Salarios de miseria, malas condiciones de trabajo, descontento, ausencia de sindicatos dignos de llamarse así… son constantes que pueden advertirse en el panorama sociolaboral de China desde hace años. Entre el 25 de mayo y el 12 de julio se registraron una cuarentena de huelgas en la provincia de Guangdong, convirtiéndose entonces en caja de resonancia de la protesta y de los movimientos sociales del país.
Las principales reivindicaciones de la colectividad laboral se centraron en cuestiones salariales, pero afectando también a las horas extras y otros aspectos relacionados con el cumplimiento de la legislación social vigente (empezando por la formalización de convenios), aprobada en 2007 pero escasamente aplicada. Dicha normativa, que entró en vigor en 2008, rebajada parcialmente en su contenido inicial por las presiones de las cámaras de comercio europeas y norteamericanas, ha enfrentado muchas dificultades para entrar en vigor, dado que las autoridades, ante la crisis económica, pasaron a considerar que la firma de contratos de trabajo, por ejemplo, aspecto clave de la nueva legislación, ya no era una prioridad.
Las huelgas han contado con mucha publicidad en la propia China. Ello se debe esencialmente a que se han desarrollado en empresas de propiedad extranjera (japonesas, coreanas e incluso taiwanesas), pero no solo. Pareciera que la tradicional preocupación del PCCh por la estabilidad no se comprende ya descuidando la justicia y que en el nuevo modelo de desarrollo, este aspecto, junto al ambiental o tecnológico, debe incorporarse como factor esencial. Ello implicaría, por fuerza, una cierta rehabilitación del movimiento sindical, lo que exigirá, en estas condiciones, la adopción de mecanismos de protección de sus derechos. ¿Hasta qué punto es posible? ¿Como desarrollar la acción sindical al margen de la libertad de expresión, reunión, manifestación o huelga?.
Un cambio generacional
El propio primer ministro Wen Jiabao ha sorprendido a propios y extraños al reclamar aumentos retributivos y mejores condiciones de vida para los trabajadores menos cualificados, los grandes olvidados hasta ahora y en buena medida artifices del milagro económico chino. El gobierno, pues, no ha advertido amenazando con la represión contra los huelguistas, aunque se han dado algunos casos puntuales a nivel local, sino que reclama comprensión ante sus demandas. Esa petición responde a la necesidad de moderar el descontento, al límite en no pocos casos, pero también pretende incidir en una doble dirección: aumentar la capacidad social de consumo (para lo que resulta indispensable una mayor capacidad adquisitiva) e incentivar la implantación empresarial en las zonas del interior del país, más atrasadas y donde los costes laborales siguen siendo muy bajos. La toma de posición de Wen Jiabao, coherente, por otra parte, con su tradicional populismo, no debe entenderse como una muestra de desafección respecto al empresariado presente en el país, sino como una invocación que recuerda la urgencia de establecer un nuevo equilibrio basado en la mejora de las rentas más bajas y el ajuste de las diferencias de ingreso entre ricos y pobres, el auténtico desafio de la estabilidad en una China atenazada por las desigualdades. Dos cifras son reveladoras. El coeficiente Gini, que mide las desigualdades, ha alcanzado el 0,5, cuando el umbral de alerta es del 0,4. Otra, la parte de los salarios en el PIB, del 56,5% en 1983, ha pasado a un 36,7% en 2005.
La transformación que vive el paisaje laboral en el gigante asiático es inseparable también del cambio generacional operado en los trabajadores inmigrantes rurales, los mingong, esa inmensa población flotante (alrededor de 200 millones de personas, según algunas cifras) que ya no acepta las duras condiciones de sus predecesores ni son tan serviles.
En las últimas décadas, el perfil de los trabajadores inmigrantes ha cambiado mucho. Son menos dóciles y sueñan con acceder a la sociedad de consumo, objetivo dificil de alcanzar cuando sus salarios no progresan lo suficientemente rápido. Al abandonar el campo no lo hacen para encontrar trabajo, sino para acceder a un nivel de vida más elevado, objetivo que choca con la limitación de sus bajas rentas y falta de derechos por carecer de “papeles” en su propio país, agravando el foso que les separa de los residentes urbanos al no disponer de hukou, el permiso de residencia, la llave para acceder a los beneficios sociales en las ciudades de acogida.
Este proceso da cuenta del agotamiento del modelo de acumulación que ha servido para proyectar a China a los niveles actuales, basado, entre otros, en una intensa explotación de la mano de obra, y de la exigencia de impulsar una mayor atención a todos los aspectos sociales (desde la salud o la educación a la modificación del sistema de hukou). Dicha aspiración se traduce en exigencia de otra actitud a los gobiernos locales y las empresas, ambos inmersos en una alianza de conveniencia para poner fin a esos “incidentes de masas” que en la lectura tradicional constituyen una afrenta a la estabilidad y que debe ser conjurada a cualquier precio. Así, el pronunciamento de Wen ofrece otra orientación a los cuadros locales, escasamente comprometidos con las aspiraciones de los trabajadores inmigrantes del campo, para que moderen su afinidad con el mundo empresarial quien también les presiona para seguir reduciendo costes. Y, por último, una invitación a las multinacionales instaladas en el país, claves en la emergencia operada en las tres últimas décadas, para que se sumen a las exigencias de la nueva etapa.
El impacto que este nuevo fenómeno pueda tener en el desarrollo de la economía china está por ver, pero en ningún caso será dramático. Pese a los aumentos salariales pactados, el coste de la mano de obra sigue siendo muy competitivo, al igual que las condiciones generales para operar en el país.
Prueba para el sindicalismo oficial
La clase trabajadora en China se siente frustrada. Vive en otro mundo, ajena a los pingües beneficios deparados por el crecimiento. Y quiere mejorar su situación. En 2008 hubo 50000 conflictos laborales; en 2009, 73.000. El actual movimiento huelguístico no es, per se, desestabilizador. No está dirigido contra el sistema ni presenta signos autónomos de coordinación. Por el contrario, proporciona incluso cierta legitimidad al nuevo discurso gubernamental. Por eso no ha habido condenas ni es previsible que se produzcan en tanto los hechos se desarrollen en márgenes tolerables. No obstante, el proceso pudiera estar solo empezando. Es incluso pronto para descartar que se trate de algo más que episodios aislados.
La crisis social que desató este último verano en el sur de China ha sido también una dura prueba para la Federación de Sindicatos, estructura oficial con vínculos directos con el PCCh. La elección entre los derechos de los trabajadores o los intereses del Partido dista de ser una disquisición teórica y pone sobre la mesa la cuestión central de su independencia.
Hoy, la estabilidad social parece exigir una comprensión más generosa de la dignidad laboral. La reacción del sindicalismo oficial, declarando su disposición a defender con mayor ímpetu los intereses de los trabajadores, revela un cambio de actitud que debería extenderse también a las burocracias locales, hasta hoy de espaldas a los derechos de los trabajadores, claramente sacrificados en aras de maximizar los beneficios sin importar ni los niveles de explotación ni el recurso a la represión .
Los disturbios, expresión de abierto rechazo a la sobreexplotación y las desigualdades de renta, presentan un claro valor político. Lo que está en juego son los derechos sindicales de los propios trabajadores. Sin su pleno reconocimiento, los aumentos de salario y las mejoras ocasionales en las condiciones de trabajo, serán insuficientes para abrir ese segundo tiempo en la reforma china que tantas voces reclaman con mayor insistencia cada día.