Chechenia: el desafío de Putin

La guerra de Chechenia se ha instalado en una nueva fase de su largo desarrollo. Bien alejada del rápido final vaticinado por el presidente ruso Vladimir Putin, a las frecuentes escaramuzas en la república norcaucásica se ha sumado una ampliación consolidada del teatro de operaciones del conflicto, con proyecciones que afectan a los sujetos territoriales limítrofes y al mismísimo corazón de Rusia. La facilidad con que se desplazan sobre el terreno los milicianos y terroristas chechenos dan cuenta de la paradójica debilidad del aparato policial y de seguridad ruso cuando uno de los máximos conocedores de sus interioridades se halla al frente del país.

Pero esa ausencia de un sistema de seguridad eficaz no es el único problema de las autoridades policiales y políticas de Rusia. El problema de fondo es mucho más complejo y afecta sobre todo a la acumulación de mil y una deficiencias en los servicios secretos y, más aún, al alargado manto de corrupción de la policía que prefiere cerrar los ojos ante la evidencia de un delito que puede estar a punto de cometerse, antes de jugarse la vida frente a individuos sospechosos de participar en actividades criminales. La consecuencia es que el gobierno resulta material y visiblemente incapaz de proteger a sus ciudadanos y por mucho que Putin, anunciado adalid de un estado fuerte y poderoso, prometa mejoras para el futuro, la magnitud de sus desafíos es de tal calibre que solo con mucho optimismo cabe albergar un mínimo de esperanza.

Los sucesos acaecidos en Rusia en este verano de 2004 y que algunos, incluido el propio Putin en una comparecencia televisiva del día cuatro de septiembre, se han apresurado a comparar con el 11S de EEUU, han revelado toda la crudeza del callejón sin salida en que se halla el problema de Chechenia. Primero fue el derribo de dos aviones de pasajeros el 24 de agosto, con un balance de casi cien muertos; una semana más tarde, el atentado suicida en una estación de metro de Moscú que provocó el fallecimiento de una decena de personas. Por último, la toma de rehenes en una escuela de Beslan, en Osetia del Norte, república caucasiana, y que se saldó con cientos de muertos, muchos de los cuales eran niños de corta edad. Lo revelador de esta última acción, además de la elevada cifra de secuestrados, se cree que unos mil doscientos, ha sido la crueldad con que han actuado los autores de la operación, e, igualmente, la torpeza de las autoridades policiales que no han sabido manejar la crisis garantizando lo más importante, la seguridad y protección de la vida de las personas secuestradas.

El presidente Putin se ha empeñado en ver en esa acción, que ha horrorizado a toda la sociedad mundial, la actuación de fuerzas oscuras y exteriores empeñadas en dañar a Rusia. Es el terrorismo internacional, dijo, de la mano de Al Qaeda y con la complicidad de algunos países que desean debilitar a Moscú; son ellos quienes están detrás de este intento desestabilizador y criminal. Para argumentar esa acusación se apoya en la reivindicación del doble atentado aéreo por parte de las Brigadas Istambuli, o la simultaneidad de las acciones, un modus operandi propio de Al Qaeda, o en la sugerida presencia árabe, incluso negra, entre los secuestradores de Beslán. Pero con posterioridad, el propio FSB (Servicio Federal de Seguridad) ha debido reconocer la inexistencia de ciudadanos árabes en el grupo, y del supuesto negro nunca más se supo.

Bien es verdad que algunos chechenos han luchado al lado de los talibán en Afganistán y que un puñado de militantes islamistas seguidores del mulá Omar se han refugiado en Chechenia y en Georgia, en el valle de Pankisi. A Shamil Basayev se le ha acusado de entrenar equipos de kamikazes y de mantener vínculos financieros con estados del Golfo y de Oriente medio. En 1995, según algunas fuentes, llegó a establecer una alianza con el saudita Jatab. Ambos han conducido en 1999 una rebelión armada en Daguestán. Pero los servicios de inteligencia occidentales estiman que menos del 20% de la población chechena apoya o tiene simpatía por el movimiento islamista. Su combate es por la independencia nacional.

A pesar de ello, el mensaje estaba claro: la componente chechena es solo una anécdota, lo importante es la magnitud del desafío, ante el cual "nosotros", los rusos, debemos reaccionar. Así pues, no estamos ante las consecuencias de la política que el Presidente y su gobierno han venido aplicando en Chechenia desde 1999. A Putin nada parecido se le pasa por la cabeza. El país, eso es lo que importa, debe unirse frente al enemigo exterior, tomando buena nota además de la ambigüedad de aquellos países occidentales que no comprenden su punto de vista e insisten en prestar apoyo y conceder asilo político a los líderes chechenos en el exilio.

Para Putin es útil verlo así. De esta forma atrae la simpatía de una América que está en guerra contra el terrorismo, y a la que suma la fácil comprensión de Sharon, que puede informar sobre las ventajas y desventajas de disponer de manos libres para actuar en un territorio ocupado. Francia y Alemania, a quien les une la oposición a la guerra de Bush, ejercen una crítica muy matizada, mientras China aplaude las reacciones de Putin. Todo ello facilita correr un tupido velo, e incluso olvidar, sus violaciones de los derechos humanos. Cuando la Unión Europea pidió explicaciones por el asalto a la escuela en Beslán, el titular de exteriores ruso, Serguei Lavrov, le acusó simplemente de blasfemar. Bruselas recogió velas rápidamente. Nadie quiere enfadar a Putin. Bastante desgracia tiene.

Su popularidad en el conjunto del país, 70% en los sondeos, no se va a ver afectada por estos sucesos. Los rusos están acostumbrados a comprobar como sus dirigentes conceden poca importancia a la vida humana y se especializan en lanzar asaltos sin pensar excesivamente en las consecuencias para los rehenes. Negociar está simplemente descartado. La manera en que Putin ha movilizado a la ciudadanía, convocando una manifestación para el día 7 de septiembre en Moscú, deja en evidencia su deseo y capacidad para cultivar el orgullo y el chauvinismo gran-ruso. "Rusia no se pondrá de rodillas ante los terroristas", se clama desde el gobierno, mientras se multiplican las referencias al período soviético (comparando la guerra contra el terrorismo con la victoria sobre el fascismo hitleriano en 1945) para hacer olvidar sus gravísimos errores.

Frente a estos manejos, la oposición, derrotada en las legislativas de diciembre de 2003 está dividida y extenuada. Nadie se ha escandalizado porque el presidente haya rechazado la propuesta de crear una comisión de investigación para conocer lo que ha sucedido de verdad en Beslán o exigido en serio responsabilidades a alguien por este drama infame.

Con esa misma suficiencia cabe interpretar el anuncio de una recompensa de ocho millones de dólares por la cabeza de los separatistas (que estos han contestado poniendo precio a la cabeza de Putin en un gesto abiertamente displicente), la amenaza de lanzar ataques contra las bases de los terroristas allá donde se encuentren (incluso en el exterior, lo que parece contradictorio con el respeto a la legalidad internacional), las acciones de "peinado" del terreno con todo su arsenal más sofisticado y moderno para dar caza y captura a los insurgentes… Pero ¿será suficiente? Putin, al igual que Sharon o Bush, comparte la idea de que el terrorismo puede ser vencido mediante la adopción preferente y prácticamente exclusiva de medidas de fuerza y que las negociaciones con los rebeldes, bandidos o terroristas, deben ser totalmente excluidas. Sin embargo, el ciclo de la violencia se perpetúa a si mismo y en esas condiciones, es difícil atisbar una salida clara y victoriosa. Nuevas generaciones de combatientes suceden a las anteriores y en muchos casos con mayor determinación y menos sujeción a la más elemental racionalidad política que la de sus predecesores. Pero por muy repugnantes y condenables que sean sus acciones, más tarde o más temprano, habrá que actuar sobre sus motivaciones y para ello es indispensable una aproximación política al problema.

Una espiral sin fin y de larga tradición

Se pueden entender estas últimas acciones como una respuesta a los crímenes cometidos por las fuerzas rusas en Chechenia? La espiral de la violencia ruso-chechena se ha venido manifestando de forma especialmente intensa desde el comienzo de 2004. En febrero, unos desconocidos, al parecer integrantes de los servicios secretos rusos, asesinaban en Qatar al líder independentista, Zelimján Yandarbíev, quien residía como refugiado en Doha. Yandarbíev fue el sucesor del padre de la independencia chechena, Dudaev, después de su asesinato por las fuerzas rusas. Con Yeltsin avaló la paz de Jasaviurt que puso fin a la primera guerra ruso-chechena del periodo postsoviético, si bien perdió las elecciones de 1997 en las que resultó elegido Aslán Masjadov, quien aún ejerce como presidente formal de la república. Desde entonces, Yandarbíev venía apoyando la causa chechena desde el exilio. Y no parecía el rival más preocupante, aunque si un blanco fácil para subir la moral en la política caucásica de Rusia.

La dinámica del ojo por ojo y diente por diente no se hizo esperar y de forma mucho más desestabilizadora y grave. El 10 de mayo, en pleno desfile militar del Día de la Victoria, saltaba por los aires el palco presidencial en el que se hallaba el mandatario proruso de la república, Kadirov, descabezando una de las piezas clave de la estrategia del Kremlin en la región. Masjadov se apuró a condenar el atentado, pero las acciones guerrilleras, fuera de su alcance y control, se han ido sucediendo de forma ininterrumpida desde entonces, incluso mostrando señales claras de un salto cualitativo, superador de las actuaciones a base de emboscadas, minado y atentados selectivos. Buena prueba de ello han sido el asalto en Nazran, en la vecina Ingusetia, causando numerosas muertes y heridos; o el asesinato del ex vicepresidente de Chechenia, Yakov Sergunin, número dos de Kadírov.

Frente a esta situación, los intentos del presidente Putin por recuperar la iniciativa se han quedado en meras declaraciones y estudiadas apariciones públicas, organizadas con suficientes garantías para evitar demostraciones de la explicita indignación cívica. Los viajes por sorpresa a Chechenia o a Nazran, seguidos de nuevos anuncios de aniquilación de la guerrilla, aumento de efectivos militares, destituciones de generales o jefes del Estado Mayor, remodelación de los servicios de seguridad, más anuncios de creación de un nuevo Ministerio, etc., son la prueba palpable de un fracaso y una muestra contundente e inapelable de la ineficacia de quienes han dirigido la guerra contra los chechenos.

Que Chechenia no es cosa fácil es bien sabido. Su historia es la de una rebelión duradera que se inició en la época zarista, a mediados del siglo XIX. Como prueba la guerra del Cáucaso (1817-1864), bien caracterizada por la resistencia (1834-1859) del legendario Shamil contra el zar. En octubre de 1917, los chechenos crearon la República Confederada de las Montañas (1918-20), reemplazada muy pronto por la República Soviética de las Montañas (1921). Como todos los pueblos del Cáucaso, los chechenos quedaron profundamente marcados por la época estalinista. Entre 1943 y 1944, un gran número de ciudadanos del Cáucaso, se habla de hasta dos millones de personas, fueron deportados a Siberia y Asia Central, acusados de haber colaborado con los alemanes. Algunos pudieron regresar a la región después de la muerte de Stalin, creando nuevas realidades geodemográficas de difícil convivencia, a pesar de la consideración formal de pueblos hermanos en el lenguaje comunista de la época. En 1957 recuperan la autonomía formando una misma República con la vecina Ingusetia. La desaparición de la URSS plantea el desafío de la soberanía de Chechenia frente a la Federación. Si Rusia se hacia independiente de la URSS, por qué los chechenos no podían seguir también su camino hacia la independencia?

Ahora, décadas después, ya en el siglo XXI, Chechenia se erige en epicentro de una región convulsa, en la que los conflictos interétnicos y las tentaciones secesionistas (Osetia del Sur respecto a Georgia, Nagorni Karabaj respecto a Azerbaidján, o Chechenia respecto a Rusia, por citar solo algunos ejemplos) pueden exacerbarse en cualquier momento.

Las dos guerras del período postsoviético han causado ya la muerte de más de un cuarto de millón de personas y cientos de miles de desplazados y refugiados, civiles en su inmensa mayoría. La primera, impulsada por Yeltsin en diciembre de 1994, concluyó con un acuerdo de paz rubricado en agosto de 1996, después de que el Ejército ruso cosechara una severa derrota. La segunda, provocada en octubre de 1999 por un Vladimir Putin deseoso de lavar aquella afrenta e impulsar su candidatura a la Presidencia de la Federación, no tiene aún escrito su final.

El vencedor del primer conflicto, Aslán Masjadov, un brillante estratega militar, fue elegido en 1997 Presidente de Chechenia. Como tal fue reconocido inicialmente por Moscú, si bien hoy vive refugiado en unas montañas que las tropas del Kremlin se empeñan en recorrer metro a metro para capturarle vivo o muerto. Su perfil moderado le ha causado grandes problemas a medida que el conflicto ganaba en radicalización y hoy puede afirmarse sin temor a equivoco que se ha visto desbordado por los más extremistas: no solo por el islamista Shamil Basayev, responsable entre otras acciones de la toma de rehenes del teatro Dubrovka de Moscú en octubre de 2002, sino incluso por sus propios partidarios. Masjadov es el referente preferido de algunos países occidentales y también de algunos grupos de chechenos exiliados, pero es dudoso que lo sea ya de sus propios compatriotas, incapaces de asumir en el actual contexto una política de paños calientes. Putin no ha querido implementar una estrategia diferenciada para tratar con el, por temor a afianzarle como el único camino a la paz.

La resistencia chechena

Una particularidad importante de Chechenia es la de constituir un espacio cerrado con una topografía accidentada. De inspiración nacional o islamista, la resistencia chechena ha aglutinado todas las características políticas, económicas, sociales y culturales de esta zona enclavada. El territorio checheno se compone de dos partes bien diferenciadas, una llanura y las zonas montañosas. En 2001, Ajmed Nujaev, un antiguo jefe de los servicios secretos del presidente Dudaev y vice primer ministro bajo el gobierno de Yandarbiev, defendió la partición: el norte del territorio podría quedar en la Federación, mientras que el sur montañoso podría constituir un Estado independiente. Hoy los rusos controlan la llanura, mientras que la resistencia controla las montañas. La estrategia de las tropas rusas solo puede ser defensiva, la zona montañosa permite programar emboscadas, establecer campos de entrenamiento y facilita la comunicación a través de las fronteras. Al pie de las montañas, la capital Grozni es un blanco fácil y vulnerable para los ataques de la guerrilla.

La estructura social chechena es bien antigua, organizada en torno a grupos comunitarios "un total de 9 que se corresponden con las nueve estrellas que figuran en la bandera chechena-, clanes de base geográfica y divididos en diversas ramas, agrupados en torno a familias alargadas y a las que se superpone una subdivisión confesional sufí. Las dos cofradías, la Naqchbandiya, en el siglo XVII, y la Qadiriya, mitad del siglo XIX, han desempeñado un papel clave en la regulación de las crisis internas. Su rivalidad nunca ha derivado en enfrentamientos armados y sus diferencias siempre se han opacado ante la necesidad de salvaguardarse contra la intrusión de elementos exteriores. La primera, más intelectualizada, arabista y con una posición social dominante, es partidaria del dialogo con Moscú; los miembros de la segunda, establecidos en la montaña, han proporcionado la base social de la revolución. No obstante, la fragmentación se ha mantenido y ello ha sido un freno a la unidad y por consiguiente un serio problema para la organización de un país, ya sea de orientación nacionalista o islamista.

El hecho religioso ha acompañado el despertar de la identidad chechena. La resistencia se ha apoyado en el para obtener la solidaridad de los religiosos contra Rusia. Los independentistas han impuesto el Ramadán como practica o impulsado las peregrinaciones a la Meca, tratando con ello de superar aquella complejidad social, reforzar la legitimidad y fortalecer la unidad chechena frente a Moscú. Pero al apoyarse sobre las repúblicas musulmanas del Cáucaso y sobre la diáspora chechena establecida en los estados arabo-musulmanes, los independentistas no han sabido aprovechar todo el poder de lo religioso como instrumento de movilización. El Islam radical se ha implantado en la región con el apoyo de misioneros saudíes y jordanos que han predicado la palabra wahabista, incompatible con el sufismo.

¿Intangibilidad de las fronteras o autodeterminación nacional?

La guerra de Chechenia constituye una paradoja en las relaciones internacionales. Se desarrolla ante la indiferencia general de la comunidad internacional pero suscita inquietudes colectivas. Se trata un conflicto tradicional entre dos principios del derecho internacional: la intangibilidad de las fronteras contra la autodeterminación de los pueblos. Pero a ese clasicismo se superpone una novedad, la de la crisis del estado ruso, que debe hacer frente a los desafíos de la mundialización y a las guerras étnicas en esta región, que ha sido siempre objeto de rivalidades políticas y económicas.

La causa chechena se ha categorizado por la comunidad internacional en el conjunto de crisis de la posguerra fría. Europeos y estadounidenses han ejercido siempre una crítica cautelosa con respecto a Moscú. Lo primero ha sido siempre la estabilidad del régimen, las reformas económicas, la transición democrática. Polonia, Azerbaiján, Georgia o Lituania han expresado sus simpatías por Grozni. Los regimenes árabes han prestado ayuda humanitaria. Afganistán, Pakistán, Arabia Saudita y Turquía han apoyado abiertamente por un tiempo a los chechenos. A medida que estos han desarrollado mensajes antioccidentales y que los llamados a la yihad se han acentuado, han ido perdiendo apoyos, lo que no ha impedido un cierto ascenso de un Islam radical que ha facilitado la identificación por parte de Rusia como su enemigo principal.

Si la primera guerra chechena (1994-96) se planteó como una operación de restablecimiento del orden, esta segunda responde a la lógica de Putin de restaurar el Estado y restablecer lo que ha llamado la "vertical del poder", siguiendo cuatro líneas de actuación esenciales.

En primer lugar, impulsando la restauración de la unidad de la Federación Rusa, aunque ello suponga la realización de operaciones militares para evitar la implosión del estado. Al margen de Chechenia, ninguna otra republica ha llegado a expresar claramente sus intenciones separatistas. La estrategia del diálogo estaba apoyada por Masjadov quien demostró en 1996 que era capaz de hacer las paces con sus rivales. Pero en la lógica del conflicto checheno existe otra componente que le ha llevado a formar parte instrumental del juego político ruso, siendo primero moneda de cambio en las diferencias entre Berezovski y Yeltsin, y después del ascenso de Putin, presidente interino entre agosto de 1999 y marzo 2000, a la máxima jerarquía del poder, toda su fulgurante escalada se desarrolla en paralelo al incremento de la barbarie en Chechenia, de forma tal que la consolidación de su poder es inseparable de la demonización de Chechenia ante la sociedad rusa.

En segundo lugar, la campaña militar en Chechenia forma parte de la estrategia de restablecimiento de la seguridad en la Federación rusa. La guerra ha servido para identificar un enemigo responsable de las frustraciones de la población. Como consecuencia, el aumento de la xenofobia, crímenes racistas y otras acciones de carácter discriminatorio es un hecho inapelable. La lucha contra la criminalidad y el fundamentalismo han pasado a preocupar más mayoritariamente que las crisis derivadas de una dura transición social que ha pauperizado a amplias capas de la población.
Por otra parte, la determinación del ejército ruso de activar las hostilidades en Chechenia ha ralentizado la reforma de las fuerzas armadas de cara a su modernización y profesionalización que debería finalizar en 2007. Chechenia ha facilitado el reforzamiento del lobby militar en el seno del aparato del estado.

En tercer lugar, la guerra de Chechenia es inseparable de una visión regional presidida por la necesidad de retomar el control del Cáucaso, un imperativo en términos geoestratégicos para Rusia. Someter Chechenia es el primer paso de una recuperación de la tradicional influencia en los estados transcaucásicos y del control del boyante mercado petrolero que fluye por la zona. Moscú imagina el equilibrio regional utilizando la carta de la integración económica a través del control de las infraestructuras industriales de los tres estados transcaucásicos a cambio de la supresión o reducción de sus deudas con Rusia. En medio, la construcción de oleoductos y el juego petrolero que disputan georgianos, azeríes, estadounidenses, turcos, iraníes, etc.

En cuarto lugar, Rusia ha intervenido en Chechenia en nombre de la lucha contra el terrorismo internacional. Putin fue de los primeros jefes de estado en expresar a Bush su respaldo tras el 11S. La retórica de la deliberada confusión entre problema checheno y terrorismo islamista, que es solo una parte de la cuestión, le permite incluir el tema de la guerra chechena en la agenda de las relaciones ruso americanas sin temor a críticas, justifica sus duras operaciones de pacificación y reduce a la mínima expresión las reservas occidentales.

Tregua y diálogo o guerra y terror

La multiplicación de atentados no es consecuencia de un cambio de táctica de la resistencia en la que la practica terrorista sustituiría a la guerrilla; es una guerra asimétrica, con métodos de combate heterogéneos en función de la disimilitud de los actores en conflicto, para conseguir relativizar el evidente desequilibrio del poder de los protagonistas.

Ciertamente existe una evidente desigualdad de medios entre los actores. Rusia creía que la simple irrupción de sus carros de combate en la llanura chechena disuadiría a los chechenos. Pero no ha sido así. Mal equipados y mal pagados, los soldados consideran esta guerra como de alto riesgo. Su baja moral ha sido una de las causas de la derrota de 1996. El gobierno les había dicho que en un mes todo estaría resuelto y podrían volver a casa. En 1999, tirando conclusiones del pasado, Putin optó por apoyarse en la milicia chechena prorusa de Beslan Gantemirov y de voluntarios o mercenarios con contrato, pero también en fuerzas de elite, comandos de marines y paracaidistas y fuerzas especiales para aumentar la moral de las tropas.

La maquinaria militar movilizada ha sido y es muy importante: aviones, helicópteros y carros de combate. El cuartel general del ejército ruso, establecido en Mozdok, en Osetia del Norte, ha acogido a una buena parte de los mejores efectivos de otras regiones militares. Ello ha disparado el costo de las operaciones, pero no ha garantizado el éxito en la medida esperada y que Putin tanto reclamaba y necesitaba para iniciar un nuevo tiempo con un triunfo que hiciera olvidar la imagen de corrupción e incompetencia del equipo anterior, recuperando, con apoyo social, la vigencia de valores como la defensa del estado. Pero el ejército, que se había implicado en la guerra para erradicar la violencia terrorista y se encontró en la práctica con los desafíos de una invasión en toda regla, ha despilfarrado a gran escala la inmensa discrecionalidad "muchos dicen que impunidad- de que ha disfrutado, afectando a su imagen ante la sociedad, a su peso en la vida política, y a la dimensión del factor militar en el conjunto de las políticas de seguridad de Rusia. Este diagnóstico, muy agravado en la primera guerra, ha subsistido en la segunda.

Mientras, los chechenos, unos 30.000 hombres armados, resisten fundamentalmente divididos en tres grupos. El primero, el de Masjadov, favorable a Occidente y opuesto a los islamistas. Este grupo estaba dirigido por Ruslán Gulaev, fallecido según los rusos en marzo de 2004. El segundo grupo se compone de milicias de autodefensa a nivel de cada pueblo o ciudad, no siempre coordinadas entre sí. El tercero, los islamistas que rechazan todo compromiso con Moscú y proponen la creación de un califato en Chechenia y Daguestán reunificados. Están comandados por Abu Al-Walid, a la cabeza del ejército islámico de Daguestán, brazo armado del Congreso de los Pueblos de Chechenia y de Daguestán que preside Shamil Basayev. Bien pertrechados y preparados, los chechenos están debilitados por su división entre nacionalistas e islamistas.

Rusos y chechenos, muy dispares en medios y presencia, han rivalizado por dominar el terreno, las infraestructuras y la seguridad del territorio. Rusia ha creado pequeñas unidades móviles, coordinando infantería, artillería y aviación, tratando de mejorar su eficacia, pero con escaso éxito. Donde si lo ha tenido es en el control de la información, a fin de evitar el efecto negativo de las noticias del frente checheno sobre las opiniones públicas nacional e internacional. Las emboscadas y ataques de la guerrilla se multiplican causando numerosas pérdidas a los rusos, actuando ayudados por el buen conocimiento de la zona, el apoyo de la población y su movilidad. Ello crea una sensación entre las tropas de cierta desesperanza ante la ausencia de perspectivas de paz. Pero de ello poco transciende a la opinión pública.

Este modo de operar, dicen los rusos, no se corresponde con la tradición chechena, es terrorismo puro y duro y, al menos, dos grupos lo practican: el de Basayev, ya conocido, llamado de los Mártires chechenos; y el creado en 1996 por Arbi Barayev, nacionalista reconvertido al wahabismo antes de ser abatido por los rusos en junio de 2001.

El futuro: de una guerra a otra

Yeltsin prefirió negociar una salida honorable, que dejó en menos del desaparecido general Lebed. Putin rechaza toda negociación con Masjadov y opta por la fuerza, asegurando que perseguirá a todos los terroristas hasta el final de sus días. Pero es difícil de evitar la acción de las viudas negras, mujeres desesperadas que buscan vengar la muerte de un marido o de un hijo asesinado por los federales rusos. Dos mujeres de Grozni serian las portadoras de los cinturones de explosivos que explotaron a bordo de los aviones con destino a Sochi y Volvogrado el 24 de agosto. Otro kamikaze seria el responsable del atentado del metro en Moscú el 31 de agosto.

La situación, así planteada, no parece tener salida. El presidente Putin, convencido de que los rusos desean un dirigente con mano de hierro, está convencido de que no debe modificar su política. Pero la tragedia de Beslan ha demostrado a quien ha querido verlo que este antiguo jefe del KGB no tiene la capacidad de reorganizar los servicios secretos, el ejército, las fuerzas especiales, toda una maraña de estructuras e intereses, fuertemente burocratizados, y disponerlos adecuadamente para impedir algo tan simple como la improvisación.

Mas grave aún, se diría que los dos campos, el de los militares rusos mal pagados y los milicianos chechenos prorusos tienen interés en prolongar un conflicto que les proporciona buenas rentas: el desvío de recursos del estado para la reconstrucción de Chechenia, control de los flujos de petróleo que se extraen en la región, la extorsión y el secuestro.

La política del Kremlin está basada en la represión feroz y en la chechenización. La solución sobre la que se ha ido construyendo este edificio se desmoronó el pasado 9 de mayo cuando fue asesinado Ajmad Kadirov, el presidente impuesto en unas elecciones trucadas. Su sucesor, Alu Aljanov, elegido con el 73% de los votos, sin la presencia de observadores de la OSCE ni del Consejo de Europa (aunque con Chirac y Schröder reunidos con Putin en el balneario de Sochi) está amenazado de muerte por los jefes de la guerrilla chechena, cada vez más tentados por el islamismo. La normalización no llegará con las elecciones legislativas en la república, último eslabón del plan "político" diseñado por el Kremlin.

Contrariamente a lo que pretendía Putin, su enemigo se ha diversificado en movimientos cada vez más peligrosos, menos estructurados y con una componente política en declive. En lo militar poco más puede hacer, salvo intentar impedir la extensión del problema a las repúblicas vecinas (Daguestán, Osetia, Ingusetia) para evitar más acciones desesperadas y desestabilizadoras. Pero la guerra no ha tocado fondo y puede aguardar aún mucho sufrimiento para todos si nadie tiene la valentía de aceptar el diálogo.

La llave de ese giro necesario está en manos de la propia sociedad rusa, impasible incluso ante los deslices de Putin hacia el estado policial, cada vez más acentuados y preocupantes, exigiendo el fin de la censura en los medios, condenando la restricción de libertades en nombre de la seguridad y demandando la investigación de sucesos como el de Beslán que no deben quedar impunes. Ni para unos ni para otros.

Para saber más:

Blandy, C.W. Chechnya: Normalisation, Conflict Studies Research Centre, Defence Academy of the United Kingdom, Camberley, junio 2003.

Lieven, Anatoly, Chechnya After September 11th, Carnegie Endowment for International Peace, Washington DC, 9 mayo 2002.

Minassian, Gaïz, La Tchétchénie: entre guerre traditionelle et guerre asymétrique, en Questions internacionales nº 9, septiembre-octubre 2004.

Serrano, Silvia. Tchétchénie: entre terreur et désarroi, le Courrier des pays de l’Est, nº 1025, mayo 2002.

Trenin, Dmitri V. The Forgotten War: Chechnya and Russia’s Future, Carnegie Endowment for Internacional Peace, Moscú, 28 noviembre 2003.