En vísperas de los Juegos Olímpicos de Beijing, múltiples voces, que a la par inciden en la asociación de movimiento olímpico con valores como la paz, la comprensión, la cooperación, etc, han reclamado la disociación entre el evento deportivo y la política. Quizás no debieran politizarse los juegos, o al menos no instrumentalizarlos de forma pérfida jugando con las palabras y ocultando otros intereses menos nobles, pero es difícil evitarlo en un tiempo en que no sólo se diluyen las fronteras físicas. En China, el país que dio pábulo a la diplomacia del ping-pong como paso previo a la normalización de relaciones con EEUU, el gran “tigre de papel”, se ha venido insistiendo hasta la saciedad en dicho mensaje, a sabiendas de que las presiones exteriores irían a más a medida que se acercara el mes de agosto y que sus carencias en el dominio político, muchas de ellas reconocidas, ni son pocas ni son leves, aunque cada vez se hable más de democracia en el país y desde el propio poder.
Más allá del circo deportivo y sus insaciables dividendos económicos, si el espíritu olímpico condensa y sintetiza nobles valores que todo ser humano debe incorporar a su dignidad mínima, es evidente que entre ellos debieran incluirse los derechos elementales de todo tipo, incluidos los civiles y políticos, entendidos como un compromiso y una voluntad irrenunciables. Otra cosa es, no obstante, que la uniformidad de ese reconocimiento deba traducirse en todo tiempo y lugar en una misma identidad práctica. El respeto a la pluralidad y a la diversidad debe incluir el derecho a elegir fórmulas y sistemas apropiados que integren las respectivas tradiciones culturales y civilizatorias sin que ellas sirvan de argumento para eludir la plenitud de su efectividad. En un país de la magnitud de China, las condiciones de desarrollo y el magma cultural son factores de una intensidad y repercusión tal que no pueden ser ignorados a la hora de desbloquear el ritmo político, hoy claramente desfasado en relación a los cambios económicos introducidos en las tres últimas décadas.
El olimpismo es competición y no confrontación. En ese marco, no debiera obviar su aporte al progreso de los derechos democráticos en todo el mundo, favoreciendo iniciativas y compromisos gestionables que permitan avances sustanciales en el reconocimiento de esas libertades básicas a las que todo individuo tiene derecho. Las reformas introducidas en China en los últimos años han permitido una considerable liberalización en algunos aspectos, lo que no siempre se ha traducido en más derechos y mejor respetados, pero queda mucho por hacer para alcanzar una suficiencia democrática aceptable. Las propias autoridades lo reconocen y por ello el debate acerca del futuro político de China está abierto, aunque las incógnitas respecto al rumbo a seguir son considerables. A ese proceso se puede contribuir desde el exterior fortaleciendo los valores democráticos de nuestros propios sistemas, superando sus múltiples carencias y acompañando los procesos y exigencias que en todo tiempo y lugar sugieren la primacía de los valores cívicos frente a los abusos de poder. La riqueza derivada de un desarrollo sin democracia siempre será pobre.