghai pese a algunos intentos de evidenciar lo contrario.

De ahí la relevancia del establecimiento de la Organización de Cooperación de Shanghai, reunida en San Petersburgo hace unas semanas. Para China, esta nueva entidad es una cuestión de futuro y de confianza que pasa por la consolidación de su estructura. En ella participan, además de Rusia y China, Kazajstán, Kirguiztán, Tadjikistán y Uzbekistán. La aprobación de una Carta fundacional, el acuerdo para la creación de una agencia contra el terrorismo en la región (China está muy preocupada por el auge del extremismo en el Turquestán oriental), sientan las bases de un impulso con vocación de permanencia a través de la creación de un Secretariado permanente en Beijing. Esta política, sin duda, dará lugar a la hostilidad estratégica del Pentágono.


Hu Jintao y el futuro de China

A Hu Jintao le aguarda una difícil tarea. En el orden interno, deberá acompañar la imprescindible profundización de la reforma con la amortiguación de los costes sociales, manteniendo el liderazgo de un Partido que se acerca ya a los 65 millones de miembros. En el externo, sortear las dificultades de unas relaciones con Estados Unidos tan inevitables como problemáticas, propiciando una integración internacional que haga a China deseada por su aportación y no temida por su creciente poder. Solo así recuperará Taiwán. Una enorme tarea para quien solo aspira a servir a la patria con toda fidelidad (jing zhong bao guo).

 
 

Xulio Ríos é director do IGADI.

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ÚLTIMA REVISIÓN: 12/06/2002