"La Liga Árabe finalmente sintió el impacto de la caída de Bagdad". Así se expresaba el pasado domingo un analista político árabe tratando de explicar las razones de la sorpresiva e inédita suspensión de la reunión anual de la Liga Árabe, la cual estaba previsto ue comenzara el martes 30 y fue suspendida el pasado sábado por el presidente anfitrión, el tunecino Zin el Abidín Ben Alí, a través de un comunicado enviado por su canciller.
Otros incluso fueron más lejos en sus críticas, tal es el caso del presidente del Parlamento libanés, Nabil Berri, quien calificó la suspensión de la cumbre como la "segunda muerte de Yassín", en referencia a Ahmed Yassín, el jefe espiritual de la organización palestina Hamás, recientemente asesinado por efectivos militares israelíes.
El inesperado gesto del presidente tunecino revela en carne propia los dilemas y divisiones políticas que afloran dentro del mundo árabe en un momento histórico y crucial para Medio Oriente y el mundo islámico. Una vez llegados a Túnez, los dirigentes árabes se reunieron de manera informal para debatir los principales temas, enrolados éstos en el plan de democratización para Medio Oriente estipulado por el presidente norteamericano George W. Bush, la situación de la ocupación militar en Irak, la solución del conflicto palestino-israelí tras la muerte del líder de Yassín, y la lucha contra el terrorismo. Ya en las reuniones informales se hicieron patentes las diferencias, lo que motivó que el presidente tunecino decidiera suspender la cumbre 36 horas antes de iniciarla.
Lo evidente de la cumbre es la fragmentación del mundo árabe-islámico en dos bloques marcadamente disconformes. El primer bloque lo constituyen Egipto, Arabia Saudita y Siria, con una posición ambigua en cuanto a los cambios estructurales necesarios para iniciar un proceso de democratización y reforma del mundo árabe y marcadamente contrarios al plan regional de Bush, mostrándolo como una nueva prueba de las intenciones de Washington de dirigir los destinos de Medio Oriente. Tan sólo coincidieron con los demás en criticar la ocupación militar extranjera en Irak, demandar un gobierno nacional iraquí legítimo y condenar la muerte del jeque Yassín y la política de Sharon hacia los palestinos.
El segundo bloque estuvo constituido por gobiernos con escasa influencia dentro del mundo árabe, pero más pragmáticos a la hora de afrontar los cambios políticos y sociales necesarios. Aquí se incluirían el Líbano y Jordania, así como entidades que aún no conforman un Estado formal, tales como la Autoridad Palestina y el nuevo Gobierno Provisional iraquí, invitado de lujo en la fracasada cumbre, y que envió a un líder chiíta como máximo representante. Incluso Libia, con su líder máximo Muammar al Ghadafi, se presentó conforme con este grupo, evidenciando los vertiginosos cambios que esta nación ha venido experimentando en su relación con los gobiernos occidentales en los últimos años, acelerados tras la caída del régimen de Saddam Hussein.
Tras el fracaso de la cumbre, pocas expectativas se esperan en los próximos años en el seno del organismo. La Liga Árabe tradicionalmente funcionó de manera coordinada en temas tan sensibles como el conflicto árabe-israelí o en sus críticas a Occidente, pero se mostraba reacia a adoptar cambios estructurales políticos profundos en países con estructuras políticas autoritarias y elitistas, poco dados a la democratización real y al surgimiento de una sociedad civil dinámica. El caso del país anfitrión, Túnez, es un ejemplo recurrente: gobierna una misma dinastía desde hace más de 20 años, al igual que la de Mubarak en Egipto, casos similares a los de la monarquía saudita o el régimen político sirio, entre otros.
Así pues, el momento crucial de este año 2004 se ha percibido como un fracaso de los dirigentes árabes para adoptar una posición común. El panorama regional e internacional luce diferente, con el factor añadido de la caída del régimen de Saddam Hussein y la conflictiva situación interna de Irak, completada con la realidad que supone la presencia de EEUU, Gran Bretaña y otros países aliados como fuerzas ocupantes en la región. Del mismo modo, el callejón sin salida del conflicto palestino-israelí y los avatares de una guerra internacional contra el terrorismo apuntan directamente al mundo árabe-islámico.
Las posiciones comunes de antaño están dando paso al florecimiento de las diferencias políticas entre países con una gran influencia dentro del mundo árabe, como Egipto y Arabia Saudita, y otros de menor influencia, y a un anquilosamiento en la mentalidad política de los dirigentes árabes, quienes se muestran incapaces de manejar los cambios que se están experimentando en la región tras la invasión anglo-norteamericana de Irak. El mejor ejemplo para este escenario lo constituye la actitud desesperada del secretario general del organismo, el egipcio Amr Moussa, que ha intentado impulsar unos cambios internos que reforzarían su posición personal dentro del organismo. Una velada lucha por el poder se manifiesta en el seno de la Liga Árabe y otro problema más en la agenda de la región.