La dependencia de la industria a las finanzas que habría de afianzarse hace algunas décadas en Estados Unidos, haría de la rentabilidad trimestral la base para medir el éxito o fracaso de las empresas. Ello proyectará sobre éstas enormes presiones competitivas, propiciando un esfuerzo feroz por la reducción de costos productivos. Este fenómeno se vería complementado posteriormente por otros dos. El primero, la globalización, producto del salto cuántico en las tecnologías de las telecomunicaciones, la información y el transporte. El segundo, la incorporación al mercado laboral global de 1,3 millardos de chinos, 1,2 millardos de indios e ingentes cantidades de indonesios, filipinos o vietnamitas, ofreciendo una mano de obra mucho más barata. La convergencia de estos tres fenómenos se plasmará en las llamadas cadenas de suministro. Mediante las mismas, las distintas fases de un mismo proceso de manufactura se llevan a cabo en diferentes países buscando la mano de obra más económica para cada componente a fabricarse. Ello se logra gracias a la posibilidad de movilizar y dar seguimiento logístico a multitud de piezas y partes que se mueven en diferentes direcciones antes de llegar a su fase de ensamblaje final. En síntesis, la mercancía a la venta es producto del trabajador de menor costo en cada fase de proceso. Bangladeshis, filipinos o vietnamitas compiten entre sí para hacer más económico el precio de su sudor.
La dependencia de la industria a las finanzas que habría de afianzarse hace algunas décadas en Estados Unidos, haría de la rentabilidad trimestral la base para medir el éxito o fracaso de las empresas. Ello proyectará sobre éstas enormes presiones competitivas, propiciando un esfuerzo feroz por la reducción de costos productivos. Este fenómeno se vería complementado posteriormente por otros dos. El primero, la globalización, producto del salto cuántico en las tecnologías de las telecomunicaciones, la información y el transporte. El segundo, la incorporación al mercado laboral global de 1,3 millardos de chinos, 1,2 millardos de indios e ingentes cantidades de indonesios, filipinos o vietnamitas, ofreciendo una mano de obra mucho más barata. La convergencia de estos tres fenómenos se plasmará en las llamadas cadenas de suministro. Mediante las mismas, las distintas fases de un mismo proceso de manufactura se llevan a cabo en diferentes países buscando la mano de obra más económica para cada componente a fabricarse. Ello se logra gracias a la posibilidad de movilizar y dar seguimiento logístico a multitud de piezas y partes que se mueven en diferentes direcciones antes de llegar a su fase de ensamblaje final. En síntesis, la mercancía a la venta es producto del trabajador de menor costo en cada fase de proceso. Bangladeshis, filipinos o vietnamitas compiten entre sí para hacer más económico el precio de su sudor.
Por otro lado, la revolución en la tecnología de la información, también consolidada en estas últimas décadas, se evidencia a través de la llamada Ley de Moore. En su esencia esta última formula que el poder de la computación se duplica cada dos años. Así, un teléfono celular contiene hoy la capacidad de un ordenador personal de hace unos años, el cual a su vez resultaba más completo que un ordenador central de pocos años antes. El software, de su lado, avanza también a velocidad pasmosa. Un teléfono celular con un programa de ajedrez “Pocket Fritz 4” puede vencer a un gran maestro de ese juego. La robótica no se queda atrás y también allí, como señala Tim Harford, aplica la Ley de Moore (“The robots are coming and will terminate your Jobs”, Financial Times, 27 diciembre 2013). De los robots industriales se está pasando a los robots de “servicio”, según afirma Tom Standage. Es el equivalente al salto de un ordenador central a una ordenador personal (“At your service”, The Economist: The World in 2014). Todos estos fenómenos convergen en una misma dirección: la posibilidad de eliminar del mercado a una gigantesca cantidad de puestos de trabajo que hasta fecha reciente sólo podían ser desempeñados por seres humanos. Ello se materializa en una masa humana que a pesar de tener disposición y capacidad para trabajar va perdiendo valor económico para el empleo.
Lo anterior genera una terrorífica competencia por la búsqueda de una mayor rentabilidad entre la mano de obra más barata de Asia y la tecnología supresora de empleos del mundo desarrollado. Ello afecta gravemente al tejido social de ambos. Para los primeros porque deprime de manera deliberada y sistemática el costo de su mano de obra. Para los países desarrollados porque conduce a lo que Alan Manning del London School of Economics ha bautizado como la “polarización del empleo” y David Author de MIT ha llamado la “desaparición del medio”. Es decir, el fenómeno mediante el cual sólo los empleos situados a los extremos de la escala laboral siguen creciendo. De un lado aquellos de muy alta calificación profesional, sobre todo en el área científico-tecnológica. Del otro, los empleos de baja remuneración y estabilidad en el área de los servicios. Los empleos situados entre los dos grupos anteriores, sin embargo, se van haciendo crecientemente redundantes.
Pero la lucha entre bangladeshis y robots afecta también las posibilidades económicas de los países que confrontan la llamada “trampa del ingreso medio”. Es decir, aquellos países incapacitados para competir en mano de obra o en tecnología intensivas. Allí, precisamente, cae América Latina. Estas naciones se van viendo acorraladas dentro del sector de los recursos naturales como único renglón viable de exportación, mientras las mercancías de menor costo procedentes del exterior inundan sus mercados domésticos, dando al traste con sus industrias. Ello las somete a la volatilidad propia del sector de los “commodities”, al tiempo que las coloca merced de los avances tecnológicos susceptibles de sustituir a las materias primas de las que dependen. En síntesis, unas perspectivas nada halagüeñas.
En definitiva, esta competencia entre la mano de obra de menor costo y la tecnología más avanzada no augura nada bueno.