La credibilidad internacional de un Estado se identifica con su potencial de reconocimiento externo. Históricamente la credibilidad ha tendido a presentarse como un simple corolario del nivel de poder coercitivo.¿Se hubiera atrevido alguien a cuestionar la credibilidad francesa durante el período iniciado con las victorias de Austerlitz y Jena, en 1805 y 1806 respectivamente, y concluido con el estancamiento de la campaña rusa en 1812? ¿Quien hubiera puesto en duda la credibilidad prusiana después de las victorias de Sadowa y Sedán frente a sus dos grandes rivales continentales: Austria y Francia? ¿No estuvo el Gabinete británico a punto de aceptar la paz que le ofrecía Hitler, en mayo de 1940, bajo la premisa de que era la posición responsable que se imponía ante la realidad de un nuevo orden europeo?
Hoy las cosas han cambiado. Como bien lo señalaba Joseph S. Nye Jr.: “El poder en la era de la información global se está haciendo cada vez menos tangible y menos coercitivo.” (The Paradox of American Power, Oxford, Oxford University Press, 2002, p. 11).De hecho, la hegemonía de Washington comenzó a desmoronarse en la medida en que buscó sustentarse únicamente en la coerción, con desconocimiento flagrante de los mecanismos que le brindaban prestigio internacional a sus acciones.
Como bien acota Richard Hass: “El poder como un fin en sí mismo no sirve para mucho. Lo que realmente cuenta es la propia habilidad para transformar ese poder en influencia…El poder es simple potencialidad…La política exterior debe transformar ese potencial en influencia”. (“The Politics of Power”, Harvard International Review, Cambridge, verano, 2005). De más está decir que el prestigio es la palabra mágica para acceder a la influencia.
Pocos países en nuestros días han realizado un esfuerzo tan consciente y deliberado por apuntar a la credibilidad sustentada en el prestigio, como lo ha hecho China. Los gigantescos esfuerzos realizados en ocasión de las Olimpíadas de Beijing o en la actual Exposición Universal de Shanghai hablan por sí solos. Ellos representan la expresión más visible de un propósito que se expresa a través del multilateralismo cooperativo y de la cooperación internacional, así como a través de formulaciones conceptuales que enfatizan su vocación pacifista. Al mismo tiempo, sin embargo, pocas naciones se han visto inmersas en tanta ambivalencia en la persecución de ese objetivo manifiesto. La misma se expresa a diversos niveles.
En lo sustantivo, lo que efectúa la mano derecha con clara determinación en el plano internacional, se ve afectado con harta frecuencia por lo que hace la mano izquierda en el plano doméstico en persecución de objetivos contrapuestos. Tiananmen, Tibet o Google son claros ejemplos en este último sentido. Ello expresa las contradicciones resultantes de sus dos grandes traumas históricos: de un lado, la grandeza y el prestigio internacional perdidos, del otro, el caos y la anarquía que tanto afectaron al país en el pasado. En otras palabras, China desea con fervor recuperar el prestigio que tuvo antaño, pero teme obsesivamente la pérdida de un control político que le entrañe el descenso a la anarquía.
En lo conceptual, se evidencia un reiterado izar y recoger velas. Un par de ejemplos apuntan a lo dicho.En la primavera de 2004 varias docenas de intelectuales chinos se reunieron en la isla de Hainan para plasmar una fórmula de credibilidad internacional sustentada en el prestigio. De allí surgió la llamada tesis del “emerger pacífico”. La misma presentaba al país como una potencia pacífica que buscaba dar respuesta a sus propios retos domésticos sin representar una amenaza para nadie. Sin embargo, una vez popularizado el concepto, éste fue abandonado por temor a que la connotación del “emerger” fuese interpretada por otros como una amenaza. Lo mismo ocurre con la noción “modelo chino”, la cual expresa la especificidad de un proceso de desarrollo sustentado en el pragmatismo, la innovación, la cohesión social y la autodeterminación. El concepto, una vez articulado, ha pasado a ser obviado ante el miedo de que Washington se sienta antagonizado por el mismo.
Al igual que el caso anterior, también aquí la ambivalencia es comprensible. Por un lado se busca desactivar las reservas y resentimientos en contra de China generados como resultado de su éxito. Por el otro, no obstante, se es consciente del riesgo de alimentar las inseguridades de una superpotencia en declive como lo es Estados Unidos. Ello entraña, entre otras cosas, clara consciencia de que históricamente el mayor peligro de guerra entre grandes potencias se presenta cuando las curvas de ascenso y declive de una y otra se aproximan. En otras palabras, se persigue un delicado equilibrio entre el brindar seguridades de que no se es una amenaza y el no aparecer amenazante por el hecho mismo de intentarlo de manera demasiado asertiva.
Pero más allá de las ambivalencias en los planos de lo sustantivo y de lo conceptual, se plantea la contradicción natural entre una política exterior sustentada en el prestigio y la defensa incondicional del interés nacional. De hecho, pocos países asumen este último tema de manera tan explícita y descarnada como lo hace China. Y allí inevitablemente se cae en un campo minado por las ambivalencias: Copenhague, Sudán, etc. Nuevamente es plenamente comprensible que una gran potencia persiga de manera perruna sus propios intereses. Lo que no resulta fácil es conciliar el egoísmo manifiesto que conlleva este proceso con la defensa de los intereses colectivos que usualmente se asocian con las políticas de prestigio. El contraste con la Unión Europea y su aproximación principista a los grandes temas internacionales se hace aquí notorio.
La búsqueda china de una credibilidad internacional asentada en el prestigio se remonta a 1985, cuando su política exterior pasó a ser definida en función de los principios de la no agresión, la no intervención y la coexistencia pacífica con todos los países, al margen de sus sistemas políticos o sociales. La misma implicó el abandono de la política maoísta de “guerra y revolución” para dar paso a un proceso de “paz y desarrollo”.Desde entonces la orientación de la brújula no ha variado. No obstante, las ambivalencias a las que hacíamos referencia, aún por explicables que resulten, hacen difícil consolidar el objetivo perseguido.
Es cierto que en el plano doméstico las reformas emprendidas desde la era Deng han dado impresionantes resultados, a pesar de que las tensiones entre objetivos contrapuestos han sido inmensas. Sin embargo, ello no es fácilmente replicable a nivel internacional en donde los destinatarios de su mensaje son pueblos no versados en el manejo de las contradicciones. Efectivamente, las nociones dicotómicas del yin y el yang podrán funcionar de puertas adentro, donde una cultura multimilenaria les da sustento, pero de cara al exterior ello diluye cualquier imagen consistente que se busque proyectar. Y el prestigio, no hay que olvidarlo, es esencialmente imagen.