Cuando hace unos meses el Comité Olímpico Internacional (COI), reunido en Moscú, anunció que en Beijing se celebrarían los Juegos del 2008, numerosas voces, pasando por alto mención alguna al persistente genocidio ruso en Chechenia, criticaron la decisión del COI por hacer la vista gorda a la situación de los derechos humanos en China y proporcionar al régimen de Jiang Zemin un éxito político de incuestionable envergadura. Aún siendo verdad que en China, como en numerosos países, no se respetan los derechos humanos y compartiendo la necesidad de impulsar su progresivo reconocimiento y efectividad, ¿como lograrlo?, en definitiva, ¿con más presión o con más diálogo?
En este, como en otros terrenos, China, el viejo Imperio del Centro, dificilmente aceptará la asunción de políticas inspiradas en la hipotética y parcial universalidad del pensamiento occidental que no provengan del diálogo. Incluso el ideario marxista y leninista, en sus origenes de signo claramente emancipador, debió experimentar cierta adaptación a la realidad china a través de un proceso difícil y no exento de dolor. Antes, durante y después de la Revolución. Primero Mao y después Deng, a la búsqueda siempre de un socialismo con peculiaridades propias, inicialmente basado en la ideología izquierdista, después en el pragmatismo. En China, el sujeto histórico no podía ser otro que el campesinado, la revolución debía surgir del campo, la comuna era mucho más que el koljós soviético… Y todo ello bañado por un barniz civilizador que hunde sus raíces en una tradición milenaria que en cuarenta siglos ha aportado al conjunto de la humanidad mucho más que nuestros apenas cinco modestos siglos de superioridad tecnológica y científica. No olvidemos que la china es la única de las grandes civilizaciones que aún permanece viva. Y ello obedece esencialmente al hecho del aislamiento histórico, una constante irrefutable, hasta el punto de que una de las rupturas más inequívocas y menos discutibles del presente proceso de cambio es, precisamente, su apertura al exterior (timidamente comparable quizás a la existente en tiempos de la dinastía Song). Ese aislamiento bebía en las fuentes del orgullo, la grandeza y la superioridad. Más allá de sus confines, todo era barbarie.
Y no olvidemos también que esa barbarie se vio confirmada con el tiempo. De los contactos con los navegantes portugueses en el siglo XVI a las guerras del opio del siglo XIX (la civilizada Inglaterra no vaciló en asentar en el narcotráfico su estrategia de agresión), China ha interiorizado una doble premisa: Occidente persigue sus propios intereses en las relaciones con China, ya sean comerciales, estratégicos, etc, sin recatarse en cuanto a las vías instrumentales a elegir; y China debe desarrollar su propia civilización y cultura conforme a sus propias pautas. ¿No es comprensible cierta desconfianza respecto a tanta preocupación occidental por la democracia y los derechos humanos en China cuando durante los 150 años de dominio británico en Hong Kong solo muy tardía e interesadamente se expresó una mínima voluntad democratizadora por parte de la Corona? La relación de China con Occidente siempre ha sido problemática y ello guarda estrechos vinculos con un pasado aún muy reciente. La sociedad china, no solo los dirigentes, conservan estas percepciones que deben diluirse con diálogo permanente, sostenido, y, sobre todo, con la fuerza del ejemplo que, por cierto, a Confucio tanto importaba. Cualquier aproximación a Beijing que obvie el pasado y sus lecciones, corre un serio riesgo de fracaso.
¿A donde va China?
En las dos últimas décadas, Zhonngguo (China, en chino), ha experimentado un cambio ciertamente profundo en muchos aspectos. Desde finales de la década de los setenta, el Partido Comunista de China ha impulsado una nueva política, la reforma y apertura (gaige y kaifang, en chino), cuyo objetivo esencial consiste en desarrollar las cuatro modernizaciones (agricultura, industria, defensa y ciencia y teconología) anunciadas por Zhou Enlai en 1964. Marginada la Banda de los Cuatro, adalides de la continuidad ideológica del maoísmo, y apoyándose parcialmente en el discurso maoísta (buscar la verdad en los hechos, emancipar la mente), Deng Xiaoping y los pragmáticos han propiciado toda una revolución contenida. Por una parte, el otrora paraíso exacerbado de la ideología ultraizquierdista, casi de la noche a la mañana, se abre al mercado, autoriza la propiedad e iniciativa privada, liberaliza los precios, permite las inversiones extranjeras… Una observación superficial pudiera darnos la impresión de que todas las innovaciones en los diversos campos (económico, social, ideológico, etc) se orientan al adose de pequeñas y grandes erosiones en el edificio cuestionado del maoísmo socialista. Pero, por otra, se construyen diques infranqueables para contener desbordamientos no deseados: los cuatro principios fundamentales (perseverancia en la vía socialista, vigencia de la dictadura del proletariado, mantenimiento de la dirección del proceso por el Partido Comunista y aplicación del marxismo-leninismo y del pensamiento Mao Zedong).
Hay quien asegura que las libertades económicas y comerciales conducirán inevitablemente a las libertades políticas, es decir, que el resumen final de las transformaciones que experimenta el gigante oriental no puede ser otro que una imperfecta democracia de corte occidental . Es posible. Hoy por hoy, sin embargo, la realidad apunta aún a la idea de que China pretende construir el socialismo dando un rodeo por el capitalismo. ¿Salvaje, incontrolado? Puede ser. No lo eran menos los guardias rojos que en la Revolución Cultural tiraban por la ventana a un hijo del propio Deng Xiaoping, dejándolo paralítico de por vida. ¿Es el hipotético mantenimiento del socialismo la coartada perfecta para negar la alternancia y perpetuar el poder burocrático? También es posible.
China es un país en transición, un híbrido sistémico, complejo y dificil de categorizar: el mercado no ha acabado con la planificación, la propiedad privada no ha liquidado la propiedad pública (estatal, colectiva o cooperativa), la liberalización no es sinónimo automático e incontestable de privatización. Es verdad que a un congreso del PCCh pueden asistir como invitados representantes del FMI o del BM, que organizaciones sociales pueden participar con capitales internacionales en la creación de una joint venture, que mientras en unas empresas se promueven los congresos de trabajadores en otras puede haber comunistas controlando las inversiones pero sin preocuparse de organizar sindicatos … La preocupación primera es el desarrollo, la mejora del nivel de vida, el adiós al socialismo de pobreza, para conseguir un nivel de vida medianamente acomodado para sus más de 1.300 millones de ciudadanos (la quinta parte de la humanidad).
Sabemos más de China por los efectos de su proceso (el elevado crecimiento, las desigualdades y desequilibrios, profundas y notables ateraciones sociales, una nueva proyección en el mundo) que por sus singularidades: el empeño en el fomento de la propiedad colectiva, la negativa a privatizar la tierra o a admitir la privatización de las empresas en crisis… Incluso hoy, en vísperas del ingreso en la OMC, esta opción se rechaza como fórmula infalible y se apuesta por fusiones y alianzas que permitan enjugar las pérdidas e incrementar la rentabilidad y la competitividad, pero sin alterar la naturaleza de la propiedad.
China es un gran experimento que se desarrolla paso a paso, gradualmente, con una concepción estratégica y no totalmente perfilada del proceso. El sistema de responsabilidad en la producción agrícola, principal innovación de la primera etapa (1978-1984), antes de su generalización a escala de todo el país se experimentó en varias provincias (Anhui y Sichuan), con diferentes fórmulas (cuotas de producción, cuotas de trabajo, en base a la familia, en base al grupo). Se dice que es una pseudoprivatización de la tierra, pero lo que en realidad se privatiza es la gestión de la producción, mientras que la propiedad permanece en manos del Estado que cede unicamente el usufructo y reservando un papel para la colectividad en cuanto a la centralización de la administración y el uso de las grandes máquinas y herramientas agrícolas o la realización de obras hidraúlicas. Asi, el abandono de las formas de producción colectiva no deriva exactamente en la pequeña economía privada existente antes de la cooperativización agrícola de los años cincuenta y la última palabra la sigue conservando el Estado, la Administración, es decir, el Partido.
En el ámbito de la industria, además del rechazo ya mencionado de las fórmulas privatizadoras como solución mágica y única para resolver los delicados problemas de las empresas estatales (danwei, en chino), la principal novedad del proceso consiste en el fomento de la propiedad colectiva. Cuando a mediados de los años ochenta, la reforma se trasladó a las ciudades para iniciar la segunda fase (1984-1991), Deng Xiaoping reiteraba los dos principios básicos que debían guiar el cambio económico como garantía para evitar una restauración capitalista: de una parte, la búsqueda de la prosperidad común (aunque, inevitablemente, unos colectivos o unas regiones se habrían de enriquecer antes que otros) y, de otra, la primacía de la economía de propiedad pública o social. De esta forma, a pesar del “rostro capitalista” de la reforma económica, se garantizaría la orientación socialista del proceso en su conjunto.
La apuesta por la propiedad colectiva se inscribe en ese escenario. La constatación de que el sujeto titular de esas empresas sea una colectividad (una organización social, una administración pública, una empresa estatal) es una garantía contra la formación de colectivos empresariales privados vocacionalmente interesados en la “subversión” del socialismo. Es más que dudoso que los dirigentes chinos apadrinen un proceso del que pueda surgir una clase o grupo social capaz de cuestionar su liderazgo. Cuando Joseph Needham trata de explicar la imposibilidad del nacimiento de la ciencia moderna en la sociedad china, centra su atención en la eficaz actuación de una burocracia confuciana que organizó el país creando un marco general de estabilidad e impidiendo la emergencia de una clase mercantil que compitiera con su hegemonía. Desde esa perspectiva, bien pudiera entenderse que el Partido Comunista de China representa la actualización histórica de esa burocracia de partido único que gobernó el país no cinco décadas sino durante más de dos mil años.
Hoy día, estas empresas, especialmente las de cantón y poblado, ubicadas en el ámbito rural, constituyen el sector productivo de más rápido crecimiento del país y el principal impulsor del milagro económico chino que efectivamente guarda una estrecha relación con el desarrollo de la propiedad no estatal, pero más con la social que con la estrictamente privada.
Y en cuanto a las inversiones extranjeras, bueno sería tener presente, incluso para relativizar la hipotética capacidad de presión de los países occidentales, que una gran parte de dichos capitales proceden del entorno asiático, y es más, muchos de ellos son de matriz étnica china. El recurso al nacionalismo “de bolsillo” ha facilitado la captación de numerosos recursos de las poderosas comunidades chinas existentes en todo el mundo, incluso las implicadas en negocios turbios (las triadas) que han apostado por el compromiso con la modernización del país. La creación de las llamadas “zonas económicas especiales” a comienzos de los años ochenta supone la introducción de una variante positiva en el modo de relacionarse China y el mundo exterior, considerado tradicionalmente adverso por estar asociado históricamente a episodios de crisis, decadencia y peligros para el ejercicio de la plena soberanía.
En el planteamiento de Deng, estas zonas serían las ventanas por las que entraría el aire fresco que sacudiría la vieja pasividad, la apatía de la pobreza. Su objetivo es triple: atraer inversiones, introducir nuevas formas de gestión administrativa y adquirir nuevas tecnologías. Para ellas se aprobó una legislación más permisiva en todos los órdenes (laboral, fiscal, social, etc) para animar a los inversores a correr el riesgo de comprometer operaciones en un país oficialmente comunista. En estas zonas, la economía se desarrolló por un camino, mientras que el control político-institucional se superponía. También aquí es el Partido, en muchas ocasiones seriamente gangrenado por la corrupción, quien controla directamente la situación.
En suma, el PCCh, con sus más de 60 millones de miembros y 3,4 millones de organizaciones de base constituye una estructura fuerte y poderosa. Pero los retos que se le plantean son especialmente delicados. En primer lugar, se acabó la época de la legitimidad revolucionaria (por el discurso y por las personas). Hay más desarrollo, pero afloran grandes situaciones de injusticia que un Estado venido a menos dificilmente puede abordar. Por otra parte, los nuevos líderes no han participado en la Larga Marcha ni en otras epopeyas revolucionarias y deben ganarse a pulso la legitimidad. La apuesta nacionalista, que emerge con fuerza entre las bambalinas del actual desarrollismo, parece insuficiente. La mayor pluralidad existente en el ámbito económico o social dificilmente podrá obviar traducciones en lo político. La reforma en este sentido es una asignatura pendiente, muy limitada a propuestas inocuas (con alguna novedad destacable como los comités de aldeanos). Por su propio interés y, llegado el caso, con las particularidades que pueda exigir una realidad que por muy propia que sea no puede obviar el reconocimiento y el ejercicio de aquellos mecanismos que garanticen una mayor participación democrática, deberían tomar la iniciativa.
La reforma china es sinónimo de denguismo: pragmatismo (buscar la verdad en los hechos), pero no desideologización absolua (respetar los cuatro principios fundamentales que deben contener la tradicional tendencia de retorno al capitalismo). La China del siglo XXI será más de Deng que de Mao.
Un apunte sobre la cooperación española
China es un receptor cualificado, sino el más importante, de fondos de ayuda al desarrollo. En esa dinámica desempeñan un importante papel los intereses comerciales, siempre con condiciones financieras muy ventajosas (mucho más que las ofrecidas a países latinoamericanos o africanos). La mayor parte de la ayuda española a China se ha centrado en operaciones ligadas a sectores productivos (grandes fábricas y complejos industriales) o infraestructuras, ya sea de telecomunicaciones o energéticas y, muy remotamente, ha atendido iniciativas de carácter social (proyectos educativos, sanitarios, asistenciales, etc). Por otra parte, la mayor parte de esta cooperación se ha centrado en las regiones más ricas del litoral, ignorando las zonas más atrasadas del Oeste y centro del país. La estrategia de utilizar la ayuda al desarrollo para acceder a un creciente mercado potencial es la línea fundamental de la política española en relación a China.