Edificios, estatuas, conjuntos conmemorativos, etc, constituyen una secuencia interminable de referencias destinadas a significar los considerados logros y a encumbrar al líder (padre o hijo), cuya foto, murales y mosaicos acaparan los focos de la poca iluminación nocturna existente en los más importantes núcleos urbanos. | |
El culto patético a la personalidad rompe todos los cánones imaginables: desde edificios que dejan hueco en sus fachadas para el retrato del supremo líder y su blanca dentadura, al reply constante de las canciones patrióticas en la cansada y monótona megafonía del metro más profundo del mundo. (Fotos del álbum “Apuntes fotográficos de Corea do Norte”). | |
¿Cómo un pueblo que ha resistido invasiones de China o de Japón, que se vanagloria a cada paso de haber derrotado al imperio estadounidense, acepta resignado ahora una monarquía histriónica como la de los Kim? Pudiera pensarse, en una primera reflexión, que el mejor instrumento de dominio no son las armas, sino la seducción ideológica. Ciertamente, al caminar por las calles de Pyongyang o de otras ciudades y pueblos de Corea del Norte, llama poderosamente la atención la multitud de personas que portan la escarapela con la bandera norcoreana y la efigie de Kim Jong Il, que evoca su militancia. Pero, probablemente, ese hecho tiene menos que ver con la conciencia de clase y el entusiasmo revolucionario inducido por la indiscutible riqueza del pensamiento zuche (originalidad atribuida a Kim Il Sung), cosa difícil de comprobar tanto por la severidad huidiza de los norcoreanos como por la omnipresente escolta policial, y más con una inercia monótona y resignada, cuando no propiamente protectora, bien alejada de cualquier ideario de auténtica libertad y compromiso transformador. Mera subsistencia, al cabo, para evitarse mayores problemas. Un país que tanto ha peleado por ser libre y, sin embargo, ahora, preso de sí mismo, parece aceptar resignado un destino fatal que ha erigido la tristeza y la simulación como proclamas revolucionarias. ¿Cómo entenderlo?
La penuria material cotidiana que puede advertirse en las ciudades y los campos norcoreanos accesibles al visitante tampoco parece un factor que impulse cualquier forma de rebelión cívica. Ello puede explicarse por el férreo control y la ausencia de libertades, pero también por el igualitarismo a la baja que se advierte en todos los rincones y el imaginario omnipresente de un enemigo poderoso con el que no se ha firmado aún la paz y que vendría a justificar tanto la unidad (y quien la debilita es un traidor) como la única resistencia posible, dirigida por quien indiscutiblemente fue capaz de conducir a la victoria sobre el invasor. Viajando en ferrocarril sorprende ver aún los sencillos puestos de vigilancia militar situados a lo largo de la vía y sus guardias haciendo la imaginaria, que evocan escenas de una película de principios del siglo pasado y preanuncian el extremado control interior existente, que afecta tanto a propios como a extraños. Esa es la mejor coartada para ejercer este reinado dotado de apariencia de izquierdas y que, en verdad, constituye la negación de cualquier ambición emancipatoria.
El aislamiento es la principal clave de la pervivencia del régimen, pero no la única. También ese nacionalismo defensivo, claro está. Al llegar a la frontera, lo primero que uno debe dejar atrás son los teléfonos móviles. Y a lo largo del viaje, la secuencia es siempre la misma: hotel-vehículo-monumento-vehículo, etc, sin posibilidad de contacto alguno con la gente corriente. Junto al aislamiento, las contadas excelencias del régimen deben ser exaltadas a más no poder. Los pilares sobre los que asienta la propaganda norcoreana son cuatro. En primer lugar, la arquitectura al servicio de la causa. Edificios, estatuas, conjuntos conmemorativos, etc, constituyen una secuencia interminable de referencias destinadas a significar los considerados logros y a encumbrar al líder (padre o hijo), cuya foto, murales y mosaicos acaparan los focos de la poca iluminación nocturna existente en los más importantes núcleos urbanos. En segundo lugar, los niños. Kim Jong Il es como un padre para todos. Una visita al palacio de la infancia en Pyongyang nos los muestra atareados en sus actividades extraescolares (acordeón, caligrafía, etc). Los pocos turistas los observan como si estuviéramos en una especie de zoológico humano. No hay alegría. Ojala tengan infancia. En tercer lugar, el cultivo del pasado revolucionario contra los invasores y el culto patético a la personalidad que rompe todos los cánones imaginables: desde edificios que dejan hueco en sus fachadas para el retrato del supremo líder y su blanca dentadura, al reply constante de las canciones patrióticas en la cansada y monótona megafonía del metro más profundo del mundo. En cuarto lugar, la ficción de la amistad, que da a entender que el régimen no está solo, sino que cuenta con valiosos aliados en todo el mundo y que no sólo reconocen lo justo de su defensa numantina sino que avalan el proyecto de sus líderes. Si uno visita la que llaman Exposición Internacional de la Amistad (que incluye desde un tren blindado regalado por Stalin al balón obsequiado por Pelé a su amigo Kim Jing Il), con su laberinto de pasillos y puertas altísimas, a recorrer con gamuzas en los pies para no ensuciar y quitar brillo al suelo, se percata con claridad de que, mirándolo bien, son pocos, y muchos de otro tiempo.
¿Cómo romper el aislamiento? El turismo chino que ahora llega a Corea del Norte con más facilidad –y es, por descontado, el más numeroso– pone de relieve la similitud de las imágenes y situaciones vividas con el período de su revolución cultural, pero con una salvedad importante: en China, al lado de las privaciones, había también entusiasmo, una actitud que en las calles de Pyongyang es imposible de apreciar. Los chinos, que no dejan de rendir honores al pueblo norcoreano y sus líderes, que homenajean la memoria del primogénito de Mao fallecido en la guerra de Corea en los años cincuenta del siglo pasado, o que secundan con entusiasmo los chistes norcoreanos sobre la ineptitud y torpeza de los invasores estadounidenses, cantan, y no sólo al oído, con naturalidad y nula vocación proselitista, las bondades de su gaige y kaifang (reforma y apertura), presumiendo con sus cámaras fotográficas y de vídeo de los avances logrados en estos años, incluso en el plano de la libertad de expresión. Nadie imagina entonces el inexplicable y absurdo delirio que les aguarda a su regreso en la frontera: los revisores norcoreanos se toman horas para pasar revista y censurar cada una de sus fotos y grabaciones. Sus recomendaciones y protestas, al menos por el momento, caen en saco roto. Pero puede que algún día, en parte gracias a ellos, no sea así.