China y Obama: un primer balance

La idea directriz que preside la nueva atmósfera sino-estadounidense suscitada a partir de la visita de Hillary Clinton en febrero a Beijing es la de empujar a China a cooperar. No solo se trata de expresar buena voluntad para encontrar caminos aceptables a fin de resolver la larga lista de controversias que proliferan en su agenda, sino de ejercer un fuerte poder de atracción capaz de demoler todas y cada una de las resistencias que solidifican la autonomía y singularidad del proyecto chino a fin de acentuar su carácter previsible y homologable.

La prueba de fuego de este nuevo tiempo son las relaciones militares y la confianza estratégica. Suspendidas en octubre del pasado año a raíz del anuncio de una nueva venta de armas a Taiwán (la mayor en volumen desde 1982), los contactos entre ambos ejércitos se han reanudado a finales de febrero experimentando desde entonces un auge inusitado. Pero apenas hemos franqueado la primera puerta y la exigencia china de respeto a sus intereses vitales gana peso. No será fácil encontrar un lenguaje común.

El mayor problema para generar confianza estratégica entre las partes radica en las diferencias sistémicas, que lejos de diluirse, a pesar de una asunción retórica que abunda en la progresiva similitud de ciertos códigos, más bien se acentúan a medida que China se hace más fuerte e interioriza la creencia, estimulada por la crisis, de la superioridad de un modelo en el que debe profundizar y no dejar de lado para satisfacer los requerimientos de Occidente. Pero también cuenta un entorno problemático en el que los signos de inestabilidad generan en China una profunda inquietud, ya hablemos de Asia meridional, central o del sudeste asiático. La creciente influencia de Beijing en Oriente Medio, América Latina o África, por otra parte, da a entender que pese a la intención de Obama de recuperar el cuestionado liderazgo mundial, China ya no admite de facto que el mundo pueda seguir girando en torno a EEUU.

Forzar a China a cooperar es una táctica inteligente que puede acelerar las contradicciones internas en un momento clave para decidir el rumbo de la reforma, fiel a sus postulados iniciales (1978) o adaptada a los cambios internacionales (1989-91) sugeridos por el final de la guerra fría. En Beijing, manteniendo su firme rechazo a cualquier imposición de cambio por la fuerza, son conscientes de los riesgos de un diálogo de estas características, pero se sienten lo suficientemente seguros y convencidos como para afrontar esta nueva etapa sin mayores temores. Si los había, la crisis, al disipar su confianza en el sistema monetario y económico de Occidente, parece haberlos despejado del todo. Después de la que ha caído, ¿será capaz Obama de convencerles de que deben seguir con la mirada puesta en este hemisferio político?