Las relaciones entre China y la UE viven un momento complejo y de clara redefinición. A la madurez, el pragmatismo o la estabilidad del entendimiento mutuo, que han caracterizado las líneas básicas de la cooperación en las tres últimas décadas, se suma ahora una visión más ponderada que, especialmente del lado europeo, hace causa de las dificultades surgidas en los últimos tiempos y de los cambios operados en los respectivos imaginarios. Ello ha quedado de manifiesto en la visita cursada por la Comisión Europea a Beijing el pasado 25 de abril, que ha servido para debilitar la fiebre anti-francesa, en pleno apogeo en China por el trato dispensado en París a la antorcha olímpica y el tono exigente empleado por las autoridades galas en el litigio tibetano, y conseguir un primer gesto dialogante por parte de las autoridades chinas en relación al Dalai Lama. China y la UE han acordado proseguir el diálogo económico y comercial al más alto nivel, tal como se decidió en la X Cumbre bilateral celebrada en noviembre del pasado año, implicando, esencialmente, a autoridades económicas, comerciales y monetarias.
La UE es el mayor socio de China y esta el segundo de la UE. El superávit comercial de China ronda los 200.000 millones de euros. El veloz desarrollo de las relaciones económicas y comerciales (menos de 80.000 millones de dólares hace una década y hoy rondando los 400.000 millones) no obsta para que diversos frentes delicados asomen en el complejo cuadro bilateral. Entre ellos cabe citar: el desequilibrio comercial ya citado, la protección de la propiedad intelectual, la apreciación del yuan y el acceso al mercado chino de las empresas e inversores europeos. A las exigencias de Bruselas, cada vez menos disimuladas, Beijing responde con expresión de voluntad y disponibilidades pero que se traducen muy lentamente en medidas reales. Por otra parte, en relación al déficit comercial, insiste en contabilizar el volumen de negocio de las más de 13.000 empresas europeas implantadas en China, variable que, de tenerse en cuenta, moderaría, y no poco, el déficit europeo. A ello habría que sumar discrepancias como las existentes en sectores como la siderurgia, el calzado u otros más que atañen directamente al empleo en Europa.
Los contratiempos han subido de tono también en lo político. La UE se niega a conceder el estatus de economía de mercado a China, tal como esta reclama sin éxito desde hace tiempo, o a levantar el embargo de armas impuesto a raíz de los sucesos de Tiananmen en 1989. La “interferencia” en los asuntos internos, iniciada con la recepción concedida por la canciller alemana Angela Merkel al Dalai Lama, ha sumado nuevos peldaños con la reacción de algunos países europeos a los sucesos registrados en Tibet el pasado marzo y las incidencias que acompañaron la marcha de relevos de la antorcha olímpica en algunas capitales del viejo continente. El boicot a empresas y productos franceses, por ejemplo, ha puesto de manifiesto que China no hará concesiones en asuntos de soberanía nacional e integridad territorial, presionada internamente por una sociedad que hoy acusa al gobierno de “debilidad” ante Occidente. Los avances en materia de derechos humanos, cuestión que la UE ha promovido especialmente a través de un diálogo específico, encuentran también obstáculos importantes.
Las relaciones de China con la UE se mueven en dos frentes. Con los estados integrantes, con quienes, por lo general, ha establecido fórmulas diversas de entendimiento y diálogo que, con altibajos, se ha consolidado, en especial, con los más importantes. Y con las instituciones de la UE: más fácil con la Comisión, y mucho más complicado con el Parlamento europeo, habitual promotor de resoluciones muy críticas con las carencias del proceso chino.
En la opinión pública europea, los sucesos de Tibet han provocado un deterioro importante de la imagen de China. Sin duda, esto puede ser coyuntural (la encuesta publicada en Financial Times fue realizada poco después de los disturbios en Lhasa), pero evidencia un cambio de percepción importante ya que, hasta el momento, la UE presentaba a China como una potencia “respetable”, con la que era posible concretar ciertos compromisos. Ahora, se la considera la mayor amenaza para la estabilidad mundial.
Así pues, la atmósfera de las relaciones bilaterales parece haber dejado atrás aquel tiempo en que China sonreía ante los matices que la UE imponía al unilateralismo estadounidense. Frente a la política de contención y compromiso de Washington, Bruselas parecía inclinarse por primar el diálogo y la asociación. Hoy, esas orientaciones, quizás en consonancia con el giro político experimentado en algunos estados importantes (Reino Unido, Alemania, Francia), la propia influencia de los estados post-socialistas de Europa del Este y el reforzamiento de los lazos euroatlánticos, están en proceso de clara revisión, mientras China interioriza la decepción de ver esfumarse un bloque cuyo mérito básico era el de tomar posiciones más favorables a sus intereses, guardando distancias con Washington. Europa parece ahora más radical, incluso.
En lo global, cabe señalar también que el desentendimiento prevalece en asuntos como las relaciones con África o el cambio climático. La UE asegura que tiene el empeño de contar con China para afrontar los desafíos globales, pero no parecen compartir los mismos objetivos ni tampoco, claro está, los mismos principios. El diálogo bilateral puede contribuir a resolver, no sin dificultad, los roces que puedan surgir en el comercio, pero no lo será menos encontrar un lenguaje común que acerque posturas en otros temas sustanciales. Las exigencias de una mayor responsabilidad internacional tampoco encuentran el eco deseado, ya que China, ni en la teoría ni en la práctica, concede igual significado a dicho concepto y participa de una visión distinta de lo que debe ser su contribución al ajuste de los desequilibrios globales.
Los desencuentros de los últimos tiempos no han llevado a China a perder interés por la UE, pero ha reducido sus expectativas en cuanto a la consideración de su perfil e identidad política. Ya no es tan diferente a Estados Unidos como imaginaba en un principio. Quizás por ello, las cumbres bilaterales han entrado en un terreno resbaladizo donde la cortesía a duras penas esconde las dificultades para asegurar un marco de confianza mutua. A la UE le gustaría tirar los réditos ahora de su política matizada en relación a China y no pagar los platos rotos de un entendimiento que China privilegia con Estados Unidos. Las negociaciones sobre un nuevo Acuerdo de Asociación y Cooperación que sustituya al suscrito en 1985 siguen su curso, pero ese enrarecido ambiente en lo político, complica y agrava las diferencias en otros órdenes.
Las economías de China y Europa se han vuelto interdependientes y ambas entidades lo reconocen, pero la UE, ansiosa de una relación más madura con el gigante oriental, anhela gestos efectivos que permitan no solo acercar las respectivas estrategias en asuntos como el comercio, la inversión o la cooperación económica, que hoy disponen de mecanismos y agendas precisas, sino pasos que evidencien un acercamiento de otra naturaleza, disipando dudas respecto al futuro político de esa superpotencia que están contribuyendo a consolidar.