El 24 de agosto de 1991 fue proclamada la independencia de Ucrania, como respuesta al intento de golpe de estado en Moscú, emprendido por las fuerzas más duras (y oscuras) de la antigua nomenklatura del partido gobernante en la URSS. Ese intento no tenía por objeto conservar el “estado de obreros y campesinos” o la “unión de repúblicas libres”, sino algo muy distinto. Para mantenerse en el poder necesitaban reinstaurar el totalitarismo soviético, pero sin esas mínimas porciones de libertades económicas, sociales o nacionales que se desplegaron durante la perestroika, como un desesperado y poco madurado intento de hacer más viable el sistema soviético.
El propósito de los golpistas de Moscú era tan absurdo e indecente que los parlamentarios en la Rada (Consejo) Supremo de la RSS de Ucrania, que no tenían planes de crear un estado nacional, decidieron unánimemente proclamar la independencia de su república, porque seguir con Moscú significaba perder cualquier autonomía y acabar rusificados definitivamente.
La unión de repúblicas socialistas soviéticas, creada hace cien años, se proclamaba como asociación de estados libres e iguales, pero la realidad fue diferente desde el inicio mismo. El imperio ruso había aglutinado en su expansión más de doscientas nacionalidades, a las que no solo explotó económicamente, sino que se nutrió de su potencial intelectual, asimilándolas e incorporando convenientemente sus elites al aparato de dominación. La cuestión nacional fue uno de los factores más importantes que acabaron con la monarquía, y el reconocimiento del derecho a la autodeterminación era fundamental para todo demócrata en Rusia. Pero, en definitiva, si se permitía que alguna de las naciones “se fuera”, se abría una brecha en el cuerpo del estado ruso. Por esto, la autodeterminación se interpretaba más manejablemente como una autonomía más o menos amplia dentro del estado ruso.
Los bolcheviques tenían con Lenin la misma visión de la solución de la cuestión nacional, a pesar de sus deliberaciones radicales al respecto. La primera República soviética fue proclamada como federada, pero en la práctica no era una federación, sino una república rusa que incluía repúblicas no rusas como autonomías , o sea, subordinadas. Para entender la estructura del poder real en la RSFSR cabe señalar que el partido bolchevique, que lo mandaba todo, no reconocía en su estructura ni federación ni autonomía.
Dada la ruptura antidemocrática de los bolcheviques, las naciones con más capacidad se independizaron completamente: Finlandia, los países Bálticos, Polonia, Bielarús, Ucrania, Georgia, Armenia, etc. Y fueron agredidos por la Rusia bolchevique para recuperar sus territorios arrebatados por “nacionalistas burgueses”. Algunos lograron defenderse, otros perdieron, y fueron incorporados como repúblicas soviéticas “soberanas” en la Unión Soviética, con derecho a retirarse libremente, “iguales” con Rusia. Hasta tuvieron sus propios partidos comunistas “nacionales”, que, sin embargo, y esto es muy importante, eran parte integrante del PC ruso, que era uno solo para toda la Unión. En la práctica, pues, para el aparato de dominación, todas las regiones no rusas, independientemente de su lugar en la jerarquía, desde una comarca nacional hasta una república “soberana”, eran autonomías subordinadas a Moscú-Rusia.
Esta excursión por la historia es necesaria para entender que Moscú, bajo ningún régimen, reconocería la igualdad de derechos de alguno con Rusia, y su respuesta a la autodeterminación de alguien a quien considera bajo su dominio será la fuerza militar.
Es lo que sucedió con las hermanas “democracias populares” en 1956 en Hungría, Polonia, en 1968 en Checoeslovaquia. Esto, que fue bautizado como “doctrina de soberanía limitada” parece seguir siendo válido en las cabezas de los gobernantes en el Kremlin, puesto que la aplican sin reticencias en Moldova, Georgia, y ahora ferozmente en Ucrania. Unos días antes de perpetrar la actual invasión a gran escala Putin dijo abiertamente al canciller alemán O. Scholz que no consideraba ni a Ucrania, ni a Bielarús capaces de ser estados independientes.
La disolución de la URSS fue iniciada por el presidente ruso B. Yeltsin para deshacerse de las estructuras unionistas, que se hicieron superfluas, y de paso también, de su presidente, M. Gorbachov, quien intentó reformar el país aunque sin tener planes ni conceptos claros. “Ingenuamente” creía que, con transparencia, debate público y apertura hacia el resto del mundo, podía salvar la potencia en crisis, que hace mucho se había alejado de sus fundamentos, tanto en el sentido social, dejando de ser estado de trabajadores, como en el sentido plurinacional, dejando de ser una unión de naciones y nacionalidades iguales. Gorbachov estaba convencido que dirigía un pueblo soviético único, o sea, el ruso, que había asimilado a otras etnias, que habían “anhelado integrarse” perdiendo sus diferencias etnoculturales y optado “voluntariamente” por hablar ruso para tener “acceso a la cultura y ciencia rusa”, ambas “las más progresistas del mundo”. Teniendo estas ideas, Gorbachov no dudó en mandar tropas para aplastar manifestaciones independentistas en Georgia y Lituania.
Al sacar del juego político al presidente unionista, sus rivales en la cúpula rusa pensaban seguramente recuperar su predominancia en lo que había sido la URSS, por ejemplo, creando de nuevo una Comunidad de Estados Independientes por el solo hecho de ser entes postsoviéticos. Como el proceso de independización se realizó desde arriba como una repartición de esferas de dominio entre los gobernantes del régimen anterior, las fuerzas nacionales no llegaron a tener protagonismo real en la construcción de nuevos estados. En Ucrania, después de decenios de represión feroz, las fuerzas de recuperación nacional no lograban consolidarse para asumir liderazgo en la reconstrucción del país. El primer decenio estuvo marcado por una problemática reestructuración económica, que provocó una caída de la producción industrial y agrícola a la mitad, un nivel de inflación que era el más alto de todo el mundo y una privatización de antiguos bienes públicos, que era un verdadero saqueo perpetrado por una auténtica mafia, en la que se aliaron los antiguos administradores con información privilegiada y evidentes criminales que querían hacerse de las riquezas que quedaban formalmente sin propietario. El entonces presidente L. Kuchma, el único que fue elegido dos veces, era uno de aquellos administradores llamados “directores rojos” y se dedicaba mayormente a legitimar dicha privatización mafiosa. Teniendo en este ámbito toda la libertad de acción, no se preocupaba por la independencia nacional.
La economía seguía dependiendo fuertemente de Rusia, especialmente en la parte energética. No se crearon nuevas instituciones armadas o de seguridad. Continuaron operativas partes de las antiguas fuerzas soviéticas que se habían quedado en Ucrania para no ser enviadas a lugares en Rusia, que resultaban menos agradables que Ucrania. Estas instituciones, como esa composición, eran una fuente de reclutamiento fácil de agentes de Rusia y traidores a Ucrania. La Flota del Mar Negro quedaba en manos rusas al 82 % y seguía estacionándose en Crimea, altos cargos vendían armamentos de calidad al extranjero para enriquecerse privadamente.
La corrupción y la desatención a los intereses nacionales dieron origen a un fuerte movimiento popular que hizo dimitir a Kuchma. Aquellos sucesos, denominados “revolución naranja”, llamaron la atención mundial sobre Ucrania, vista hasta entonces como un mero espacio postsoviético a la sombra de Moscú. Sin embargo, los ucranianos mostraron su capacidad de defender su dignidad nacional y la democracia, haciéndolo de forma pacífica (Ucrania era el único país postsoviético que vivía su transición sin violencia). Era una lección que Moscú no era capaz de aprender: a pesar de toda la globalización e internacionalización, asimilación y opresión linguocultural, la comunidad nacional seguía existiendo y tenía mucho potencial de desarrollo, no podía ser ignorada.
Otro auge del sentimiento nacional, que no debe confundirse con un nacionalismo étnico, se produjo en 2014, cuando el presidente Yanukovich, un títere al servicio de los intereses de Moscú, se negó a firmar el acuerdo de asociación con la Unión Europea, que se estaba preparando desde hacía muchos años y daba a los ucranianos la esperanza de pasar a ser una sociedad de derecho. La protesta fue decidida y pacífica, pero los servicios secretos rusos organizaron un derramamiento de sangre en el Maydán y extrajeron a Yanukovich para poder hablar de derrocamiento violento del poder legítimo, golpe de estado y vacío de poder.
Habiendo creado estas premisas comenzaron a atentar abiertamente contra la soberanía de Ucrania. Reforzaron su presencia militar en Crimea con “hombrecillos verdes”, personal militar sin identificativos, bloquearon las instalaciones militares ucranianas y los órganos de poder en la península, anexionándola mediante una farsa de “referéndum”. El gobierno de Kyív no se atrevió a dar permiso a las fuerzas armadas a que hicieran frente a la descarada intervención rusa, aunque podía apoyarse en la enorme indignación y el rechazo popular al agresor.
Posteriormente, los rusos jugaron según el mismo guion en las provincias de Donetsk y Luhansk como “primavera rusa” con “referéndums” escenificados, encontrando asimismo muchísimos traidores entre funcionarios de órganos de poder y de seguridad y orden público. Viendo que los intervencionistas rusos tenían por objetivo la separación definitiva de vastos territorios en el este y el sur de Ucrania, el poder central decidió usar fuerza para expulsar grupos subversivos infiltrados. Fue una acción tardía, insuficientemente preparada y la recuperación del terreno ocupado tuvo un magro resultado, aunque se logró detener el avance de los rusos. De nuevo, el papel principal lo jugaron combatientes voluntarios, las masas populares inspiradas en el sentimiento de dignidad nacional, que el vecino ruso quería menospreciar.
Echando un vistazo a los tres decenios de la Ucrania independiente, se puede ver claramente que Rusia desde el inicio no ha tenido ninguna intención de respetar la independencia del país vecino, confiando además en que la feroz persecución de cualquier manifestación de sentimiento nacional durante los regímenes anteriores, la asimilación linguocultural e integración económica habían hecho imposible la aparición de un movimiento político realmente capaz de crear un estado nacional. De hecho, en el escenario político de Ucrania no ha aparecido ninguna fuerza con un programa elaborado de construcción del estado nacional. Fueron los ataques de Moscú, cada vez más agresivos, que forjaron en los ucranianos, con independencia de sus creencias, lenguas habladas e ideas políticas, una potente voluntad de formar una nación política verdaderamente soberana, que garantice el funcionamiento de la democracia en la sociedad.
La invasión rusa tiene por objetivo imponer su régimen autoritario, es una guerra contra la libertad y la democracia. Ya no se habla de liberar al pueblo ucraniano del supuesto “régimen nazi”, Putin evita mencionar el nombre de Ucrania, dice que sus soldados están defendiendo a su patria Rusia, y lo están haciendo en “tierras rusas”. El terrorismo putinista convierte a sus conciudadanos en cómplices de crímenes de guerra y obliga a los ucranianos, que siempre se habían manifestado democrática y pacíficamente, a defender su soberanía y libertad con el arma en la mano, lo que tiene un costo demasiado alto. Lamentablemente, una independencia regalada no es de verdad, se debe luchar por hacerla real. Si hay que defenderla contra Rusia, resulta imposible evitar el enfrentamiento bélico, puesto que esta entiende solo el lenguaje de la guerra.
Este 24 de agosto en Ucrania no hubo celebraciones. En vez del desfile tradicional de las fuerzas armadas ucranianas en Kíiv expusieron equipo militar ruso cautivado en combates contra el enemigo mortal de la independencia. Mientras no se retire definitivamente de tierras ucranianas no se podrá hablar de una independencia real.