El pasado de las relaciones entre Argelia y Marruecos ha condicionado los intentos de integración regional en el Magreb. Y ello seguirá siendo así en tanto no se resuelva una cuestión que lleva enquistada más de treinta años: el conflicto del Sáhara Occidental.
En 1994 se anunció el bloqueo de la Unión del Magreb Árabe por las tensas relaciones mantenidas entre Marruecos y Argelia. Este mismo año, lo que parecía un relanzamiento en el proceso de integración regional (la prevista reunión en Trípoli de los cinco jefes de Estado) se quedó de nuevo en impasse. ¿El motivo? También, en este caso, los malentendidos y provocaciones cruzadas desde Argel y Rabat.
La jugada de tensión-distensión en la política de ambos países ha condicionado los intentos de potenciar un área de estabilidad y diálogo horizontal entre los vecinos magrebíes. La tesis del “enemigo exterior” explicaría buena parte de las acciones de ambos países en los últimos años. Ni siquiera la llegada del presidente argelino Buteflika o el ascenso al trono de Mohamed VI pudo aliviar las tensiones. A pesar de que sí se han producido ciertos motivos para la esperanza –la retirada mutua de la exigencia del visado, la tímida reapertura de fronteras, las conversaciones mantenidas entre sus líderes políticos– el tiempo sigue demostrando que ambos países practican más una estrategia de gestos que de hechos. A pesar de las promesas, la paralización del proyecto del Magreb resulta evidente.
El conflicto del Sáhara Occidental (en la actualidad, en situación de impasse tras la negativa de Marruecos a aceptar la propuesta del Plan Baker II) constituye el único factor capaz de hacer girar la situación. La total divergencia de posturas que históricamente han manifestado ambos países con respecto a esta cuestión da cabida al pesimismo: desde la simplificación dual de Marruecos (para quien únicamente existen posturas pro-marroquíes o pro-argelinas) a la autoexclusión de Argelia (país que, a pesar de apoyar al POLISARIO como único representante legítimo de los intereses del pueblo saharaui, siempre ha renunciado a pretensiones sobre el territorio).
Para Rabat, que siempre ha reclamado la reintegración de los territorios saharauis para lograr su ideal de “Gran Marruecos”, el Sáhara constituye un factor de legitimación. Según el régimen, es una “causa sagrada” para la que existe consenso entre la población. Aunque los hechos han demostrado que el desacuerdo social es cada vez más evidente, no parece que el reino alauí esté dispuesto a ceder en su proyecto soberanista. La preocupación por demostrar al exterior que Marruecos representa un paradigma de estabilidad en el escenario magrebí (a pesar del creciente impacto de la violencia integrista) ha condicionado siempre las relaciones con Argelia, acusado por Marruecos de “producir” terrorismo interno. Así, por tanto, Marruecos ha hecho valer la imagen históricamente asentada de estabilidad como garantía para lograr aprobación a la anexión del Sáhara. Y también para dialogar en las mejores condiciones con sus aliados Occidentales, pretendientes con los que Marruecos coquetea para conseguir beneficios sustanciales.
Argelia, por su parte, ha negado siempre constituir parte directa en el conflicto, más allá del innegable apoyo a las tesis polisarias. Por ello, las provocaciones de Marruecos han sido una constante en sus relaciones. A pesar de que la sociedad argelina reclama cada vez con mayor insistencia una relajación de la postura oficial para promover un acercamiento a Marruecos en beneficio de la integración, los últimos acontecimientos han demostrado que también por parte argelina las cesiones quedan lejos.
En cuanto a los apoyos occidentales, España y Francia han sido, históricamente, los dos países que han desarrollado un papel más activo en la cuestión del Sáhara. Bien podría decirse que ambos mantienen en la actualidad una política ambigua, caracterizada por los silencios y los equilibrios, en función de los intereses coyunturales. La firma de diversos acuerdos bilaterales de tipo comercial o securitario hacen difícil que tanto Francia como España se posicionen con firmeza, si ello significa enemistarse con Argelia o con Marruecos.
No olvidemos que España ha contraído con el Sáhara (y por extensión, con el Magreb) una deuda histórica. El rechazo del actual gobierno al Plan Baker y la propuesta de un gran acuerdo en el marco de Naciones Unidas, con el consenso de Marruecos, Argelia y el Frente POLISARIO, no deja de evidenciar que los intereses en que se resuelva esta cuestión siguen estando sin clarificar. En el caso francés, tradicional aliado de Marruecos, los emergentes coqueteos con Argelia le han obligado a adoptar una estrategia de equilibrios, tendente a beneficiar, o a no perjudicar, a ninguno de los dos países.
En último término, resulta evidente que EEUU está adquiriendo un protagonismo cada vez mayor en la región, en el planteamiento de su proyecto de un Magreb unido y estabilizado (lo que significa, hidrocarburo y seguridad antiterrorista). Naciones Unidas, por otro lado, ha demostrado incompetencia en esta cuestión. No ha sabido gestionar las demandas, suavizar las pretensiones de Marruecos ni hecho valer la imposición a favor de una sociedad, la saharaui, que espera una solución definitiva.
La mayor violación del derecho internacional que se ha hecho en el caso del Sáhara no ha sido siquiera dejar sin concluir la descolonización, sino prescindir, como se lleva haciendo durante más de treinta años, del factor humano. Los saharauis, más desencantados que convencidos, acabarán, seguramente, cediendo en sus pretensiones. Aún así, han conseguido no ceder en dignidad.