Los raíles del poder

El grave accidente ocurrido en la línea de alta velocidad Beijing-Shanghái, a pocos días de su inauguración, ha dado de lleno en la línea de flotación de la credibilidad de las autoridades chinas. La modernización del ferrocarril (junto a la industria espacial) ha simbolizado en los últimos años la capacidad del gobierno para superar a marchas forzadas el diferendo tecnológico que le separa de los países desarrollados. La red china de alta velocidad, la mayor del mundo (13.000 Km previstos en 2012), se había convertido en la mejor expresión del savoir-faire chino, sinónimo de las nuevas capacidades tecnológicas del gigante asiático, cuyo empuje está asociado al cambio del modelo de desarrollo, una nueva concepción de la vertebración territorial interna y la revolución de su imagen y presencia internacional. Según el diario China Daily, en 2010, más del 50 por ciento de las inversiones mundiales del sector se realizaron en China y en 2012 su red de alta velocidad equivaldrá a la mitad de la red mundial.

Con la importación de tecnologías de Japón, Francia, Canadá o Alemania, China ha sido capaz de desarrollar, en un tiempo récord y no sin controversia por el dudoso respeto de la propiedad intelectual, una red nacional de una enorme envergadura elevándola a otra demostración más de su nuevo status global. Pero no se quedaba en casa. También la convertía internacionalmente en una oferta irresistible en virtud de una competitividad basada no solo en su reducido precio sino en las amplias facilidades de financiación o en la oferta complementaria de servicios con una asombrosa e inigualable capacidad de integración merced al apoyo público y a la versatilidad aportada por grandes empresas de diferentes ramos que actúan de forma mancomunada y solidaria. Esa buena imagen le llevó a competir y ganar presencia en casi todo el mundo, desde el Asia más próxima (Singapur, Indonesia) a la lejana América del Sur (Brasil, Venezuela), África (Nigeria, Sierra Leona), Medio Oriente (Arabia Saudita), Rusia e incluso Estados Unidos (entre San Francisco y Los Ángeles) o Europa (Reino Unido).

Hace apenas un año, cuando la erupción de un volcán en Islandia paralizaba el tráfico aéreo, las autoridades ferroviarias chinas evocaban la posibilidad de un enlace que uniría Shanghái y Londres en dos días, reactualizando la vieja ruta de la seda. Su ambición parecía no tener límite. Después de construir la línea de ferrocarril más elevada del mundo, uniendo Beijing y Lhasa (con la mirada puesta en  la conexión con Bangladesh, Bután y Nepal), China presentaba su tecnología ferroviaria como mascarón de proa de un proyecto de internacionalización sobre nuevas bases, combinación de técnica, financiación y sinergias sectoriales. Era el carpetazo definitivo al todo a cien.

El accidente ha volatilizado buena parte de este sueño. Pero llueve sobre mojado. El ministro de ferrocarriles, Liu Zhijun, fue obligado a dimitir en febrero acusado de corrupción, en medio de grandes sospechas sobre la viabilidad económica y técnica del ambicioso proyecto ferroviario chino. Es verdad que su defenestración puede obedecer a las intrigas propias de los movimientos previos al próximo Congreso del PCCh (era un afín al anterior secretario general Jiang Zemin), pero el modelo de gestión del ferrocarril chino, su viabilidad, originalidad, calidad y, sobre todo, la seguridad habían sido cuestionadas por numerosos especialistas extranjeros, quienes han alertado de los innumerables riesgos que le circundan.

Tradicionalmente, la sociedad china es muy usuaria del ferrocarril. Quizás por ello, la irritación en torno a este asunto se ha desbocado. A las críticas por las prisas inauguradoras derivadas de las exigencias del calendario político, los elevados precios de los billetes o la planificación irracional de algunos tramos se ha añadido ahora el disgusto por la reacción del gobierno. Ni siquiera se ha librado de su ira el primer ministro Wen Jiabao, sospechoso de haber mentido para justificar su tardía presencia en la zona del siniestro seis días después del suceso. La censura, ocultamiento de pruebas, presiones a familiares, abogados, etc.,  se han desarrollado con el mismo guión indecente de similares y anteriores ocasiones, una torpeza autoritaria más que ha disparado la contestación y la desconfianza. Para contener la ira, el gobierno ha ofrecido doblar las compensaciones y castigos ejemplares a los responsables directos. Pero el problema va más allá.

No estamos ante una lamentable fatalidad. Lo ocurrido es otro símbolo de la decrepitud moral de unas autoridades cuyo menosprecio de la seguridad esconde una corrupción que desmiente la cacareada eficiencia del mandarinato autoritario. Puentes que se caen, autobuses que se incendian, minas que revientan a cada paso, son indicadores de una misma negligencia estructural y preludio de otro choque cuya verosimilitud gana enteros cada día que pasa, esta vez entre un poder gangrenado por la avaricia y la falta de ética y una sociedad víctima de su codicia.

Tan dramático fracaso evoca esas grandes vallas de inmuebles en construcción que reproducen paisajes idílicos para proteger de los curiosos otras interioridades menos deslumbrantes. En buena medida, China sigue siendo eso. Una gran y atractiva pantalla que esconde entre bambalinas mil y una grietas que tarde o temprano, quizás trágicamente, acabarán eclosionando.