En la cultura tradicional china, la especialización en ceremonias ha sido una constante entre los miembros de la corte y de las familias aristocráticas, sobre todo en el periodo confucianista. Expresión de comportamiento civilizado y de ordenamiento aceptable y aceptado por la sociedad, los ritos, aún hoy, siguen condicionando en buena medida la evolución del Imperio del Centro. Bien es verdad que el maoísmo quiso quebrar esa tradición, aunque, finalmente, sin mucho éxito. Solo Mao, por ejemplo, se resistió a subir a la montaña Taishan, una de las más sagradas de China, situada a pocos kilómetros de Qufu, en Shandong. Emperadores y mandarines subían en palanquín los más de dos mil escalones que ascienden a la cumbre. Harrison Salisbury cuenta en “Los nuevos emperadores”, como Li Peng y Jiang Zemin también se han dejado seducir. Mao nunca. En una ocasión, viajando en su tren privado por esta zona, ordenó expresamente su detención durante varias horas para evidenciar que el no haría lo mismo que los emperadores. Aquel tiempo acabara, pero no para siempre. Sus sucesores políticos han olvidado la anécdota o simplemente prefieren no recordarla.
La desmaoización que ha implicado la política de reforma y apertura de la sociedad china ha afectado a numerosos ámbitos y ha facilitado la vuelta de los ritos. En la celebración de los Congresos del Partido Comunista de China se advierte su fuerza cada vez con más intensidad. Formalmente, el Congreso es el órgano supremo de dirección. Así se recoge en los Estatutos del Partido. Sin embargo, tan generosa proyección formal, no puede enmascarar el hecho de que la auténtica dirección recaiga sobre un reducido número de dirigentes que, de la noche a la mañana, pueden poner patas arriba las decisiones de todo un Congreso sin necesidad de convocar otro extraordinariamente. Sirva de clarificador ejemplo que la actual política de reforma y apertura impulsada por Deng, a pesar de suponer un decisivo y rotundo cambio en la línea del Partido, no fue acordada en Congreso alguno sino en una sesión plenaria del Comité Central celebrada a finales de 1978. El Congreso se había reunido el año anterior y no volvería a hacerlo hasta pasados cuatro años, en 1982.
En el plano subjetivo, baste recordar el lamentable destino de quienes, en Congresos precedentes, fueron elegidos dirigentes supremos del Partido: Lin Biao, Hua Guofeng, Hu Yaobang, Zhao Ziyang… Ninguno de ellos llegó al siguiente en el cargo. Jiang Zemin es la excepción. Por unas u otras razones que, naturalmente, un Congreso “comprendería” a posteriori, todos sucumbieron a las exigencias y necesidades de la llamada política general del Partido.
Importa entonces tener en cuenta, al menos, tres cuestiones. Primera, un Congreso refrenda, pero difícilmente puede impulsar iniciativas políticas de alcance y ex novo. Segunda, en contraste con el inmovilismo que se percibe desde el exterior, el poder real puede actuar y actúa dentro y fuera del Congreso con una sorprendente fluidez. Tercera, aunque mucho tenga de valor relativo, de rito o de simulacro, no por ello debe minusvalorarse su importancia. De una u otra forma, con mayor o menor intensidad, los Congresos de un Partido Comunista en el poder, en este caso con más de tres millones de organizaciones de base y 66 millones de militantes, por su enorme capacidad catalizadora, siempre acaban por influir en la evolución general no ya del propio país sino también en el contexto regional e incluso pudiera que mundial. Con más razón cuando sus decisiones afectan a la vida de nada menos que la quinta parte de la humanidad.
¿Cuáles son las claves de este XVI Congreso? Se habla y mucho de la renovación de los dirigentes. Es un tema importante y al que se presta la debida atención. Los otros dos ejes esenciales, a mi modo ver, tienen que ver con la construcción democrática y la refundación del Partido. La democratización de la sociedad china no será posible ni creíble sin la democratización del Partido. En los últimos tiempos, se han realizado importantes experimentos sociales en el ámbito rural y este verano las elecciones democráticas de funcionarios con candidatos múltiples ha llegado, a titulo empírico, a algunas áreas residenciales de la capital. Más allá de la discusión acerca de la difícil conciliación del principio del centralismo y democracia, la propaganda oficial ha insistido en que esta última es una idea clave en este XVI Congreso. Pero difícilmente puede calificarse de democrático el Congreso de un Partido en el que los delegados no discuten, y en muchos casos ni conocen, las ponencias que serán objeto de debate. A pesar de ello, celebremos los avances enunciativos.
La refundación del Partido tiene que ver con lo que Jiang Zemin denominó en el discurso del 80 aniversario de la fundación del Partido, la comprensión correcta de los requerimientos de la triple representación. En realidad, cuarenta años después, Jiang, en lo ideológico, viene a dar la razón a Jruschev cuando en el fragor de la ruptura sinosoviética defendía la idea de que el Partido debía ser un partido de todo el pueblo y no solo un partido de vanguardia, como defendía entonces Mao.
Hoy las cosas son muy diferentes. El Partido aquí necesita a los empresarios privados. En mil y una municipalidades de toda China, los dirigentes locales deben acudir a los empresarios en requerimiento de donativos para realizar obras públicas o sociales que de otra forma no pueden abordar. A cambio obtienen compensaciones administrativas, pero inevitablemente limitadas por la imposibilidad formal de acceso al Partido.
Los delegados de este XVI Congreso serán funcionarios con altos valores morales, trabajadores modelo, jóvenes sobresalientes e instruidos, pero a Jiang Zemin le bastaría con que no avalaran políticas retrógradas. La refundación del Partido está en marcha y los empresarios que lo deseen pasarán a militar en la causa comunista. Quizá pronto comprobemos quien se queda con el timón.