El pasado 20 de mayo se celebró en Praga la esperada cumbre entre la UE y China, prevista inicialmente para diciembre y aplazada como consecuencia de la reunión entre el Dalai Lama y el presidente francés Nicolas Sarkozy, entonces titular de la presidencia rotatoria de la UE, recepción que desató las inevitables iras del gobierno chino. Pero el encuentro en la capital checa para poco más ha servido que para escenificar las diferencias que les separan, sin atisbar el diseño general de un nuevo marco contextualizador de las relaciones bilaterales, a la vista del renovado enfoque, más exigente, que ambiciona implementar la UE.
Convertida en 2006 en el primer destino de sus exportaciones, a China le interesa de la UE el reconocimiento como economía de mercado, la colaboración ante la crisis y frente al proteccionismo comercial, el levantamiento del embargo de la venta de armas, la plena liberalización de los intercambios tecnológicos, pero, sobre todo, un marco distendido que interiorice la trascendencia de las relaciones bilaterales. Sus guiños previos en forma de diplomacia económica, anunciando una segunda misión comercial de compra, parecen haber servido de poco.
Aun así, la mayor reprimenda de Beijing a Bruselas es de orden político. China acusa a la UE de carecer de perspectiva en sus relaciones y de atorarse en asuntos de reducido calado y estructuralmente marginales aun cuando afectan a su sacrosanta soberanía (leáse Tibet, derechos humanos o la distante gestión de contenciosos exteriores como Sudán-Darfur o Myanmar).
Los altibajos en las relaciones con la UE son producto de un mapa cada día más complejo. Ya no se trata de los profundos matices existentes en el orden de las estructuras supraestatales (Comisión o Parlamento europeo, por ejemplo, manteniendo cada una actitudes bien diferentes), ni tampoco de cada Estado a titulo individual con más que evidentes contrastes, sino a expensas de la actitud de la correspondiente presidencia de turno. Cuando a España le toque ejercer el mando de la UE en el primer semestre de 2010, ya se ha anunciado que hará todo lo posible, por ejemplo, para lograr su reconocimiento como economía de mercado por parte del bloque, cuestión que no es compartida por otros socios. Así las cosas, la falta de “seriedad” europea pone las cosas harto complejas a Beijing, obligándole a acelerar el paso en otras dimensiones: ganar influencia en las organizaciones internacionales, diálogo con EEUU, acercamiento a África o América del Sur, etc.
La incapacidad europea para defender una única posición ante China fragiliza su capacidad de negociación y brinda al gigante oriental la posibilidad de utilizar su atractivo comercial para debilitar su aparente cohesión, aunque sin lograr evitar los brotes de tensión como el registrado a finales de mayo último con la reunión del primer ministro danés con el Dalai Lama o la concesión de la ciudadanía honoraria por la ciudad de París. Es de imaginar que ello le anime a propiciar gestos políticos de acercamiento con la tradicional ductilidad de su diplomacia, vocacionalmente enemiga de las aristas.
Pero tamañas incoherencias malogran el interés de China por la UE, y explican su perplejidad ante la imposibilidad de establecer un marco dotado de un mínimo estabilidad, optando cada vez más por privilegiar el ámbito estatal con aquellos socios que identifica como más proclives al acuerdo (entre ellos, España).
En contraste, las relaciones entre China y EEUU se benefician no solo de su carácter privilegiado sino de la identificación cabal de los interlocutores y el establecimiento de políticas claras, aún con las inevitables ambigüedades al uso y bien conocidas de ambas partes.
El informe del Consejo de Relaciones Exteriores de la UE (A Power-Audit of EU-China Relations) a propósito de las relaciones con China, presentado recientemente, plantea un marco de mayor reclamo en el intercambio bilateral, pero exige coherencia y firmeza compartidas en su defensa y proyección, a riesgo contrario de hacer el ridículo, algo que Europa debe cuidarse de evitar.