Vladímir Putin ha conseguido hacerse con el control de la mayor parte del territorio de la República de Chechenia en un proceso inseparable de su meteórica carrera hacia la Presidencia de la Federación Rusa. Si la derrota producida en el mismo escenario en 1996 hizo temblar los cimientos del poder de Yeltsin, la victoria de Putin, gestionada en una campaña que se ha desarrollado sin la menor concesión a la negociación política ni miramiento con una población civil inevitablemente transmutada en una especie de comunidad de sufrimiento, ha servido para renovar el viejo discurso del resurgimiento de Rusia.
Como la anterior, también esta nueva guerra de Chechenia tiene una doble dimensión: estratégica y política. Como ha señalado, entre otros, el profesor Jean Radvanyi (1), la producción petrolífera de esta región no es relevante en el plano federal, aunque si lo sea para los grupos y mafias que pululan por la zona y que debido al caos reinante consiguen financiar buena parte de sus actividades con el tráfico ilícito de sus derivados. Sin embargo, la transcendencia federal e internacional del control de este territorio se mantiene debido a su importancia como lugar de paso para los hidrocarburos procedentes del mar Caspio.
Moscú necesita dominar el Cáucaso norte para evitar la consolidación de otros ejes alternativos. En abril de 1999, fue abierto oficialmente un oleoducto que une Bakú y el puerto georgiano de Supsa, evitando totalmente territorio ruso y rompiendo su anterior monopolio en el transporte. Unos meses más tarde, Turquía, Azerbaidzhán y Georgia oficializaban la construcción de un oleoducto y un gasoducto que unirá Bakú y el puerto turco de Ceyhan, evitando Rusia e Irán. El oleoducto ruso que atraviesa Chechenia había vuelto a funcionar en noviembre de 1997, en virtud de un compromiso con las autoridades de Grozni pero debió cerrarse en la primavera de 1999 debido a la multitud de agujeros que presentaba. Desde entonces, el crudo se transportaba en camiones-cisterna.
De consumarse la pérdida de control sobre Daguestán, República vecina de Chechenia, se malograba otro gran proyecto ruso, la construcción de un oleoducto que uniría Tenguiz, en Kazajstán, y Novorossisk, atravesando el norte de esta República y cuya construcción se había iniciado en mayo de 1999. La revuelta wahabí que conducía el comandante checheno Shamil Basaiev, adquiría, en estas coordenadas, un relieve singular y justificaba la denuncia del Presidente checheno, Aslán Masjadov, acerca de las influencias de intereses perversos en la conducción de la nueva rebelión caucásica.
Los temores rusos de una desestabilización general de todo el Cáucaso Norte se acrecientan además con la práctica generalización de la criminalidad organizada. Falsificación de moneda, tráfico de drogas, de oro, de armas, de todo tipo de contrabandos, incluído el vodka ilegal, constituyen el fundamento de una reserva financiera que alimenta generosamente la economía de numerosos grupos y clanes. El Presidente Masjadov no ha conseguido erradicar el clima de caos y anarquía reinante y, bien es verdad, Moscú tampoco ha dedicado un especial esfuerzo a ese fin, en buena medida, quizás, porque gran parte de los capitales generados por algunas de estas lucrativas actividades revierten en las cuentas de oligarcas capitalinos tan significados como Boris Berezovski.
Pero el interés estratégico ruso afecta también a la Transcaucasia. El Kremlin, por ejemplo, acusa a las autoridades de Georgia de abandonar intencionadamente su frontera con Chechenia para facilitar las idas y venidas de los guerrilleros y su aprovisionamiento, y amenaza por ello con adoptar represalias, activando conflictos largamente enquistados como el de Abjasia o de Osetia del Norte en los que su influencia resulta indisimulable.
Desde otra perspectiva, puede afirmarse que en esta región se escenifica el último gran teatro de la guerra fría (2). Rusia y Estados Unidos rivalizan para ganarse el corazón de las tres antiguas repúblicas soviéticas. Moscú es plenamente consciente de que solo si tiene la llave del petróleo y el gas podrá conservar una influencia geopolítica relevante en la zona. Estados Unidos, por su parte, pretende aprovechar la actual debilidad del Kremlin para ampliar su penetración en una región clave del planeta. En Armenia, por ejemplo, ha conseguido imponer la exclusión de la sociedad rusa Itera de la privatización de la red de suministro de energía. Y son notorios los esfuerzos desplegados para seducir a Turkmenistán y proporcionar a Turquía un gas diferente al ruso. Incrementando su influencia en esta región y en Europa central, Washington estaría, poco a poco, cerrando un anillo sobre Rusia.
Moscú teme perder su influencia en ese extranjero próximo que delimitan los contornos de la actual CEI (Comunidad de Estados Independientes). Azerbaidzhán y, sobre todo Georgia, han normalizado y mejorado sus relaciones con la OTAN y Estados Unidos. Moscú se resiste a admitir sin más la pérdida de otro Báltico, esta vez por el Sur, y se dice dispuesto a movilizar los recursos logísticos de que dispone para evitarlo. No conviene olvidar que solo en Georgia cuenta con cuatro bases militares y su influencia en los movimientos secesionistas del país es muy directa. Siendo tan manifiesto el interés de Rusia, no es de extrañar que diversas fuentes hayan atribuído a la mano de Moscú alguna relación con los atentados perpretados contra el Presidente E. Sheverdnadze.
La coincidencia de tal cúmulo de intereses económicos y estratégicos con la invasión islamista de Daguestán o los criminales atentados de Moscú y otras ciudades rusas, sirven de pretexto para ahondar en la existencia de intereses ocultos orientados, de una parte, a reducir la influencia rusa en la región y de otra, a procurar el apoyo de la opinión pública para una intervención dolorosa en la zona que sin exasperación no sería entendida ni sostenida. El escenario de una manipulación es plausible a la vista también de lo desmedido de una acción calificada inicialmente de represalia y destinada a combatir a unos grupos terroristas.
Es oportuno recordar que, en el interior del país, sectores económicos de gran influencia como los ligados al complejo energético tienen interés directo en el desarrollo de los conflictos del Caúcaso para reforzar sus opciones de control en la zona y malograr otras operaciones. En Moscú, sin embargo, estimando natural su derecho a la participación en la explotación de los recursos de la región, se señala como principal responsable a los intereses energéticos de algunas potencias de Oriente Medio, Arabia Saudí fundamentalmente, que no tendrían interés alguno en facilitar la explotación de los recursos del Caspio pues ello aumentaría la producción y bajaría los precios. El tradicional apoyo de Riad a la difusión del wahabismo o el origen saudí del comandante Jatab, mano derecha de Basaiev, argumentan esta hipótesis que sin embargo pasa por alto que tampoco a Rusia le interesa aumentar en exceso la producción pues los actuales precios favorecen la mejora de su balanza de pagos y su recuperación económica.
Chechenia y las elecciones presidenciales
El Cáucaso ha tenido históricamente una relevancia geopolítica notoria, en modo alguno extinguida, señala Guillermo Marín (3), como lugar de encuentro de los expansionismos ruso, turco (otomano) e iraní (persa). Rusia, por otra parte, en ningún momento dio muestras de aceptar la independencia de facto de Chechenia. Todo ello es cierto, pero, ¿cual ha sido el principal detonante de la nueva guerra? Sin duda, el contexto electoral es decisivo para explicar y comprender el desarrollo de los acontecimientos (4).
En el clan del Presidente ruso crecía la preocupación por el futuro inmediato. Boris Yeltsin, cuya imagen pública se había erosionado ampliamente en los últimos meses, no podía presentarse a la reelección por impedírselo la Constitución, y cualquier maniobra destinada a interrumpir el proceso electoral resultaba enormemente arriesgada y desaconsejable. La reiteración de escándalos financieros en los que su propia familia y sus más próximos consejeros aparecían involucrados (fraudes por valor de cientos de millones de dólares) conformaban un clima de acoso del que no resultaba fácil librarse y aumentaba las posibilidades de sus rivales. El movimiento de Primakov-Luzkov, Patria-Toda Rusia (Otetchestvo Vsjia Rossia), en triunfante ascenso, amenazaba con convertirse en la alternativa. El penúltimo delfín de Yeltsin y su Familia, Serguei Stepashin, no cuajaba socialmente lo suficiente como para interrumpir el crecimiento de una fuerza que de consolidarse podría no limitarse a hacer borrón y cuenta nueva con el yeltsinismo exigiendo responsabilidades a tan corrupto aparato.
En ese contexto, una guerra con Chechenia tendría la doble virtud de opacar muchas, sino todas, de esas tensiones y cohesionar al conjunto de la sociedad rusa alrededor del gobierno. Pero ¿como lograrlo después de una derrota tan humillante y difícil de aceptar como la de 1996? En mayo, unos meses antes de iniciarse la revuelta en Daguestán, la oposición en la Duma se quedaba a muy pocos votos (283 frente a los 300 necesarios) de iniciar el juicio político contra Yeltsin por haber cometido el crimen de desencadenar la guerra de Chechenia. Seis meses después, las mismas fracciones parlamentarias, a excepción de Yabloko, aplaudían el buen hacer del Kremlin y Guennadi Ziuganov, el líder comunista, compartiendo el modo de conducir la guerra, unicamente le reprocha a Putin el beneficio político que le aporta (5).
Oportuna y hábilmente, los atentados terroristas de Moscú y Volgodonsk fueron presentados por el gobierno como una represalia de los terroristas chechenos por la derrota infligida en Daguestán a las milicias extremistas wahabíes comandadas por Basaiev, y como un aviso de Chechenia a Rusia para que no sueñe con la reconquista de su territorio. La indignación causada por los atentados propociona a Vladímir Putin, el quinto primer ministro nombrado por Yeltsin en poco más de un año, la razón socialmente aceptable para impulsar una nueva guerra justa que conducida victoriosamente habría de reportarle la mejor oportunidad para hacerse con la Presidencia del país. Y asi ocurrió. La popularidad de Putin subió como la espuma a costa de la guerra en el Cáucaso, hasta el dramático punto de convertirse en el mejor barómetro demoscópico para medir el nivel de respaldo al nuevo poder.
La prueba de las elecciones legislativas fue superada ampliamente (6). Unidad (Edinstvo), el pseudopartido creado por el Kremlin a un mes de los comicios en la más pura tradición burocrática, como señaló Marie Mendras (7), aún sin ganar del todo, obtuvo una victoria doblemente importante. En primer lugar, derrotó al principal rival, al tándem Luzhkov-Primakov en la lucha por la primacía política en esa franja del electorado que no desea votar comunista pero que aspira a una mayor protección social y menos liberalismo. En segundo lugar, logró institucionalizar la presencia del Partido Comunista de Guennadi Ziuganov que pasa a ser un rival ideal, deseable, una oposición tranquila, dispuesta a negociar sus votos con el nuevo poder. El éxito de Unidad radica principalmente en haber aprovechado la inercia de un aparato administrativo que le proporciona los medios necesarios para hacer una campaña política, basada, según el caso, en la presión directa o en la seducción caciquil de los electores. En provincias, la fuerza de esta maquinaria sigue siendo arrolladora cuando se advierte la existencia de un interés real del centro al que se amoldan sin complejos.
La victoria gubernamental en las elecciones legislativas de Diciembre de 1999 proyectó la candidatura de Putin a la jefatura del Estado, favorecida por la dimisión anticipada de Yeltsin que adelanta de junio a marzo del 2000 los comicios presidenciales. Toda su estrategia pasa a depender por entero de la evolución de los acontecimientos en Chechenia hasta el extremo de que concurre a las elecciones del 26 de Marzo sin programa político o económico. Putin renunca a los espacios gratuitos de propaganda electoral en radio y televisión que le corresponden por imperativo legal. Toda su campaña consiste en explicitar su acción de gobierno, evidenciar su buen estado de forma física -no sería otro Yeltsin- para hacer valer, dentro y fuera, los intereses del país. Para mantener su nivel de popularidad y expectativas electorales no necesita más que gesticular en torno a Chechenia controlando muy de cerca, claro está, la política informativa. Al día siguiente de la dimisión de Yeltsin y a los cinco días de las elecciones se desplazará al Cáucaso para confraternizar con las tropas rusas allí desplazadas.
Al obviar el debate político de partidos, candidatos y programas, convertidas en pura formalidad, las elecciones presidenciales han asestado un duro golpe al proceso de elección democrática para convertirse en un simple mecanismo de legitimación de un sucesor que practicamente podría decirse que heredó el poder por transmisión. El derecho a sufragio en Rusia no equivale a poder real de decisión sino a instrumento de convalidación de una elección realizada previamente por una pequeña corte que debe equilibrar los intereses de los grandes poderes fácticos: económico, financiero, burocracia, empresas mediáticas y militares. La sucesión de procesos locales y regionales en los últimos meses del 2000 y en el inicio del 2001 para renovar los mandatos de los gobernadores y presidentes de municipios así como para elegir las asambleas provinciales, confirman en líneas generales esta hipótesis como expresión del desarrollo pseudodemocrático de la Rusia de Putin.
Pero Putin no solo quería ganar, sino también sin necesidad de acudir a una segunda vuelta. Son numerosos los testimonios de fraude recogidos. En septiembre de 2000 el Moscow Times realizó un generoso inventario de las formas más comunes de falsificación, detallando las repúblicas y regiones más afectadas. Según dicha fuente, las principales falsificaciones han afectado a la inscripción de falsos electores, la adulteración de las urnas, las descargas de votos en los cuadernos electorales después del cierre de los colegios y en ausencia de observadores, o la modificación de los llamados protokol (hojas de cómputo). Para darse una idea de lo fácil que puede resultar la realización de estas prácticas conviene tener presente que las comisiones electorales territoriales son simples prolongaciones de la propia administración y fácil presa de extraños manejos. Las reclamaciones, presentadas principalmente por los comunistas, fueron archivadas. La participación anunciada (68 por ciento) tampoco resultaría tan elevada. La conclusión del Moscow Times es que, sin fraude, Putin, aunque vencería finalmente, necesitaría una segunda vuelta.
Con la escenificación de su toma de posesión, una mezcla de rancio zarismo con restos de iconografía soviética, el nuevo Presidente quiso evidenciar un cierto sentido de la continuidad histórica, de manifiesto con la presencia en el acto no solo de su antecesor y mentor, Yeltsin, sino también del propio Gorbachov; la identificación con la espiritualidad más profunda del país y sus gentes, simbolizada por la presencia del patriarca Alexis II; y una decidida invocación patriótica, centrada en el resurgimiento del país.
Legitimado por el sufragio, pero sin desvelar la esencia de un programa que es todo misterio, los pasos de Putin se han orientado en esa última dirección, en primer lugar, impulsando una política de clara reconcentración del poder en torno al Kremlin. Integrante aún de esa generación formada en tiempos soviéticos en los que el sistema se desmoronaba, la autoridad del Estado es su máxima prioridad. Para ello procura asegurar una cierta estabilidad política estableciendo fórmulas de entendimiento con el principal partido de la oposición, el comunista de Guennandi Ziuganov, y transformando su movimiento, Unidad, en un partido real, cuestión ciertamente más compleja a pesar de los pasos formales dados en ese sentido. Sin la consolidación de un mapa político-partidario que gestione el juego democrático es impensable siquiera la construcción aparente de una Rusia moderna.
Por otra parte, la quiebra de las tendencias centrífugas de Rusia es condición sine qua non para propiciar la recuperación de la fortaleza del Estado. En ese sentido, adopta sus primeras decisiones para debilitar el poder de los gobiernos regionales que han privatizado sus respectivos ámbitos de competencia. En el Consejo Federal participan los representantes (jefes de gobierno) de los 89 sujetos territoriales de la Federación. La estrategia de Putin para reducir el poder de los barones regionales se inicia con la reforma del Consejo y la creación de siete grandes distritos (idénticos a las regiones militares), al frente de los cuales coloca a un gobernador nombrado directamente para poner orden en sus respectivos territorios. En paralelo, Putin asume la competencia para destituir a aquellos responsables regionales que vulneren las leyes federales.
De una guerra a otra
Dos diferencias importantes se adivinan en relación a la anterior guerra de Chechenia. De una parte, se han desplazado más medios militares y mejor preparados y la estrategia de combate se ha centrado en causar el mayor daño con las menores bajas. Las acciones de la OTAN en Kosovo pesaban en las decisiones del mando militar ruso. Los objetivos reales de la guerra se han ido conociendo poco a poco, a medida que esta se iba desarrollando. La materialización de la invasión se vio precedida de medidas como el cierre de la frontera con Chechenia para evitar, decían las autoridades rusas, la proliferación de secuestros (tanto de generales rusos como de representantes de organismos internacionales presentes en la zona), actividad que se había convertido en un lucrativo negocio, y la realización de numerosos ejercicios militares en sus proximidades. Stepashin asegura que la decisión de atacar Chechenia se adoptó en agosto de 1999, antes de los atentados de Moscú, debido a los problemas de seguridad planteados por la incapacidad del Presidente Masjadov para controlar la situación del país. Por aquel entonces el objetivo consistía en desplazar la frontera hasta el río Terek.
Según han demostrado los propios acontecimientos, la operación militar no estaba pensada como una maniobra inicialmente destinada a la eliminacion de los terroristas, aunque este fuese el argumento público, sino para llevar a cabo una invasión total y en toda regla de la República, obligando a buena parte de la población a refugiarse en la vecina Ingushetia, que soporta desde entonces un enorme problema humanitario. El plan de Putin para Chechenia, presentado en la Duma el 14 de septiembre de 1999, contemplaba unicamente la denuncia de los acuerdos de Jasaviurt, la imposición de una cuarentena rigurosa, y la adopción de un régimen económico especial para esta república.
Por otra parte, la opinión pública, convencida de la responsabilidad chechena en las acciones terroristas de octubre, ha respaldado mayoritariamente la opción militar (8). Tan solo Grigori Yavlinski, la Unión de comités de madres de soldados (con importantes matices entre sus organizaciones locales), y pequeños movimientos sociales se han enfrentado a la guerra. Yavlinski, que en las legislativas de diciembre había perdido 25 de los 46 diputados que tenía, seguía afirmando en vísperas de las presidenciales que la guerra de Chechenia es un crimen. En los medios de comunicación, la crítica ha sido mínima, a excepción de los pertenecientes al grupo Most de Vladímir Gusinski, actitud que tendría importantes consecuencias en los meses siguientes. Para informar con un mínimo de veracidad, los periodistas debían arriesgar sus vidas (Andréi Babitski).
Asi pues, la segunda guerra de Chechenia del poscomunismo ruso no obedece a una decisión precipitada, sino que se ha desarrollado con un importante nivel de preparación en el que no han faltado una mejor estimación del adversario y una estrategia que no ha descuidado la prudencia. Es bueno recordar que durante los últimos años, el Ejército ruso, aunque con carencias presupuestarias y logísticas importantes, ha desarrollado una reforma militar que ha supuesto mejores equipos, más preparación y mejor formación, mayor racionalización de los efectivos. En su avance sobre Grozni, se han cuidado de destruír todo aquello que podría tener importancia para los guerrilleros (puentes, carreteras, etc), ejecutando un plan previamente elaborado y con pocos huecos para la improvisación, pero también de negociar la rendición con la población civil donde no se oponía resistencia.
A diferencia del anterior conflicto, se aprecia en suma más planificación y dirección. A Chechenia, Rusia se ha llevado más de cien mil hombres, practicamente lo mejor de sus efectivos, dotándoles de un poderoso nivel de armamento, cierto que en su mayor parte de finales de los años ochenta y a muy larga distancia de las bombas guiadas por laser o sin las sofisticadas tecnologías de búsqueda utilizadas por la OTAN en los Balcanes, pero en todo caso abrumadoramente superior al disponible por los guerrilleros chechenos, muy diezmados desde el primer conflicto.
Moscú ha optado también por la utilización masiva de la aviación ante el temor a un fracaso similar al de la anterior guerra. Se ha cuidado especialmente de evitar las pérdidas humanas. Con tal conjunto de dispositivos y el enorme despliegue de medios materiales y de efectivos se hacía presagiar una victoria rápida y sin paliativos y en todo caso antes de las elecciones presidenciales. Pero Chechenia sigue resistiendo. Ni la intervención de las unidades de élite ha conseguido quebrar la capacidad de combate de las milicias chechenas, mientras las bajas en el bando ruso aumentan sin cesar. Algunas fuentes hablan de varios miles de soldados muertos. En las montañas del Sur sigue la guerra; desde aquí, los comandos se infiltran en las ciudades semidestruídas, incluída la capital, Grozni, para cometer atentados, a veces suicidas, que advierten de las dificultades de las tropas rusas para estabilizar la situación. El espectro de Afganistán planea sobre la presencia rusa en Chechenia.
A pesar de la contundencia de la actuación de Moscú, más propia de una guerra abierta que de una simple operación antiterrorista, como aún se le denomina oficialmente, una vez más, las potencias occidentales no han estado a la altura para implicarse en la gestión de un conflicto similar en muchos aspectos al de Kosovo, pero que se hallaba en el perímetro de Rusia. La moderación ha sido la tónica dominante, no solo en cuanto a la condena sino también al apoyo prestado a las víctimas civiles, miles de refugiados que se han convertido en protagonistas de una catástrofe humanitaria que escasamente acude a las pantallas de nuestros televisores. Las denuncias acerca de la existencia de centros de detención como Chernokosovo en los que se practica habitualmente la tortura, no provocan más consecuencia que la designación de un representante especial para averiguarlo o mínimas refriegas diplomáticas. Chechenia no es Kosovo o Timor Leste. Aquí la soberania estatal se erige en principio sacrosanto que no puede ser vulnerado y toda propuesta de intervención exterior para restaurar la seguridad y detener la violencia invasora que de paso a una administración internacional transitoria, parece algo descabellado. Porque Chechenia, a fin de cuentas, es también una consecuencia de Kosovo: si la OTAN puede, Rusia también.
El Consejo de Europa, que en numerosas ocasiones ha debatido la situación de los derechos humanos en Chechenia, con propuestas concretas de sus parlamentarios que van desde las sanciones a la expulsión, se ha visto impotente ante la negativa de los respectivos gobiernos que han preferido reiterar plazos a Moscú para advertir mejoras en el respeto a los derechos humanos, mientras se continuaban facilitando las ayudas internacionales. La presencia en la zona del Grupo de Asistencia de la OSCE, aunque bienvenida, ha servido para bien poco. (9)
Chechenia y el Ejército Ruso
¿Ha modificado el conflicto la imagen del Ejército en la sociedad o su peso como actor político? Sin duda. El haber contado desde el principio con el apoyo de la opinión pública ha influído considerablemente en su estado de ánimo. En otras operaciones anteriores, esa falta de apoyo o la crítica abierta dañaba logicamente una moral, aún deudora del anterior imaginario soviético. El apoyo social a la guerra obedece en primer lugar al impacto causado por los atentados que legitima a sensu contrario todo discurso de reforzamiento de los servicios de seguridad del Estado, pero también a la añoranza del protagonismo del país, de su fortaleza y significación internacional, carencias mitigadas con un ejercicio de proyección armada.
El 21 de febrero de 2000, en una reunión de Vladímir Putin con los jefes militares se felicitaba por el hecho de que la guerra había permitido el reencuentro entre los militares y de estos con la sociedad. En la primera contienda, más de quinientos oficiales optaron por la dimisión antes de implicarse (Gromov, Lebed, entre otros). La indignación política y social de la primera guerra no se registró en esta ocasión, en buena medida también por el diferente papel desempeñado por los medios de comunicación: si entonces las noticias de los reveses demolían el prestigio de la institución armada y del país, en esta ocasión el acceso se ha restringido y un severo filtro controla los contenidos de la información.
Por otra parte, aún sin estar exento de tensiones, parece haber sido mayor el entendimiento entre militares y civiles. En Chechenia, los militares buscan la revancha y pretenden hacerse con cierta autonomía en la conducción de la guerra para evitar que el peso de los intereses políticos les obligue a un repliegue que ponga en entredicho, una vez más, su competencia profesional. En más de una ocasión han enviado señales para rechazar cualquier intento civil de detener los combates y propiciar un arreglo político (10). Cuando Putin anuncia en abril una solución política para Chechenia y Masjadov propone la apertura de negociaciones directas, el Estado Mayor aboga por el control directo de la región que finalmente se anuncia en mayo desde el Kremlin. En Chechenia, el Ejército pretende rehacer buena parte de su prestigio, muy dañado no solo por la anterior guerra sino también por los escándalos de corrupción en que se han visto implicados algunos de sus mandos (Pavel Grachev, sin ir más lejos), y recuperar también cierta capacidad de interlocución y negociación con el nuevo poder.
A Vladímir Putin el éxito en la guerra le ha permitido ganar la batalla presidencial. No es poca su gratitud para con los uniformados. Su identificación con el Ejército es correspondida por un alto nivel de adhesión en los cuarteles. Esa mutua simpatía se traduce en un incremento de la influencia del Ejército en algunas decisiones. El factor militar, por ejemplo, gana en importancia en la definición de la política de seguridad. Asi se pone de manifiesto en la nueva doctrina de seguridad nacional, presentada en enero de 2000, en pleno acoso a Grozni, y que, en opinión de Carlos Gaspar (11), introduce dos novedades importantes. En primer lugar, sin digerir la ampliación de la Alianza Atlántica al Este o la intervención en Kosovo, se califica a los países occidentales como rivales estratégicos de Rusia. En segundo lugar, se contempla la posibilidad de recurrir al uso de las armas nucleares en caso de conflicto convencional en el que los demás medios al uso para zanjar la crisis no resulten eficaces. Como ocurrió en la cumbre de la OSCE en Estambul, el arma nuclear se vuelve a blandir como la última evidencia de que Rusia aún es una superpotencia a la que se debe tomar en serio.
En la nueva doctrina de seguridad se revaloriza la importancia de la contribución del Ejército en las misiones internas. En la anterior guerra, su papel había sido más secundario, ya que el peso principal recayó en las tropas del Ministerio del Interior.
Una reconstrucción imposible
Al derrotar a las tropas rusas en 1996, Chechenia asumió una independencia de hecho que debía resolverse definitivamente en el plazo máximo de cinco años. Sin embargo, de esa circunstancia no se derivó ningún cambio sustancial que permitiera avanzar en la construcción del país o en su reconocimiento internacional. Como ha señalado Thorniké Gordadzé, desde entonces Chechenia ha parasitado en una independencia simbólica sin dejar de seguir fuertemente integrada en la economía rusa, tanto en sus circuitos financieros como en sus redes políticas; los chechenos han conservado sus pasaportes rusos y el noventa por ciento de su maltrecha economía permaneció orientada hacia Rusia. A título de comparación, en conflictos similares como los Abjasia, Nagorni-Karabaj o el Trandsniester, la ruptura de los vínculos con las respectivas metrópolis (Georgia, Azerbaidzhán o Moldova) ha sido más plausible. A evitar esa reorientación ha contribuido el blanqueo de dinero, la falsificación de moneda o el contrabando de armas que han cimentado una fuerte comunión de intereses entre las élites locales y algunos grupos criminales moscovitas.
La visión que el Presidente Putin ha divulgado del conflicto checheno se basa en la necesidad de reducir no a combatientes, sino a saboteadores profesionales entrenados en el extranjero que cuentan con el amparo de un poder local que protege a simples bandidos que disfrazan sus actividades criminales con el discurso pseudoreligioso del panislamismo. Pero lo cierto es que el Presidente Masjadov, desde la firma de los acuerdos de Jasaviurt que Moscú dio por rotos con el alzamiento de Daguestán, ha buscado el entendimiento con el Kremlin para vertebrar negociaciones en materias sensibles como la defensa o la lucha contra la criminalidad en toda la región norcaucásica. Y el Kremlin nunca ha proporcionado a Masjadov ningún tipo de apoyo que permitiera recuperarse de la destrucción causada por la guerra anterior (1994-1996), tanto en el aspecto material como político.
Algunas fuentes han llegado a señalar incluso la existencia de un manifiesto entendimiento entre los servicios federales de seguridad y algunos comandantes chechenos (Basaiev), lo que le permitiría su manipulación en momentos decisivos. Esa relación operaría en el levantamiento de Daguestán, para proporcionar la excusa ideal de un reinicio de las hostilidades. Los atentados de Moscú formarían parte del mismo escenario y de la misma manipulación, facilitando el apiñamiento de la opinión pública en torno al gobierno, la justificación de la persecución de los chechenos y de Chechenia y, por añadidura, el cuestionamiento de la imagen eficaz del alcalde moscovita, Yuri Luzkov, uno de los principales rivales del Kremlin. Hoy, a pesar del tiempo transcurrido, los responsables de los atentados no han sido detenidos. Conviene recordar que en su día, Basaiev fue promovido para restar popularidad al Presidente Dudaev y que luchó en Abjasia al lado de las tropas secesionistas y unidades regulares rusas contra el Ejército de Georgia.
Masjadov nunca logró controlar las múltiples fracciones armadas que deambulaban por el país. Elegido en mayo de 1997 por sufragio universal, su autoridad nunca fue respetada a pesar de haber obtenido el 60% de votos. Basaiev, su principal rival, obtuvo solo el 25%, pero mantuvo a su clan firmemente unido. El Presidente electo nunca consiguió controlar directamente más del 60% del territorio, un 30% lo estaba a medias y el 10% restante quedaba en manos de todo tipo de bandas. Otros aseguran que nunca llegó a controlar más de la mitad del territorio. El empeño de Masjadov por evitar una guerra civil a la afgana, se concretó en importantes concesiones a los islamistas, permitiendo su acceso a puestos clave de la administración, y en la búsqueda permanente del entendimiento con un Basaiev cada vez más alejado políticamente sus posiciones. Tantas dificultades políticas agravan la crisis económica del país sin que se advierta ningún horizonte de mejora. Hasta el 90% de la población vive de actividades ilegales. En semejante contexto, la tarea de la reconstrucción del país deviene practicamente imposible.
Desde 1997, el objetivo de los comandantes chechenos vinculados al wahabismo ha consistido en desestabilizar el poder del Presidente y de su gobierno. Entre 1996 y 1999, Masjadov sufrió cuatro atentados. En junio de 1998, admitiendo el fracaso de su propia estrategia, debió introducir el estado de emergencia en todo país, y propiciar una amplia campaña de reducción de la oposición armada que acabó en un enfrentamiento abierto con los hombres de Raduev, quien antes de 1996 ya había atentado contra su vida. Las instituciones políticas y administrativas llegaron así a un punto prácticamente residual, emergiendo con fuerza las instituciones y valores tradicionales, el clan, como referencia colectiva, y el prestigio, especialmente el adquirido en combate, como referencia personal. En la lucha contra los rebeldes más extremistas, Masjadov ha sido siempre el mejor aliado de Rusia.
Moscú, sin embargo, ha optado por refrendar a agentes locales de más que dudoso prestigio y por lo tanto incapaces de obtener un mínimo de reconocimiento social por parte de la población local (12). Beslan Gantemirov, por ejemplo, fue fundador del Partido del Camino Islámico, cuyo programa consistía en transformar a Chechenia en un estado teocrático. Alcalde de Grozni en 1991 y 1992, fue procesado y condenado por malversación de los fondos públicos destinados a la reconstrucción. En noviembre de 1999 quedó en libertad para regresar a Grozni y ponerse al frente de la oposición prorusa. Gantemirov es el adjunto de Ajmad Kadírov, jefe de la administración rusa desde junio de 2000. Kadírov representa en Chechenia el islam tradicional. Participó en la primera guerra y fue elegido mufti en 1995. Fue el único representante checheno que estuvo presente en el acto de toma de posesión de Putin.
Frente a ese islam tradicional, Basaiev opone el wahabismo, una rama del islam suní importada de los países árabes. En 1998 resultó elegido presidente del Congreso de Islamistas de Chechenia y Daguestán, organizado por Movladi Udugov (ideólogo del wahabismo en Chechenia y principal animador desde el extranjero del sitio en Internet: www.kavkaz.org). Los wahabitas se plantean como objetivo unificar las dos entidades en un Estado único.
Expectativas
No parece creíble que el problema de Chechenia se pueda resolver exclusivamente por la vía militar. La presencia permanente de las tropas rusas parece inevitable. La guerra no traerá la estabilidad a Chechenia o al Cáucaso. Después de tanta aplicación en la lucha contra el terrorismo, resulta que la mayor parte, por no decir la totalidad, de los dirgentes chechenos permanecen con vida y en libertad. La herida del Cáucaso tardará en cerrarse.
Es verdad que la sociedad rusa tiene necesidad de victorias, pero la diabolización y el exterminio de los chechenos no parece el mejor camino para obtenerlas. Por otra parte, la decisión de imponer en las escuelas la asignatura de Bases del Servicio Militar que obliga a los alumnos a estudiar manuales castrenses durante unas semanas, haciendo instrucción y aprendiendo a manejar algunas armas, invita a pensar en una preocupante remilitarización social. El creciente papel de los servicios de seguridad (el propio Ejército ha quedado bajo el control político del FSB, heredero del KGB) sugiere la existencia de evidentes impulsos autoritarios.
A expensas de la actual guerra de desgaste que puede durar en Chechenia muchos años, uno de los mayores problemas a los que se enfrenta la estabilidad en el Cáucaso es el de la extensión o no de la guerra. Thorniké Gordadzé recuerda que muchos dirigentes rusos jamás han aceptado conscientemente la independencia de los Estados trancaucásicos como un hecho irreversible y también que en 1920 Moscú admitió su independencia para anexionarlos al año siguiente. El peligro de extensión afectaría esencialmente a Azerbaidzán y Georgia, en donde supuestamente existen bases guerrilleras que sirven de apoyo a las columnas del interior. Haciendo valer su influencia entre los rebeldes abjases y osetios del sur, Moscú ha presionado sobre todo a Georgia para conseguir un mayor compromiso en la lucha contra los chechenos y sugerido incluso la intervención directa de los militares estacionados en el país.
CITAS
(1) Jean Radvanyi, "Sale guerre" en Tchétchénie, en Manière de Voir 49, janvier-février 2000, pp. 27-29.
(2) The Institute for War & Peace Reporting, Caucasus Reporting Service nº 61, 8 de diciembre de 2000.
(3) Guillermo Marín, "¿Se han acabado las guerras en la antigua URSS?", en Afers Internacionals, núm. 48, pp.7-19.
(4) Thorniké Gordadzé, Le cercle de feu caucasien, en Politique Internationale nº 86, hiver 1999/2000, pág. 149-174.
(5) El País, 24 de Marzo de 2000.
(6) La composición de la tercera Duma, elegida el 19 de diciembre de 1999 es la siguiente: Partido Comunista de la Federación Rusa, 113 diputados (24,39 %); Unidad, 72 diputados (23,32 %); Patria-Toda Rusia, 67 diputados (13,33%); Unión de Fuerzas de Derecha, 29 diputados (8,52%); Bloque de Zhirinovski, 17 diputados (5,98%); Iabloko, 20 diputados (5,93%); Independientes, 110, correspondientes al escrutinio nominal.
(7) Marie Mendras, "Rússia: democracia à prova de eleiçoes", en O Mundo en portugués, número 14, noviembre 2000, pp.17-21.
(8) Félix Valdés, "Guerra y barbarie en Chechenia", Política Exterior núm. 73, enero/febrero 2000, pp. 42-57.
(9) Nora Sainz Gsell, "El conflicto de Chechenia y las organizaciones internacionales", Papeles 71, pp. 63-72.
(10) Isabelle Facon, "Lâarmée et la seconde guerre de Tchétchénie", en Le Courrier des pays de lâEst nº 1004, abril 2000, pp. 27-38.
(11) Carlos Gaspar, Rússia, Mémorias de Putin, en O Mundo em português, número 9, junho 2000, pág. 12-14.
(12) Silvia Serrano, "La classe politique tchétchène: photo de groupe", en Le Courrier des pays de lâEst nº 1009, ocyubre 2000, pp. 64-67.