Nunca han sido fáciles las relaciones entre China y Japón. A los desencuentros históricos se unen ahora diferencias geopolíticas, litigios territoriales y la competencia económica, comercial y energética en un tiempo de transición en el que un nuevo mapa se está perfilando en la región. El repunte álgido del contencioso en torno a las islas Diaoyu/Senkaku refleja la fragilidad e inestabilidad de las relaciones bilaterales, siempre amenazadas por sombras de tensión difíciles de erradicar, pero también la respectiva pugna por redefinir el lugar de cada cual en el inmediato entorno asiático y, por añadidura, en el caso chino, el traslado de un claro mensaje de autoafirmación a EEUU.
Nunca han sido fáciles las relaciones entre China y Japón. A los desencuentros históricos se unen ahora diferencias geopolíticas, litigios territoriales y la competencia económica, comercial y energética en un tiempo de transición en el que un nuevo mapa se está perfilando en la región. El repunte álgido del contencioso en torno a las islas Diaoyu/Senkaku refleja la fragilidad e inestabilidad de las relaciones bilaterales, siempre amenazadas por sombras de tensión difíciles de erradicar, pero también la respectiva pugna por redefinir el lugar de cada cual en el inmediato entorno asiático y, por añadidura, en el caso chino, el traslado de un claro mensaje de autoafirmación a EEUU.
Para China, el entendimiento solo es posible a partir de una asunción por parte de Japón de sus responsabilidades históricas (la reparación de los daños infligidos durante la II Segunda Guerra Mundial) y una mayor implicación regional. A Japón, por otra parte, le resulta difícil encajar el despertar chino y sus consecuencias regionales, en especial en el entorno del sudeste asiático.
Ninguna de ambas capitales desea que ganen en trascendencia los diferendos históricos, las tensiones energéticas o las disputas en torno a Taiwán y las Diaoyu, pero la secuencia de pasos adelante y atrás complica, enerva y dificulta la capacidad mutua para ultrapasar sus diferendos y construir una relación con vocación transformadora de la región. Los agujeros de la relación bilateral no son de carácter económico, pero afectan a temas muy sensibles. En Beijing se ha reprobado a Tokio haber concedido un visado a la líder uigur Rebiya Kadeer. Igualmente, el hecho de que Japón permita a los residentes taiwaneses en su país registrarse como tales ha merecido una nota de protesta.
Desde 2005 existe un diálogo estratégico bilateral que nació con el propósito de desbloquear el desentendimiento que se vivía desde 2001, cuando Koizumi reanudó las visitas al santuario de Yasukuni, donde se venera a los fallecidos japoneses en combate, incluidos varios criminales de guerra. Hu Jintao mostró una actitud más favorable hacia Japón que la exteriorizada por su antecesor, Jiang Zemin, y apostó por una mayor integración regional, convencido de que así podría atenuar las tensiones bilaterales. Las esperanzas que despertó Shinzo Abe en 2006, quien eligió China como su primera visita al exterior, pronto se disiparon. El presidente chino visitó Tokio en 2008 tras otra anterior del primer ministro Wen Jiabao. Ambos porfiaban en la posibilidad de ganar terreno a las discrepancias para construir una relación bilateral a la altura de los requerimientos de un siglo XXI en el que Asia debería demostrar su mayoría de edad. Tras la victoria del PDJ (Partido Democrático de Japón) en 2009, muchos pensaron que mejorarían las condiciones para articular una mayor proximidad. Pero no fue así.
Hu Jintao acarició la idea de articular Asia como un poder regional hasta 2009. En la visita que realizó al Japón de Fukuda en 2008 se gestaba una posible refundación de Asia oriental con la mirada puesta en un entendimiento trilateral con Corea del Sur que daría sus primeros pasos a finales de ese año. En el entendimiento con Japón e India radica la clave para que el ascenso económico asiático pueda derivar también en una máxima incidencia política global, superando y acomodando las rivalidades naturales por el liderazgo. Pero ni Japón ni India aceptan fácilmente un liderazgo chino, al menos si este se plantea en su forma tradicional. Tampoco EEUU.