El talante expresado por Chen Shui-bian, el nuevo Presidente taiwanés, en su reciente discurso de investidura, evidencia una moderación calculada que dificilmente puede disimular la falta de interés de los dirigentes isleños por abordar una unificación con el continente en el actual contexto. Con gran sentido del realismo político, Chen Shui-bian renuncia a la declaración formal de independencia y rebaja el tono de Lee Teng-hui, el anterior Presidente y líder del Kuomintang, para evitar una escalada de tensión con el régimen de Beijing que podría abocarle a un conflicto directo y desestabilizar seriamente su mandato. A fin de cuentas, Taiwán es ya independiente de facto.
Resulta obvio que Chen se siente cómodo en el vigente statu quo. Pero ¿y China? El Partido Comunista tiene por delante una difícil gestión de reformas económicas, conflictos sociales y emergentes disensiones políticas. La próxima entrada en la Organización Mundial del Comercio le exigirá importantes sacrificios. ¿Atenderlos o distraerlos? En buena lógica, en los próximos años, Beijing debiera concentrar todas sus energías en la culminación de un proceso de reforma que se encuentra en el epicentro de sus dos grandes pruebas: la reforma de las empresas estatales y la inserción internacional. Taiwán será su “guadiana”, constituirá siempre una referencia fácil para distraer la atención de la conflictividad interna y un punto de encuentro, quizás el más importante, para las diferentes sensibilidades políticas que habitan en el seno del Partido y que pueden agrandarse en la nueva etapa que ahora se inicia.
Frente a quienes opinan que el proceso de modernización económica iniciado en los años ochenta culminará, más temprano que tarde, en una democratización del sistema político, Chen Shui-bian es consciente de que dicha ecuación no es matemática y que el objetivo último de los dirigentes continentales no es otro que el progreso y la emergencia internacional del país, transformando el Partido en un nuevo mandarinato que asegure la perpetuación de los equilibrios internos sin alterar la naturaleza del régimen. No hay pues esperanzas próximas de que un ideario democrático una a las dos Chinas.
Pero no sería la primera vez en la historia que formulaciones inicialmente situadas en las antípodas consiguen encontrar un lenguaje común y configurar nuevas bases para el entendimiento. Ambas partes debieran hacer un esfuerzo en esa dirección. Es obvio que la fórmula “un país, dos sistemas” no es suficientemente generosa para resolver el contencioso de Taiwán. Por el contrario, en relación a otros litigios territoriales, particularmente los ubicados en el Mar de China meridional (Paracels, Spratleys), el régimen de Beijing insiste en una sabia posición que bien pudiera aplicar al diferendo con Taipei: aparcar las diferencias y trabajar sobre las coincidencias. El cambio de situación en las relaciones entre las dos Chinas pasa hoy mucho más cerca de esa segunda fórmula que de la primera.