La posición china en relación a la guerra en los Balcanes se ha caracterizado por una equilibrada mezcla de frío distanciamiento diplomático y elemental pragmatismo. Beijing es consciente de que su capacidad de influencia en la evolución de los acontecimientos es muy limitada y, por otra parte, en este momento, con asuntos tan transcendentales sobre la mesa como el ingreso en la Organización Mundial del Comercio, le importa más insistir en una dinámica constructiva en sus delicadas relaciones con Estados Unidos que abundar en las diferencias. Valga de ejemplo que, hace poco más de un mes, mientras caían las primeras bombas sobre Belgrado y miles de albaneses iniciaban su particular “larga marcha” hacia la frontera, Jiang Zemin, el presidente chino, se reunía con importantes empresarios en las capitales de Italia, Austria o Suiza para animarlos a invertir en la transformación económica de su país.
Pero aunque la suya sea otra guerra, es necesario tener en cuenta dos aspectos. Uno, desde el primer momento, el rechazo de la prepotencia occidental ha sido manifiesta y contundente. Bien es verdad que China tiene sus propios “kosovos” (tibetanos, uigüres, kazakos, fundamentalmente) y por ello, entre otras razones, sería iluso esperar otra cosa. Dos, su insistencia de principio en la resolución pacífica del conflicto en el marco de Naciones Unidas y del respeto a la legalidad internacional y a la soberanía, integridad territorial e independencia de la República Federal Yugoslava, le aproxima un poco más a Moscú y va llenando de mayor contenido esa asociación estratégica que busca restablecer buena parte del equilibrio perdido en la posguerra fría.
El ataque a su legación diplomática en Belgrado, más allá de la natural irritación y protesta, lógica y visiblemente en aumento, no modificará nada sustancial pero tendrá consecuencias políticas y brinda a Beijing una irrefutable justificación, que probablemente no desperdiciará, para desempeñar un papel más activo en el frente de la paz.