No existe consenso con respecto al origen del término América Latina. Para algunos como Arturo Ardao en su obra Génesis de la Idea y el Nombre de América e Ignacio Hernando de Larramendi en su libro Utopía de la Nueva América, correspondió al colombiano José María Torres Caicedo acuñar este concepto ya bien entrado el siglo XIX. Para Leopoldo Zea en su libro Latinoamérica Tercer Mundo, por el contrario, fue el académico francés L.M. Tisserand quien utilizó por primera vez el término en un artículo publicado en 1861 en la revista Revue de Races Latines. Para Fernando del Paso, en su libro Noticias del Imperio, tal noción fue originaria de Michel Chevalier, ideólogo de la tesis “panlatina” que prevaleció en tiempos de Napoleón III. Finalmente Miguel Rojas Mix en América Imaginaria afirma que fue el chileno Francisco Bilbao el primero en utilizar la expresión América Latina en una conferencia dada en París en 1856.
No existe consenso con respecto al origen del término América Latina. Para algunos como Arturo Ardao en su obra Génesis de la Idea y el Nombre de América e Ignacio Hernando de Larramendi en su libro Utopía de la Nueva América, correspondió al colombiano José María Torres Caicedo acuñar este concepto ya bien entrado el siglo XIX. Para Leopoldo Zea en su libro Latinoamérica Tercer Mundo, por el contrario, fue el académico francés L.M. Tisserand quien utilizó por primera vez el término en un artículo publicado en 1861 en la revista Revue de Races Latines. Para Fernando del Paso, en su libro Noticias del Imperio, tal noción fue originaria de Michel Chevalier, ideólogo de la tesis “panlatina” que prevaleció en tiempos de Napoleón III. Finalmente Miguel Rojas Mix en América Imaginaria afirma que fue el chileno Francisco Bilbao el primero en utilizar la expresión América Latina en una conferencia dada en París en 1856.
Armando el rompecabezas anterior parecería que fue Francisco Bilbao quien por primera vez utilizó este concepto. El mismo sería retomado por Torres Caicedo, figura de gran influencia en los medios diplomáticos y culturales iberoamericanos de París, quien lo difundiría. De acuerdo al planteamiento formulado por ambos, el término acobijaba al conjunto de países colonizados por España, Portugal y Francia en la América Meridional.
El planteamiento de Bilbao y Torres Caicedo vino a caer como anillo al dedo a las ambiciones imperialistas que la Corte de las Tullerías mantenía con respecto a nuestra parte del mundo. Efectivamente más allá de la conquista de México, y según nos refiere Fernando del Paso, la Francia de Napoleón III aspiraba a transformar a Guatemala, Ecuador y Panamá en monarquías dependientes de la suya. A fin de cuentas era la época en que las grandes capitales europeas buscaban proyectar sus imperios por los cuatro puntos cardinales del planeta. Si bien Iberoamérica se había presentado hasta ese momento como región vedada a los instintos imperialistas europeos, en función de la Doctrina Monroe, la guerra civil estadounidense les había abierto las puertas de la región.
Para brindar un marco de legitimidad a sus aspiraciones hegemónicas sobre Iberoamérica, Francia requería de un nexo de identidad que la ligara a ésta. La tesis “panlatina”, que tenía como ideólogo a Michel Chevalier, constituyó la vía natural para ello. La misma amalgamaba bajo un manto de identidad común a los países de ambas riberas del Atlántico que derivaban sus nutrientes culturales del antiguo Imperio Romano. En una célebre carta de junio de 1862, Napoleón III destacaba que Francia tenía la misión histórica de devolver a la raza latina del otro lado del océano su fuerza y prestigio. Correspondió a Tisserand, académico allegado a la Corte napoleónica, oficializar el término América Latina en Francia al utilizarlo en el famoso artículo de su autoría.
En 1865 llegó a su fin la Guerra de Secesión en Estados Unidos, reestableciéndose la veda sobre los territorios iberoamericanos. En 1866 las tropas francesas se retiraban de México sin haber logrado prevalecer en su objetivo. En 1870 se venía abajo el régimen de Napoleón III tras su derrota militar por parte de Berlín. Muy curiosamente el término América Latina sobrevivió a los tres eventos anteriores, siendo adoptado como denominación de la región.
Algunos intelectuales de la época como el chileno José Victorino Lastarria escribirán sobre el absurdo de “querer hacernos latinos”. No obstante, dado su origen y connotaciones imperialistas, resulta sorprendente la poca resistencia y fácil asimilación que encontró el término en nuestra región. La razón de ello podemos encontrarla en una potente corriente intelectual que buscaba deshacerse de todo cuanto nos identificara con el pasado hispánico. No hay que olvidar, en efecto, que desde el acceso a la independencia una constante de pensamiento regional visualizaba a la herencia dejada por España como la causa fundamental de nuestro atraso.
Más aún, la caída de Napoleón III coincide con el emerger de un poderoso movimiento positivista a todo lo largo y ancho de la región. El mismo se identificaba con nociones de orden y progreso reñidas con las matrices hispánicas. Es el momento, en efecto, en que nuestros intelectuales, deslumbrados por el ejemplo de Estados Unidos y por las ideas y la cultura de París y Londres, buscarán refundar a América Latina sobre nuevas bases.
Un concepto como el de América Latina, que nos emparentaba directamente con las fuentes de la civilización occidental circunvalando a España, tenía por fuerza que ser bien recibido. Es así que nos convertimos en latinoamericanos obviando nociones mucho más descriptivas de nuestro origen.
El término, sin embargo, es profundamente equívoco porque si se llevase a su extensión lógica abarcaría no sólo a la provincia canadiense de Quebec sino incluso a la propia Francia. Esto último en virtud de sus territorios de ultramar en nuestra parte del mundo. Si bien América Latina se reduce en esencia a lo que españoles y portugueses aún llaman Iberoamérica, valdría la pena trabajar la construcción de una mayor vinculación con la Europa latina y con Canadá aprovechando la denominación América Latina. Un término que si bien no tuvo razón de ser en su origen es ya inexorablemente un calificativo que nos identifica y nos convoca.