De la vieja a la nueva globalización

La globalización podría encontrar su certificado de nacimiento a comienzos de los años noventa del siglo pasado. En ese momento convergieron un conjunto de fenómenos políticos y económicos de la mayor significación: el colapso de comunismo, la crisis de la deuda externa de los países en desarrollo, el fortalecimiento de los mercados financieros, la caída en los precios de los recursos naturales y el reemerger del GATT, el FMI y el Banco Mundial. Ello implicaba, en pocas palabras, el triunfo inapelable de Occidente. Para el resto del mundo, y en particular para el mundo en desarrollo, no quedó otra opción que la de alinearse al paradigma emergente: la economía de mercado.

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La globalización podría encontrar su certificado de nacimiento a comienzos de los años noventa del siglo pasado. En ese momento convergieron un conjunto de fenómenos políticos y económicos de la mayor significación: el colapso de comunismo, la crisis de la deuda externa de los países en desarrollo, el fortalecimiento de los mercados financieros, la caída en los precios de los recursos naturales y el reemerger del GATT, el FMI y el Banco Mundial. Ello implicaba, en pocas palabras, el triunfo inapelable de Occidente. Para el resto del mundo, y en particular para el mundo en desarrollo, no quedó otra opción que la de alinearse al paradigma emergente: la economía de mercado.

De un lado, el Consenso de Washington hizo su entrada en escena imponiendo su decálogo de reglas neoliberales. Del otro, las negociaciones entre las economías desarrolladas y en desarrollo al interior de la Ronda Uruguay del GATT, condujeron a un proceso de múltiples concesiones por parte de estas últimas. Consenso y Ronda se transformaron en dos grandes pinzas que comprimieron al mundo en desarrollo, imponiéndole la aceptación del orden económico dominante. No satisfechos con la influencia de ambas pinzas, los grandes oligopolios de la información y los mercados financieros del mundo Occidental sumaron su peso a aquellas. Estos se ocuparon de instrumentar mecanismos de ostracismo para quienes no aceptaran las nuevas reglas de juego.

 Este orden económico emergente pasó a sustentarse en una dinámica de laissez faire. Ello, bajo la convicción de que la mayor flexibilidad y fluidez de movimiento de allí derivada, permitiría capitalizar mejor la dinámica económica global. En pocas palabras, se propulsaba una economía global cabalmente integrada, llamada a ser controlada por quienes llevaran mayor velocidad y dispusiesen de mayor peso negociador. O sea, las economías desarrolladas y sus grandes corporaciones. En función de esta premisa se facilitó el ingreso de China a la Organización Mundial de Comercio, sometiéndola así a sus reglas. Reglas en clara sintonía con los intereses occidentales.

Las cosas, sin embargo, no resultaron como esperaban las grandes capitales de Occidente. La inclusión en la ecuación laboral global de miles de millones de obreros de bajo costo y el egoísmo intrínseco de sus grandes corporaciones, convirtieron lo que se suponía que sería un mundo diseñado a imagen y semejanza de sus intereses, en una auténtica pesadilla. Dichas corporaciones no sólo externalizaron masivamente puestos de trabajo al mundo en desarrollo, con total indiferencia al impacto en sus países de origen, sino que evadieron tanto como posible el pago de impuestos en estos últimos gracias a sus legiones de abogados. En definitiva, los países desarrollados no sólo vieron desaparecer innumerables empleos domésticos, sino que tampoco recibieron los beneficios fiscales que cabía esperar. El laissez faire jugó así a favor de los grandes capitales y en claro detrimento de los estados y de sus poblaciones.

No en balde, las poblaciones de Occidente buscan crecientemente desentenderse de la globalización. Donald Trump, llevado a la Casa Blanca por las víctimas de ésta, ha puesto en practica lo que Richard Hass ha bautizado como la “Doctrina de la Retirada”. Ello entraña desde el abandono de la Asociación Tras Pacífica y del Acuerdo de París, hasta la muy probable deserción del TLCAN y la desestructuración de la Organización Mundial de Comercio. En Europa, el Brexit y la llegada de una figura antiglobalizadora como Jeremy Corbyn a la antesala de Downing Street, se unen a los 88 escaños ganados por la extrema derecha en las últimas elecciones federales de Alemania y al 25% de los votos obtenidos por ésta en las elecciones estadales de marzo de 2016. Por doquier, el respaldo a la globalización se resquebraja en Occidente.

Mientras ello ocurre, Xi Jinping declaraba en el reciente XIX Congreso del Partido Comunista, que China estaba lista para “situarse en el centro del escenario mundial”. De hecho, los dos mayores impulsos a la globalización tienen a Pekín como epicentro. De un lado, la iniciativa de Un Cinturón y un Camino, la cual  busca cubrir a 65 países que representan al 70% de la población del planeta y a casi 30% del PIB mundial. De otro lado, la Asociación Económica Regional Integral, compuesta por dieciséis de las mayores economías asiáticas.

Una globalización dirigida por China presentaría, sin embargo, dos grandes diferencias con la anterior. La misma no sólo estaría guiada por un capitalismo de Estado, sino que representaría un claro instrumento al servicio de la expansión geopolítica china. Frente a los valores liberales occidentales representados por la vieja globalización, ésta encarnaría al modelo que aquellos buscaron doblegar. Más aún, frente al énfasis economicista de aquella, ésta sería puesta al servicio de los objetivos geoestratégicos de Pekín.

Nada en esta nueva globalización deja entrever la ingenuidad que caracterizó a la anterior.