El presidente chino Hu Jintao inicia esta semana una importante visita a Japón. Una década después del viaje realizado por su aún poderoso antecesor, Jiang Zemin, Beijing intenta de nuevo un acercamiento a su más importante vecino, con un doble objetivo. En primer lugar, limar asperezas en los múltiples diferendos que ensombrecen sus relaciones bilaterales. En segundo lugar, reflexionar sobre el impacto estratégico, regional y global, de la normalización de sus respectivos poderíos, mitigados, en el caso de China, por una modernización incompleta y, en el caso de Japón, por las hipotecas derivadas de su derrota en la segunda guerra mundial y que le impiden ser un país “normal”. Yasuo Fukuda, actual primer ministro nipón, a diferencia de sus antecesores, sobre todo de Junichiro Koizumi, es un firme partidario de mejorar las relaciones con China, proceso que desea desarrollar en paralelo a una progresiva regularización de sus capacidades políticas estratégicas y defensivas. La posibilidad de alcanzar acuerdos entre ambos se ve facilitada por el nuevo clima regional, que incluye tanto la previsible mejora del entendimiento entre Beijing y Taipei, como el relativo éxito del diálogo hexagonal sobre el litigio nuclear norcoreano en el que China puede igualmente mediar para aligerar las tensiones que enfrentan a Pyongyang con Tokio, las más problemáticas hoy del citado polígono.
La agenda de controversias permanece prácticamente estancada desde hace años. En ella destaca la cuestión de la responsabilidad histórica de Japón por las agresiones cometidas en territorio chino, y que incluye desde las versiones recogidas en los manuales de historia sobre el militarismo nipón a las visitas al templo Yasukuni, pero también las esclavas sexuales, el trabajo forzoso o las armas químicas abandonadas en la vieja Manchuria. El considerado insuficiente y poco sincero perdón formulado por unas autoridades que reniegan de reconocer a China como uno de los países victoriosos en 1945, agrava viejas rencillas y alimenta el profundo resentimiento que aún cobijan sectores amplios de la sociedad china, al que no es ajeno el cultivo permanente desde el poder a través de filmes de máxima proyección de una histeria que siempre parece estar a flor de piel y que no pasa por alto su contribución a la propia modernización nipona con el importe de las indemnizaciones que la moribunda dinastía Qing debió satisfacer a finales del siglo XIX como consecuencia del tratado de Shimonoseki. A ello se deben sumar los litigios territoriales que les enfrentan, especialmente en los mares de China oriental y meridional, ya sea por bancos de pesca o, sobre todo, por la explotación de los recursos energéticos que abriga su subsuelo. Y por último, Taiwán, de quien Tokio es su principal aliado asiático como muestra la prometida presencia de una veintena de diputados japoneses en la toma de posesión de Ma Ying-jeou el próximo día 20 de mayo.
A pesar de tan delicados asuntos, los intercambios económicos y comerciales, así como las inversiones, no han dejado de crecer, si bien, probablemente serían de mayor volumen y de una calidad y contenido mucho más significativo, en el supuesto de que la atmósfera bilateral fuera diferente. Y ese, precisamente, podría ser el mayor logro de este encuentro, es decir, el establecimiento de un marco de confianza basado en un entendimiento estratégico que contemple la mayoría de edad de la región, sin que ello suponga emanciparse del todo de EEUU, pero asumiendo compromisos de diverso carácter que evidencien la compartida aspiración a una mayor autonomía asiática en el concierto internacional, lo que exigiría de ambos países una comunicación más fluida e incluso concertación amplia en numerosos campos, dejando a un lado la actual exaltación de las diferencias, afinando complementariedades en aquellos campos donde pueda obviarse la competencia y abrazando aquellos otros espacios comunes que les relacionan con un sistema cultural y civilizatorio de hondas raíces. De no ser así, fácilmente pudiera ocurrir que las mutuas desconfianzas y temores vinieran a agravar las tensiones cuando la proyección que cada país hace de sí mismo para los próximos veinte o treinta años, aluden a un aumento exponencial e irrenunciable de sus capacidades en numerosos campos, incluyendo la defensa, ambiciones que exigen ya, con carácter urgente, una precisión institucional que las encauce adecuadamente.
Por otra parte, China y Japón tratan de formular su vínculo como una política de Estado y de largo plazo, involucrando a partidos, parlamentos, ejércitos, sectores sociales diversos, jóvenes, etc. a fin de tejer una tupida red de intereses y de consensos que evite en el futuro los continuos retrocesos que en poco tiempo logran amenazar, cuando no destruir, los avances logrados, imponiendo parálisis y obligando a establecer nuevos comienzos. La señalización de esas “minas” a esquivar por su potencialidad para dinamitar el diálogo, la plasmación de acuerdos en áreas sensibles donde sea posible una gestión compartida y la construcción de infraestructuras institucionales que solidifiquen la nueva relación constituyen referentes básicos de los esfuerzos que impulsan Fukuda y Hu en este nuevo tiempo bilateral. Asia no solo se desarrolla. Ese crecimiento impulsa una profunda reacomodación continental que tendrá un fuerte impacto global.