Nos gustaría creer, quizás, que muy en el fondo, pudiera ser cierta la existencia de dos únicas formas de contemplar la realidad internacional, la de quienes agreden y los agredidos, los desarrollados y los subdesarrollados, quienes tienen petróleo y quienes no, quienes desean la paz y quienes la dinamitan cada día⦠Pudiera ser así, pero la realidad es mucho más compleja y el fin de la guerra fría nos ha demostrado a todos las múltiples carencias de una percepción basada en la simplicidad.
Desde el fin del mundo bipolar, la sociedad internacional vive inmersa en un momento de transición, en el que convergen tendencias contradictorias de muy diverso signo. Se revela, en cualquier caso, el carácter nefasto de una superpotencia que no cree en la legalidad internacional "único referente, con todas sus hipotecas, para reconducir las situaciones de conflicto" y que aspira a aprovechar el momento para reafirmar su hegemonía, basándose en el vector militar, como respuesta al desafío del terrorismo global, el nuevo enemigo postsoviético.
Pero el origen de buena parte de los problemas de la sociedad internacional de hoy día no radica solo en la seguridad, sino en el desarrollo. Y es inconcebible el éxito de cualquier estrategia de control y represión del terrorismo, sea cual sea su magnitud y naturaleza, sin abordar políticas estables y ambiciosas que faciliten escenarios de mayor igualdad y bienestar, de mayor libertad y democracia.
Nadie por si solo, por mucha capacidad militar que acumule, actúe o no de buena fe, puede aspirar a representar la solución a los problemas de la humanidad. La afirmación de una mínima multipolaridad, basada en la fuerza de la razón y la legalidad, en la cooperación y no en la confrontación, constituye una esperanza elemental para quienes aspiran a construir un mundo más justo y evitar neohegemonismos ambivalentes, vocacionados, al parecer, para democratizar el planeta y más allá, pero, a la vez, dispuestos a derrocar o torturar sin contemplaciones a quien ose ejercer la mínima disidencia.
La inexistencia de contrapoderes, equilibradores y disuasorios, facilita esta evolución. Una clave del futuro inmediato va a ser China. Si en el caso de la UE, Rusia o Japón, su poder económico se halla limitado por su minusvalía política, circunstancia que lastra su capacidad de influencia, China conserva aún resortes de independencia que en los próximos años se verán sometidos a numerosas tensiones. Entrar con sumisión en las redes del poder global o afirmarse como un referente independiente ocupará buena parte de los juegos de estrategia venideros. Los dirigentes chinos apuestan por la segunda opción y confían en poder manejar su progresiva integración en la economía y sociedad internacionales para reforzar su soberanía y no debilitarla. Pero su margen de maniobra es limitado y sus debilidades son manifiestas (desde Taiwán a la dependencia energética).
Abrir caminos a nuevos discursos con capacidad de proyección real exige contar con actores de peso en la sociedad internacional dispuestos a promoverlos. Esas variables existen hoy en forma germinal, a modo de contactos y alianzas Sur-Sur, con líderes y movimientos recelosos de cualquier estrategia supremacista. En el curso de esta década tendrán la oportunidad de afirmarse o diluirse, una elección simple, al cabo, pero que condensa todos los matices y sobresaltos de la nueva complejidad.