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América Latina: ¿Habrá llegado su hora? 

La educación ha sido tradicionalmente asociada con la noción de que la juventud es la etapa de la vida en la cual debe acumularse el máximo conocimiento académico posible. Ello, para enfrentar los retos subsiguientes de ésta. Mientras mayor sea el saber que se apertreche durante ese período, según dicha premisa, mayores serán las posibilidades de enfrentar con éxito las exigencias de un mundo altamente competitivo. No en balde, la deuda estudiantil en Estados Unidos alcanza al exorbitante monto de US$ 128.8 millardos, lo que se traduce en una deuda individual promedio de US$ 37.853 y en un plazo promedio de cancelación de la misma de veinte años. (Melanie Hanson, "Average Student Loan Debt", Education Data, Initiative, August 16, 2024).
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La idea que da sustento a una educación basada en la acumulación de conocimientos se topa, sin embargo, con un problema básico: La tecnología avanza con rapidez tal que es imposible determinar cuáles serán los conocimientos que permanecerán vigentes o resultarán útiles en pocos años. Hace una década Margie Warrell señalaba: “Los expertos en educación de adultos estiman que el 40% de lo que los alumnos de educación terciaria aprenden hoy resultará obsoleto dentro de una década, cuando les tocará trabajar en empleos que aún no han sido creados” (“Learn, Unlearn and Relearn”, Forbes, February 3, 2014).  A no dudarlo, el porcentaje de obsolescencia de los conocimientos adquiridos en la educación terciaria debe resultar hoy mucho mayor que hace diez años, cuando lo anterior fue escrito.

La noción de una tecnología en proceso de avance exponencial echa por tierra toda visión acumulativa y estática de conocimientos. Por el contrario, la educación continua a lo largo de la vida resulta la única forma de amortiguar el impacto de una “creación destructiva” que todo se lo lleva por delante. No obstante, la idea del aprendizaje continuo no puede identificarse con ir añadiendo nuevas capas de conocimiento a las ya preexistentes. Ello, por la simple razón en que toda atadura a lo que se conoce puede llegar a transformarse en si misma en la mayor rémora para seguir aprendiendo. 

En efecto, la capacidad de adaptación en medio de un entorno en permanente transformación requiere saber cuestionar y abandonar los paradigmas existentes. Fue Thomas Kuhn quien acuñó el término paradigma para referirse a un sistema de creencias que provee una visión coherente del mundo circundante. Una vez aceptados, según señalaba, estos sistemas de creencias resultan muy difíciles de desechar. Esto, pues las novedades emergen con dificultad y deben enfrentarse al entramado de expectativas creadas por la visión prevaleciente. (Alexander Bird, “Thomas Kuhn”, Encyclopedia of Philosophy, Stanford, 2004).

Sin embargo, la rapidez de los cambios que la Cuarta Revolución Industrial está trayendo consigo resultan de tal magnitud que sólo la posibilidad de aprender, desaprender y volver a aprender, en rápida sucesión, permitirá adaptarse a ellos.  No en balde, Alvin Toffler señalaba que los analfabetas del siglo XXI serían aquellos que no lograsen adaptarse a esa triple capacidad. (El Cambio de Poder, Barcelona, Plaza & Janes, 1994). Atarse a paradigmas resultaría, por consiguiente, la mayor expresión de analfabetismo.

Nuevamente, en palabras de Margie Warrell: “Desaprender es alejarse de algo. Es como remover pintura vieja. El pintor que necesita preparar una nueva superficie sabe que quitar las viejas capas de pintura le representa el 70% del trabajo a realizar, mientras que pintar de nuevo le significa apenas el 30%”. (Ibidem). En otras palabras, quien no esté dispuesto o capacitado para asumir una reinvención cognitiva periódica, quedará pura y simplemente fuera del juego. 

Es evidente que pretender competir con los ordenadores y la Inteligencia Artificial, en términos de sumatoria de conocimientos, es una labor sin sentido ni propósito. Es así que todo sistema educativo, en sintonía con la realidad circundante, debe cambiar sus métodos de enseñanza, enfatizando la creatividad, el pensamiento crítico, la adaptabilidad, la disposición al aprendizaje continuo, la capacidad de improvisación y la resiliencia. En sí misma, la simple acumulación de conocimientos resulta improductiva y crecientemente obsoleta. Ello resulta congruente con el hecho de que un iPhone contiene más información de la que se puede llegar a requerir a lo largo de toda una vida. La adaptabilidad a entornos fluidos, en cambio, resulta de importancia fundamental. Es ella la que capacita para aprender, desaprender y volver a aprender. 

Los latinoamericanos pareciéramos encontrarnos bien preparados para enfrentar esta realidad emergente. Junto a la posibilidad de movernos dentro de la lógica convencional, disponemos de un importante reservorio de intuición e imaginación con los cuales tendemos a impregnar a aquella. Esta mezcla, apta para enriquecer o distorsionar toda óptica perceptiva, potencia lo que se denomina como el pensamiento lateral. Es decir, la capacidad para visualizar los problemas y las situaciones desde una óptica no convencional. No en balde, el realismo mágico se ha constituido en la noción con la cual se identifica normalmente a la región. La capacidad de improvisación y la adaptabilidad, por lo demás, nos vienen dadas de manera natural. ¿Cómo poder sobrevivir, de otra manera, en medio de un entorno siempre signado por la imprevisibilidad? El método, la sistematicidad, la constancia y la disciplina nos resultan, en cambio, más difíciles de alcanzar. Es por ello que América Latina se ha constituido en la tierra del mañana nunca realizado. A cambio, somos perfectos exponentes de la flexibilidad. 

Bien pudiese resultar que la misma idiosincrasia que nos ha impedido dar el salto hacia el desarrollo, pudiese transformase en nuestra mayor virtud en los tiempos que se avecinan.