A escasos meses de finalizar su mandato, la prolongada gira por Oriente Próximo del presidente George W. Bush afincó su determinación de crear un marco político y militar regional para aislar al régimen iraní.
Con mesurada aceptación, los países árabes del Golfo Pérsico también muestran sus reticencias a la hora de apoyar incondicionalmente esta política, tomando también en cuenta la posibilidad de un cambio de gobierno en la Casa Blanca y una más que probable modificación del enfoque de Washington hacia Teherán.
Tras ocho días de gira por Israel, los territorios palestinos y los emiratos del Golfo Pérsico, el presidente George W. Bush parece dispuesto a jugar sus últimas cartas en Oriente Próximo, con la vista puesta en el final de su mandato en enero de 2009.
De todas estas cartas, la principal está visiblemente contenida en su intención de aislar a Irán y evitar que este país aspire a una posición geopolítica de poder en la región. Previo a su extensa gira, se vivió un tenso incidente entre patrulleras del cuerpo naval de los Guardianes de la Revolución iraní y tres embarcaciones militares estadounidenses en el Golfo Pérsico.
El suceso parecía justificar las demandas de Bush por alcanzar un marco político regional entre los países árabes, destinado a frenar a Teherán, bajo la apocalíptica advertencia de "antes de que sea demasiado tarde", tal y como explicó el propio Bush en su visita a los Emiratos Árabes Unidos.
De Irán a Palestina
Lo extenso de la gira confirma la nueva estrategia de la presidencia Bush para Oriente Próximo, definida en agosto de 2007, y que se limita a reforzar las alianzas político-militares con Israel y países árabes aliados, como Egipto y Arabia Saudita.
Bush enfatizó en cada una de sus escalas la acusación contra Teherán de ser "el líder mundial en la promoción del terror". Le acusa de desestabilizar el Líbano, Palestina y Afganistán, por sus presuntos apoyos a los partidos Hizbulah y Hamas e, incluso, a los talibanes.
Sin embargo, la administración Bush observa con ojos diferentes el papel que Irán puede jugar en una eventual pacificación en Irak, razón por la cual existen mecanismos de diálogo indirectos entre Washington y Teherán, a través de las conversaciones entre el gobierno iraquí y la mayoritaria comunidad chiíta.
Durante su visita a Bagdad el pasado fin de semana, Bush intentó acercar a la comunidad sunnita con el gobierno de Bagdad, prometiendo una amplia amnistía a miembros del régimen de Saddam Hussein y el ex gobernante partido Ba´az.
Anteriormente, en Israel, el mandatario estadounidense sorprendió con una inédita y sorprendente declaración de condena a la ocupación militar israelí en los territorios palestinos, cuya finalidad supone una sutil estrategia de sincronización con la dirigencia de Al Fatah y el presidente Mahmud Abbas, a fin de desprestigiar y aislar al islamita Hamas.
Salvo en el caso de Irán, donde Bush obtuvo determinadas dosis de apoyo, pocos esperan avances en el caso del conflicto palestino. En Israel, Cisjordania y Gaza, nadie sabía a ciencia cierta a qué se debió la visita de Bush.
Una encuesta aseguraba que el 79% de los israelíes y el 60% de los palestinos consideran que el proceso de paz alcanzado durante la cumbre de Annapolis de diciembre pasado es un fracaso. Casi nadie cree que habrá Estado palestino en el 2008. Incluso, los ultrarreligiosos israelíes atacaron fuertemente la política de Bush.
Todo ello no evita la espiral de violencia. Una vez aterrizó Bush en la región, Hamas lanzó ataques contra la población israelí de Shderot. Tras la marcha de Bush, el Ejército israelí respondió matando a una veintena de palestinos en Gaza.
Durante la gira, fueron pocas las palabras de Bush referidas a los derechos humanos y la democratización regional, matrices principales de su anterior y fracasado plan del Gran Oriente Próximo concebido en el 2004. Lo que parece importar ahora es armar y crear bloques de aliados que contengan a Irán y cualquier manifestación islamista radical.
Dos elecciones clave
Pero este legado de Bush en Oriente Próximo estará sujeto a dos escenarios electorales a corto plazo, cuyos resultados variarán decisivamente el curso de las relaciones entre Washington y Teherán.
El primero será las elecciones legislativas iraníes previstas para el próximo 14 de marzo, donde los llamados "reformistas" pisan fuerte para quitarle espacios de poder al sector más duro representado por el actual presidente Mahmud Ahmadíneyad, y el poderoso Cuerpo de los Guardianes de la Revolución.
Los reformistas deberán superar el escollo que supone la preselección de candidatos que realice el Consejo de los Guardianes a finales de enero, sobre los candidatos a presentarse en los comicios legislativos.
Los reformistas, anteriormente representados por el ex presidente Mohammed Khatamí, siguen mostrando sus divisiones internas. Sin embargo, es posible que busquen reforzar a un candidato de peso en las filas conservadoras, como es el caso del moderado ex negociador nuclear Alí Larayani, con una gran reputación dentro y fuera de Irán y que se perfila como un rival presidencial de gran importancia contra Ahmadíneyad.
Estas elecciones son clave para medir las posibilidades de los reformistas y los conservadores de cara a las presidenciales de 2009, en las cuales Ahmadíneyad se juega eventualmente su reelección.
El segundo escenario para Bush está en casa. Es indudable que las elecciones presidenciales estadounidenses de noviembre próximo definirán la agenda a adoptar por Washington con respecto a Irán y su programa nuclear.
En el Partido Demócrata, sus tres principales candidatos, Barack Obama, Hillary Clinton y John Edwards, parecen apostar por un mayor entendimiento diplomático con Teherán, lo que echaría por tierra la "doctrina Bush" en Oriente Próximo.
Por su parte, dentro del Partido Republicano, sus candidatos Rudolph Giuliani y John McCain son más partidarios de una línea dura con Teherán, posición ligeramente adversa en el caso del reverendo Mitt Rowney, sorprendente "outsider" de esta contiende electoral.
Si los reformistas iraníes obtienen un resonante triunfo electoral, la estrategia de línea dura contra Teherán se debilitaría de manera considerable, aumentando las perspectivas de los demócratas en Washington. Un escenario que echaría por tierra toda la esencia del pensamiento neoconservador y la propia visión de Bush de reestructurar Oriente Medio a su medida.