Mao, más lejos

El XVI Congreso del Partido Comunista de China se inicia este fin de semana. Cada cinco años se reúne este peculiar cónclave, que abre el proceso de renovación no solo en sus instancias sino también en las principales instituciones del Estado (Parlamento, Gobierno, etc). Dos son las principales claves de este macro encuentro. De una parte, los hombres. De otra, las ideas.

Deng Xiaoping, el arquitecto de la reforma china iniciada en 1978, acabó con la cultura de lo vitalicio en el Partido y en el Estado. Se puede mantener y desarrollar la influencia, el gobierno a través de terceros, las guanxi, pero no ejercer en activo hasta el fin de los días. Aquella imagen de “cuatro viejos con cinco dientes” que asomaba en las fotografías de los miembros del Comité Permanente del Buró Político, auténtico sancta sanctorum del poder chino, es hoy una reliquia. El no más de dos mandatos se ha instalado como inevitable en el ejercicio de los cargos públicos en Pekín. Aún a pesar de ese avance, lo cierto es que, aún hoy, los hombres mandan más que las leyes en China y por ello es muy importante atender a esa magnitud de su siempre delicada transición. Sabido es que Hu Jintao, aupado ya en su día por el propio Deng, tiene todos los ases en la manga para suceder a Jiang Zemin, al frente del Partido (Secretaría general) y del Estado (Presidencia); no así en la Comisión Militar Central, donde es posible que Jiang Zemin imite a Deng y mantenga por un tiempo ese cargo en sus manos, buen conocedor de la importancia de garantizar la complicidad política del EPL (Ejército Popular de Liberación) y del tiempo que se necesita para construir una base sólida de proyección del nuevo líder en ese ámbito. Con Hu entra en escena una nueva generación de dirigentes, de perfil menos ideologizado, más técnocrático, continuista y de ideario común nacionalista.

En el ámbito de las ideas, el XVI Congreso dará vía libre a la llamada “teoría de las tres representaciones” que desde hace un par de años impulsa el propio Jiang Zemin como aportación esencial de su largo mandato (1989-2002). Pese a las resistencias, que las tiene, Jiang desea, sobre todo, incorporar a los empresarios privados al Partido. Para ello, los Estatutos deberán suavizar las exigencias revolucionarias reconduciéndolas a la simple militancia en ideas avanzadas y no retrógradas como listón mínimo para acceder a la nomenclatura que aún hoy maneja los destinos del viejo Imperio del Centro casi como lo harían los mandarines del pasado.

La propuesta de Jiang Zemin supone una nueva ruptura con el maoísmo. Sabido es que la gaige (reforma) y la kaifang (apertura) de Deng han demolido, en buena medida, el edificio económico de las primeras décadas de la República Popular China. El aflojamiento de la planificación central ““no su desaparición-, la incorporación del mercado, la aceptación de inversiones extranjeras a gran escala, el sistema de responsabilidad familiar en el campo, la liberalización salarial, etc, fueron laminando, a distinto ritmo, las comunas, las danwei y otros vestigios del colectivismo asociado a Mao. Subsisten aún formas y organizaciones de aquella época, pero como algo que es preciso cambiar sin demora. Las propias danwei o conglomerados estatales que se ocupan de sus trabajadores desde que nacen hasta que mueren, están en fase de reforma, difícil y compleja, al igual que la propia Administración del Estado. Pero su significación económica y política decrece en favor de otras formas de propiedad y de organización como las empresas colectivas, cooperativas y privadas, magnitudes no siempre exactamente homologables con nuestras entidades.
De la tradición maoísta iba quedando, fundamentalmente, el Ejército y el Partido, sobre todo el Partido. Aún siendo extraño encontrar entre sus invitados congresuales (y aplaudiendo a rabiar algunas resoluciones) al Presidente del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional, o a pesar de coquetear sin límites con las grandes transnacionales europeas o americanas, el discurso oficial siempre ha venido insistiendo en la perseverancia en el rumbo socialista, aún a sabiendas de que serán muchos los años a sobrevivir en la actual fase primaria de la construcción del mundo nuevo, para pasar “de una relativa imperfección a una perfección relativa”. A Deng le preocupaba tanto esta reflexión que llegó a enunciar cuatro principios, cuatro barreras infranqueables, para que la naturaleza del proceso ““el fortalecimiento del sistema socialista- no se alterara por la inevitable erosión que producirían tantas incrustaciones de signo capitalista. Pues bien, los cuatro principios son los cuestionados ahora con la teoría de las tres representaciones y el ingreso de los empresarios en el Partido. ¿Cómo mantener la vigencia de la dictadura del proletariado?

Desde la teoría de las contradicciones de Mao, cuando menos, sabemos de la inmensa capacidad de los dirigentes y la sociedad china para conciliar a los contrarios. Aún así, en este caso, parece evidente que nos encontramos ante el principio de una gran transformación que aleja el Partido y el país del ideario maoísta un poco más. Se seguirá insistiendo en lo mismo pero haciendo cada vez más lo contrario. El Partido necesita hoy todas las energías, asegura Jiang. Muchos son los problemas a los que se deberá enfrentar en el futuro, algunos y no menores derivados del ingreso en la Organización Mundial del Comercio y de las insuficiencias del sistema, paradójicamente muy cojo en lo social. La construcción de un país grande y poderoso, es decir, el nacionalismo, puede servir de aglutinante de todo ese amplio y diverso magma que encontraba hasta ahora en el Partido su muralla más insalvable. A cambio, el Partido, más interclasista que de clase, debe aflojar su ideología como al principio de la reforma aflojó los vectores básicos de lo que entendíamos por una economía planificada y no capitalista.

Deng acabó con el maoísmo económico. En este XVI Congreso, Jiang Zemin puede tirar la primera y sustancial piedra contra el maoísmo ideológico. De aquí podrá salir, quizás, el real pluralismo político chino y no el insulso imaginado en Chicago y siempre deudor de las muchas deficiencias e inadecuaciones de un sistema como el nuestro, casi nunca miméticamente trasladable.