Independientemente de la continuidad o no en el poder el presidente egipcio Hosni Mubarak, lo que está ocurriendo en ese país supone un fenómeno que trastocará sensiblemente el mapa geopolítico en Oriente Próximo y el Magreb, a través de un levantamiento popular con ansias de apertura democrática que ya tuvo su primer ensayo en Túnez a comienzos de 2011.
Independientemente de la continuidad o no en el poder el presidente egipcio Hosni Mubarak, lo que está ocurriendo en ese país supone un fenómeno que trastocará sensiblemente el mapa geopolítico en Oriente Próximo y el Magreb, a través de un levantamiento popular con ansias de apertura democrática que ya tuvo su primer ensayo en Túnez a comienzos de 2011.
Independientemente de la continuidad o no en el poder el presidente egipcio Hosni Mubarak, lo que está ocurriendo en ese país supone un fenómeno que trastocará sensiblemente el mapa geopolítico en Oriente Próximo y el Magreb, a través de un levantamiento popular con ansias de apertura democrática que ya tuvo su primer ensayo en Túnez a comienzos de 2011.
Con este panorama, Occidente deberá ajustar sus intereses y prioridades hacia un mundo árabe que está experimentando una serie de necesarios pero no menos inciertos cambios políticos, probablemente los más importantes desde la descolonización europea y sus procesos de independencia nacional.
Una nueva revolución árabe
Cualquier sagaz observador que se inserte en la actualidad de lo que está ocurriendo en el mundo árabe puede darse cuenta de que una auténtica revolución popular con ansias democráticas está derribando los esquemas de poder tradicionales en Oriente Próximo y el Magreb.
Primero fue Túnez, donde una serie de revueltas populares provocadas por la crisis económica y la frustración social acabaron con el aparentemente monolítico poder autocrático del ex presidente Zine El Abidine Ben Alí, en el poder desde 1987. A falta de definir hasta dónde llegará la transición post-Ben Alí en Tunez, los ecos de esta revolución están sacudiendo actualmente a Egipto, con posibilidades de expansión regional hacia Argelia, Jordania, Yemen e incluso Palestina.
Desde el pasado 25 de enero, inspirados por las masas tunecinas hambrientas no sólo de progreso económico sino de libertades políticas, los egipcios comenzaron su propia revolución, a través de una serie de agitaciones que están marcando una etapa histórica dentro del mundo árabe.
La rebelión egipcia está afectando seriamente la hegemonía política del presidente Hosni Mubarak, quien a sus 82 años permanece en el poder desde 1981. Estratégico aliado de EEUU, Europa e Israel, Mubarak gobernaba férreamente a través del hegemónico Partido Nacionalista Democrático (PND), reproduciendo una herencia autoritaria de liderazgos personalistas, principalmente inspirados tras la disolución de la monarquía egipcia en 1952 y la revolución nacionalista del coronel Gamal Andel Nasser, continuada por una especie de sucesión “faraónica” a manos de Annuar el Sadat y del propio Mubarak.
El martes 1 de febrero, en la anunciada “marcha del millón”, una multitudinaria concentración de ciudadanos egipcios irrumpió en las céntricas plazas de El Cairo. Días antes, el presidente Mubarak había anunciado la disolución de su gabinete mas no su renuncia, demanda principal de los manifestantes.
Con el poderoso estamento militar egipcio a la expectativa, incluso llegando a presentarse una seria fragmentación en los cuadros castrenses, algunos de ellos cónsonos a defender las demandas de los manifestantes, Mubarak maniobró toda serie de variables para aferrarse al poder, quizás con la pretensión de “quemar tiempo” a la espera de un debilitamiento de las manifestaciones.
El miércoles 2, las calles de El Cairo comenzaron a escenificar violentos enfrentamientos entre manifestantes en contra y a favor de Mubarak. Este escenario retrotrae la memoria de los acontecimientos vividos en Irán en junio de 2009, tras unas elecciones presidenciales que renovaron el mandato de Mahmud Ahmadíneyad, ante el clamor popular y occidental sobre un presunto fraude. Tras dos semanas de rebelión, manifestaciones y choques en las calles, la rebelión iraní fue desactivada por la represión oficial.
¿Un “modelo turco” para Egipto?
El escenario egipcio de febrero de 2011 anuncia ciertas similitudes con el iraní de 2009, quizás con la diferencia de la indefinición del sector militar. La oposición a Mubarak se muestra poco cohesionada políticamente, mientras desde Occidente intenta alentarse la figura de Mohammed ElBaradei, Premio Nobel y ex secretario general de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA).
Dentro de la crisis egipcia, resalta el protagonismo que está adquiriendo Turquía como posible actor de relevancia y modelo de referencia en una hipotética transición post-Mubarak. El gobierno del partido islamista moderado AKP, con su primer ministro Recep Tayyip Erdogan en el poder desde 2002, parece querer ocupar su lugar preponderante en la geopolítica de Oriente Próximo, así como erigirse en una referencia de pragmatismo y moderación para el islamismo político regional y otros partidos políticos, incluso laicos.
De forma inédita, Erdogan es uno de los líderes regionales que se posicionan con mayor fuerza a favor del clamor popular egipcio por reformas democráticas y una transición pacífica. De este modo, Turquía parece dispuesta a ocupar una especie de vacío dejado por el Egipto de Mubarak en la política regional y el mundo árabe. Más que el integrismo islamista presente en otros países de la región, el AKP turco pareciera convencido a abrir puertas con los Hermanos Musulmanes egipcios como partido político clave en una transición política en Egipto.
Otro actor político clave en una eventual transición post-Mubarak es el vicepresidente, el general Omar Suleimán, quien se impone como la figura visible del régimen en medio de las protestas. Pero la figura de ElBaradei tiene poca repercusión popular en el escenario egipcio, donde la fortaleza del ilegalizado movimiento de los Hermanos Musulmanes cobra fuerza en las clases populares, frustradas por el autoritarismo del régimen de Mubarak y los limitados espacios de apertura política.
La vigilia de los manifestantes dio paso a una especie de ultimátum a Mubarak para que abandone el poder antes del viernes 4. Mientras, los choques violentos y posibles saqueos ilustran cierta sensación de anarquía que pueden ser aprovechados por Mubarak y los militares para desactivar las protestas y retornar al orden público.
En todo caso, ante la presión internacional, Mubarak se muestra políticamente casi sentenciado, atenazado desde diversos sectores del poder, principalmente dentro del PND y del estamento militar, a iniciar una transición y una serie de reformas políticas que desactiven paulatinamente los focos de descontento social. Por lo pronto, y como anunciara su depuesto homólogo tunecino Ben Alí, Mubarak anunció que no volvería a presentarse a una reelección.
En el panorama político egipcio están previstas las elecciones presidenciales pautadas para septiembre próximo, donde Mubarak y el PND esperaban renovarse políticamente a través de la sucesión presidencial en manos de su hijo Gamal Mubarak, de 47 años. Pero la rebelión actual muy probablemente dará paso a una etapa de transición y posible adelanto electoral, con o sin Mubarak en el poder. Incluso, el vicepresidente Suleimán también anunció que Gamal Mubarak no participaría en las elecciones.
Incluso se especula con una posible transición a manos del propio Suleimán y del jefe del Estado Mayor egipcio, Sami Einan, el cual contaría curiosamente con el beneplácito de los ilegalizados islamistas Hermanos Musulmanes, probablemente el partido con mayor popularidad en el país junto al oficialista PND. Este escenario parece estar persuadiendo a Washington a desmarcarse de su tradicional aliado Mubarak, manejando “tras bambalinas” la posibilidad de posicionarse dentro del entramado egipcio y regional cuando, anteriormente, su irrestricto apoyo a Mubarak y su falta de previsión ante las protestas contribuyó a recrear la crisis actual.
Un nuevo mapa geopolítico
Resulta claro que tras Túnez y Egipto, la posibilidad de expansión de la revolución popular árabe podría ampliarse a otros países del Magreb y Oriente Próximo, especialmente Argelia, Yemen, Jordania o Marruecos, ahora en el foco de atención de la opinión pública mundial.
De este modo, diversos gobiernos árabes parecen estar colocando sus “barbas en remojo”. Con la “marcha del millón” y los violentos disturbios en El Cairo, el monarca jordano Abdalá II anunció la disolución de su gobierno y el nombramiento de un nuevo primer ministro, en claro gesto para desactivar una serie de protestas populares contra su política económica.
Al mismo tiempo, el presidente yemení Alí Abdalá Saleh (en el poder desde 1978), anunció que no volvería a presentarse a una reelección presidencial. Su homólogo argelino Abdelaziz Bouteflika, anunció la finalización del “estado de excepción” impuesto por los militares desde 1992, tras la victoria electoral de los partidos islamistas en las elecciones legislativas de ese año.
Obviamente, la presencia de gobiernos autoritarios con largos períodos en el poder es un panorama común en el mundo árabe, tan común como el apoyo otorgado por EEUU y Europa hacia estos liderazgos que están tambaleándose tras los sucesos de Túnez y Egipto. Pero en el fondo, el temor occidental al ascenso de movimientos islamistas o contrarios a la preponderancia occidental en estos países puede ser un escenario que comience a cobrar forma a partir de ahora, una realidad a la cual ni Washington ni Europa ni mucho menos Israel podrán escapar u ocultar.
Por ello, uno de los beneficiados de esta revolución árabe serían los partidos islamistas, auténticos agentes de oposición a los gobiernos autocráticos y que, en mayor o menor medida, adoptan agenda radicales o pragmáticas. El ejemplo del palestino Hamas, del libanés Hizbuláh y del turco AKP, que han logrado llegar al poder a través de procesos electores, es un aspecto que parece influir en otras formaciones islamistas, siendo la más notoria la de los Hermanos Musulmanes en Egipto y otros movimientos similares en Argelia, Túnez y Marruecos.
Obviamente, la eventual caída de una pieza estratégica para Occidente como Mubarak, o bien una transición política en Egipto, causarán movimientos tectónicos en Oriente Próximo. Tras Israel, Egipto recibe anualmente US$ 3.000 millones en asistencia militar y económica desde Washington, mientras su economía es considerada como un mercado emergente para los organismos financieros internacionales. El Canal de Suez constituye igualmente un paso comercial de gran importancia estratégica para Occidente, Asia y el mundo árabe.
Fiel aliado occidental y de Israel, ya que Egipto fue el primer Estado árabe en reconocer en 1978 al Estado israelí, la diplomacia egipcia al mando de Mubarak le ha dado un peso importante en Oriente Próximo a la hora de llevar a cabo diversas negociaciones de paz en Palestina, Líbano o Irak, por tomar algunos ejemplos.
Este peso geopolítico y diplomático egipcio es un factor a tener en cuenta ante los acontecimientos actuales y una eventual caída de Mubarak, especialmente para EEUU e Israel, los principales perjudicados con una rápida y eventual caída de Mubarak. Adecuarse a un contexto de cambios en el mundo árabe, donde los partidos islamistas y otras formaciones políticas podrían erigirse en los agentes de este cambio, serán variables que Washington y Tel Aviv deberán tener en cuenta a partir de ahora, en su tratamiento de la política regional en Oriente Próximo y el Magreb.
Si bien las revoluciones tunecina y egipcia pueden tener repercusión en el mundo árabe, su influencia puede ser menor en otros países como Libia o Marruecos, donde la legitimidad y control político de sus gobernantes, Muammar al Gaddafi y el monarca Mohammed VI respectivamente, parecen más consolidada, con una oposición debilitada.
Hacia dónde va la transición egipcia
De allí la cautela en EEUU y Europa a la hora de posicionarse, abriendo posibles escenarios de transición ordenada y “tutelada” a través del peso de los militares egipcios, en caso de que imposibilitarse por mayor tiempo el mantenimiento del régimen al mando del octogenario Mubarak. Este factor explicaría porqué Washington parece alentar la posición de ElBaradei en la transición egipcia, cuya imagen en Occidente parece más consolidada que en el propio Egipto.
Pero resulta poco claro que una transición post-Mubarak lleve inmediatamente a una orientación anti-occidental en Egipto. El peso de los militares, básicamente aliados de EEUU, y de unas clases medias con fuerte orientación secular y occidental, hace pensar en un equilibrio de escenarios y orientaciones geopolíticas para este país con fuerte liderazgo en el mundo árabe.
Del mismo modo, debe observarse con mayor celeridad la evolución de la transición tunecina y, eventualmente, de la egipcia. En Túnez, los elementos del “antiguo régimen” en el poder, principalmente del otrora hegemónico Reagrupamiento Constitucional Democrático (RCD), siguen estando presentes en la transición post-Ben Alí, particularmente dirigida por el actual primer ministro Mohammed Ganuchi.
Como el RCD en Túnez, el gobernante PND en Egipto podría tutelar una transición post-Mubarak que no altere, a grandes rasgos, la supervivencia política de las elites gobernantes. Las similitudes de los casos tunecino y egipcio se evidenciarían ante transiciones moderadas desde el poder, con el apoyo del estamento militar y pulsando cuál será la reacción internacional. Por lo pronto, la Internacional Socialista ya expulsó al RCD y el PND de sus filas.
Pero resulta indudable que el mundo árabe está viviendo su propia revolución democrática, como anteriormente sucediera en otros escenarios anteriores en Europa del Este y el espacio ex soviético, como Serbia (2000), Georgia (2003), Ucrania (2004) o Kirguizistán (2005 y 2009). Unas revoluciones que obligarán a Occidente a modificar sustancialmente sus prioridades y pautas de poder en la estratégica zona entre Oriente Próximo y el Magreb, sacudida por una “primavera democrática árabe” que aún deberá cobrar forma en cuento a cuáles son sus prioridades políticas.