Shanghai es, sin lugar a dudas, un centro neurálgico de mucha influencia en la vida política china. Rival de Beijing, donde se concentra la actuación administrativo-burocrática, se ha destacado por haber desempeñado un papel prominente en la vanguardia de las ideas. Metrópoli que simbolizará para siempre el carácter conflictivo de la relación de China con Occidente -recuerden el parque Huangpu, célebre por el letrero que dio la vuelta al mundo en que se prohibía la entrada a los perros y a los chinos-, a pesar de los avatares de las últimas décadas, Shanghai, literalmente “abierta al mar”, conserva una identidad emblemática. Fue aquí, en la ciudad de mayor concentración de la clase obrera china, donde nació en 1921 el Partido Comunista.
Dos han sido sus momentos recientes de mayor apogeo. En la China republicana, cuando la línea obrerista primaba en la estrategia revolucionaria, Shanghai era el motor del movimiento político y sindical. Aquí nacieron las primeras y más importantes publicaciones y se desarrollaron numerosos Congresos y eventos. También aquí se protagonizaron experiencias dramáticas como la sangrienta represión anticomunista de 1927 que diezmó las filas del Partido. Después del triunfo de la revolución, opacada por años de guerra de guerrillas y revolución agraria, su momento más álgido llegó con la Revolución Cultural.
En lo ideológico, desde Shanghai, el primer ministro Zhu Enlai dio los primeros pasos en la campaña de las cien flores, destinada a incorporar a los intelectuales y científicos al proceso revolucionario. Y, sobre todo, su nombre quedó asociado al inicio de la Revolución Cultural, con las primeras publicaciones de Yao Wenyuan en el diario Wenhui Bao y que condujeron, de la mano de Jiang Qing y sus acólitos, al estado de conmoción general que vivió China en el segundo lustro de los años sesenta. La toma total del poder planificada por la Banda de los Cuatro se inició también en las fábricas de Shanghai para garantizar la derrota final del “puñado de dirigentes seguidores del camino capitalista” como acostumbraba a enfatizar Mao, quien, por cierto, situaba a Shanghai como una de sus cuatro ciudades favoritas, junto a Wuhan, Guangzhou y Hangzhou. Aquí se alojaba en una de las últimas plantas del hotel Jinjiang, en el corazón del antiguo barrio francés.
Tan problemático bagaje explica el temor que aún hoy provoca Shanghai. De nada sirvió que posteriormente aquí surgieran los primeros dazibao contra la Revolución Cultural. Desaparecido Mao, debía expiar sus pecados. En el periodo denguista, no sería hasta 1984, cuando se abrieron al exterior catorce ciudades portuarias del litoral, que se le adjudicaría un tímido pero inevitable y renovado protagonismo. Su notoria y agradecida ausencia en el movimiento estudiantil de 1989 le permitió ganar confianza y administrar un gran impulso en 1990 con la creación de la zona de desarrollo de Pudong.
Hoy Shanghai, alejada de las turbulencias de la política, influye en los destinos del país a través de Beijing. No son muchos los significados dirigentes de la China contemporánea originarios de Shanghai. Pero de una u otra forma, todos han estado vinculados a esta ciudad. En el pasado, algunos tan señalados como su alcalde en los años cincuenta y sesenta, Ke Quingshi, el único dirigente del partido que había visto a Lenin. Hoy día, ocurre lo mismo. Del llamado “clan de Shanghai” que lidera el propio presidente del Estado, Jiang Zemin, la facción más poderosa del partido, y que cuenta en el Comité Permanentedel Buró Político con la solidaridad inquebrantable de Wu Bangguo, Zen Qinghong o Huang Ju, ninguno es oriundo de Shanghai, pero su etapa política en esta ciudad ha forjado en ellos una comunión de proyecto y aspiraciones de inequívoca solidez. El destino en Shanghai representa hoy el mejor pasaporte para acceder a la cima del poder en China.