Desde hace varios años el mundo desarrollado pasó a moverse bajo una nueva dicotomía: apertura versus cerrazón. Es decir, apertura al mundo y a una sociedad globalizada o, alternativamente, limitación al libre comercio, rígidas barreras a la inmigración y desconfianza frente a lo extranjero. Desde las elecciones estadounidenses de 2016 hasta el Brexit, pasando por la mayor parte de las sociedades de Europa continental, el debate predominante ha girado en torno a esta dialéctica.
Desde hace varios años el mundo desarrollado pasó a moverse bajo una nueva dicotomía: apertura versus cerrazón. Es decir, apertura al mundo y a una sociedad globalizada o, alternativamente, limitación al libre comercio, rígidas barreras a la inmigración y desconfianza frente a lo extranjero. Desde las elecciones estadounidenses de 2016 hasta el Brexit, pasando por la mayor parte de las sociedades de Europa continental, el debate predominante ha girado en torno a esta dialéctica.
Dentro de las diversas variables de esta dicotomía apertura-cerrazón, ninguna resulta tan original como la china. Todos podemos observar como ese país se encuentra sometido a las tendencias contradictorias de la globalización y el nacionalismo. Más aún ambas le proporcionan un tipo distinto de legitimidad de cara a su población. La globalización, que le ha traído inmensa prosperidad al país, se identifica con la “bendición de los cielos”. Es decir, aquella fórmula ancestral según la cual la prosperidad económica y la paz son muestra de que los dioses han brindado su manto protector a los gobernantes. El nacionalismo, de su lado, no sólo se identifica con el respeto al que su historia multimilenaria y su nunca superada percepción de centralidad les dan derecho, sino que es la necesaria revancha frente al siglo de humillación por parte de potencias extranjeras. El proyectar la posición prominente de la cual se consideran merecedores y el nunca dejarse humillar de nuevo por potencia alguna, son obligaciones de todo régimen que aspire a la supervivencia.
China, mayor beneficiaria de una globalización que le ha permitido sacar de la pobreza a ochocientos millones de sus ciudadanos, transformarse en una de las dos mayores economías del mundo y posicionarse como el país comercialmente más interconectado del planeta, no puede parar esta espiral virtuosa. Su iniciativa del Cinturón y el Camino busca generar una gigantesca red de comercio e infraestructuras llamada a unir a tres continentes y a mantener en fase expansiva a la globalización.
Pero junto a lo anterior, Pekín persigue un rumbo paralelo. Su agresiva asertividad en el Mar del Sur de China, al cual llama su “suelo nacional azul” y del cual reclama el 90% de su extensión, no sólo lo enfrenta a varios países del Sudeste Asiático sino que lo coloca a contracorriente de la legalidad internacional. A la vez, moderniza activamente su aparato militar y desarrolla una armada capaz de operar en mares lejanos, con particular referencia al Océano Índico, donde afirma una presencia cada vez mayor. Esto último ha colocado a China en curso de colisión directa con India, en relación a la cual está resultando también crecientemente asertiva en el diferendo territorial que los separa en el Himalaya.
El fortalecimiento de su aparato militar y su geopolítica expansiva, a no dudarlo, atentan no sólo contra el éxito de su proyecto del Cinturón y el Camino, sino contra las aspiraciones de expansión tecnológica y económica de China. Más aún, la misma está propiciando la conformación de una poderosa coalición en su contra, la cual incluiría al cuadrilatero conformado por Estados Unidos, Japón, India y Australia. A la vez, la dureza del régimen frente a la comunidad musulmana de nacionalidad china, amenaza con enajenarle la buena voluntad del mundo musulmán, factor clave para el Cinturón y Camino. Su nacionalismo, en pocas palabras, atenta contra la bendición de los cielos.
Lo inmensamente curioso del caso es que bajo la óptica china, globalización y nacionalismo no se presentan como fuerzas antitéticas, sino como manifestaciones interdependientes de una misma política. Una política iniciada en tiempos de Deng Xiaoping y que este bautizó bajo el aforismo de “agarrar con las dos manos”. En palabras de Christopher Hughes: “El mensaje central es que la ‘apertura’ se justifica no sólo en términos de elevar el nivel de vida de sus habitantes, sino porque permitirá que se materialicen los ideales nacionalistas…Dentro de este escenario el arte de la política consiste en obtener el debido balance entre globalización y nacionalismo” (“Globalisation and nationalism: squaring the circle”, LSE Research Online, March 2009).
El párrafo de Hughes, que sintetiza la razón de ser de dicha política, podría tener dos lecturas. Una más benigna, la otra más preocupante. En función de la primera se entiende que para una cultura como la china, acostumbrada a la complementariedad de los contrarios, lo anterior tendría sentido. El éxito se mediría en el adecuado balance entre objetivos disímiles, lo cual por extensión garantizaría un nacionalismo bajo control. Una segunda lectura, sin embargo, podría dar a entender que la apertura económica resulta subsidiaria a la realización de los ideales nacionalistas. De ser así China está llamada a convertirse en un factor de profunda desestabilización geopolítica e internacional. Su reciente apretar de tuercas a Hong Kong, pasando por alto los compromisos adquiridos, apunta a la segunda lectura. Este es uno de los temas que desarrolló en mi nuevo libro China versus the US: Who Will Prevail?