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Armonía: ¿dentro y fuera?

 Estatua de Confucio, clic para aumentar
Es verdad que, como dicen algunos pensadores chinos, ningún pueblo en el mundo se ha planteado como objetivo, como ha hecho China en el siglo XX, la liquidación de su propia cultura. Esa trayectoria, en buena medida de autodestrucción, ha dejado un poso difícil de reconsiderar: la idea de que las tradiciones y los valores que incorpora son sinónimo de atraso y contrarios a la libertad y a la democracia. La promoción que hoy realiza el PCCh de valores y actitudes confucianas acentuaría esa percepción, permitiendo esquivar la reforma del sistema político, ahondando en aquellas “singularidades” de su cultura que le alejan de los patrones occidentales. (Foto: Estatua de Confucio en el Templo dedicado a este filósofo chino en Beijing).
 

Armonía es la palabra más repetida en los discursos políticos en la China de hoy. De Confucio a Lao Tsé, la armonía ha formado parte de su identidad cultural, se diría que desde todos los tiempos. Después del Movimiento de 4 de Mayo de 1919 (contra Confucio y el confucianismo), Mao quiso hacerla polvo, yendo más allá de una simple crítica para propiciar su completa liquidación, atacando de forma sistemática el confucianismo, sus principios y nociones, equiparado a legado feudal, responsable del atraso chino. Pero no pudo. El año pasado, por primera vez, las autoridades comunistas de Qufu, lugar natal de Confucio, participaban en los actos de homenaje al filósofo.

Hu Jintao y el PCCh resucitan la armonía con un propósito utilitarista, combinando la toma de conciencia acerca de la importancia de las tradiciones para hacer renacer el alma china con la necesidad de poner en valor ciertas virtudes que hagan frente al individualismo y materialismo en boga y a otros fenómenos ajenos que generan preocupación. Esa mirada hacia atrás puede encontrar terreno abonado en una sociedad que ha perdido cierto sentido de la moral e incluso el apetito cultural. Pero la armonía no solo es un principio filosófico. En el plano interno, cuando tantas amenazas de fractura asoman por el horizonte, su necesidad es exaltada como referencia clave para acertar en la gestión de las muchas contradicciones del proceso de reforma. Cultura y política van de la mano. Pero ¿es válida también la armonía para la solución de las crisis internacionales? ¿Puede el mundo ser armonioso? ¿Qué papel juega la cultura en la renovada proyección internacional de China?

Buscando acomodo en el nuevo mundo que tanto ayudan a cambiar y con el propósito de disipar los temores suscitados por su despertar, los dirigentes chinos han hablado primero de emergencia pacífica, después de desarrollo pacífico, y ahora Hu, complementa la apuesta china con la formulación del objetivo de construir un mundo armonioso. ¿Es exportable la armonía china? Hu Jintao ha hablado de ella en la cumbre con África, en la reunión de la APEC, en sus visitas por el sudeste asiático o Asia meridional, etc. Se diría que es la llave con la que pretende administrar la renovada influencia de China en el mundo y la marca que China propone como modelo a los demás países. Una opción que contrasta y mucho con la propuesta que EEUU lleva a la cumbre de Riga de la OTAN: nada menos que incluir como socios a Australia, Corea del Sur y Japón, entre otros, lo que se asemeja mucho a la intención de completar el cerco estratégico a China.

A priori, la formulación de un mundo armonioso no plantea contradicciones con los cinco principios de la coexistencia pacífica, que siguen siendo la piedra angular de su concepción de las relaciones internacionales. De ellos, el elemento central para preservar la armonía es la soberanía, es decir, la no ingerencia de uno en los asuntos internos de otro. Pero ¿puede este precepto garantizar mejor la armonía en el mundo? ¿Cuándo debemos quedar de brazos cruzados cerrando los ojos y taponando los oídos ante las injusticias? ¿Cuándo esa inhibición supone apoyar a una dictadura o simplemente dejar que las respectivas sociedades tomen las riendas de sus propios asuntos? Frente a la ingerencia, China propone diálogo sin exclusiones y compromiso. De esa forma, también visibiliza un modus operandi radicalmente distinto al empleado por las potencias occidentales, en especial EEUU, que despliega una política juzgada como precipitada, peligrosa y desestabilizadora.

China deslumbra por su crecimiento económico, pero su sistema político no seduce al mundo. Y tiene un problema, el de cómo transformar su cultura en un poder blando que haga más seductora y atractiva su creciente influencia internacional. Huyendo de la discusión acerca de que se debe entender por cultura china, un concepto sobre el que aún discuten ““sin ponerse de acuerdo”“ los especialistas chinos, detrás de la promoción del Instituto Confucio no sólo está el negocio del idioma, que puede deparar grandes beneficios, sino también la proyección cultural y de su imagen en el exterior, estableciendo un nuevo marco de entendimiento entre China y Occidente.

Es verdad que, como dicen algunos pensadores chinos, ningún pueblo en el mundo se ha planteado como objetivo, como ha hecho China en el siglo XX, la liquidación de su propia cultura. Esa trayectoria, en buena medida de autodestrucción, ha dejado un poso difícil de reconsiderar: la idea de que las tradiciones y los valores que incorpora son sinónimo de atraso y contrarios a la libertad y a la democracia. La promoción que hoy realiza el PCCh de valores y actitudes confucianas acentuaría esa percepción, permitiendo esquivar la reforma del sistema político, ahondando en aquellas “singularidades” de su cultura que le alejan de los patrones occidentales.

En la propia China, no obstante, para algunos, esa idea de que la reeducación confucianista puede permitir la transmisión de principios de buena conducta en un momento de cierto desconcierto interior debido a los efectos de la mundialización, no es más que otra forma de conservadurismo cultural, que se basa en la idea de que cada país no solo debe conservar y desarrollar su propia cultura, sino que, además, debe decidir que acepta y que no de las culturas extranjeras, abundando en la tesis de la especificidad oriental, que niega o minusvalora valores y principios que para otros, considerando tal planteamiento como exaltación de lo primitivo, son patrimonio común de la humanidad.

¿En qué medida los problemas de China son fruto de su propia tradición y no solo de la innovación sugerida en las últimas décadas? Y si lo son, ¿cómo puede ayudar la cultura tradicional china a resolver problemas similares presentes en la civilización occidental? ¿Es naturalmente conciliable la indulgencia y la afabilidad que se preconiza al sugerir la armonía con la implacabilidad tantas veces adoptada por los dirigentes chinos en el plano interno? ¿Puede la armonía ser incoherente? Y si no es así, ¿Qué armonía propone China fuera? ¿La de dentro?