Suicidio colectivo en Venezuela

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Para desalojar al capitán del barco, es necesario hundir la nave. A esta conclusión parece haber llegado la oposición Venezolana aglutinada en torno a la Coordinadora Democrática.

La huelga declarada desde el 2 de diciembre ha sumido al país en la más profunda crisis económica. Si en el segundo trimestre del 2002, la caída del PIB se estimaba en el 7,7%, y el tercer trimestre rondaba el 10%, ahora un informe del Banco Santander Central Hispano asegura que la economía venezolana podría contraerse hasta un 40% en el primer trimestre del 2003.

Las grandes decisiones tomadas por la atípica Coordinadora, en la que comparten mesa patronal y sindicatos, han estado marcadas por el fracaso y han socavado su credibilidad internacional. Ni estar implicada en el Golpe de Estado del 11 de abril, ni acercarse a la plaza de Altamira para estar al lado de militares rebeldes que incitan a la desobediencia militar, ni embarcarse en un prolongado Paro Cívico que depaupera al país caribeño, ni promover la desobediencia fiscal…, parecen estar dentro del marco de racionalidad y responsabilidad exigible a una alternativa con sobrada experiencia en tareas de gobierno.

Pero al otro lado del muro de la incomunicación fratricida, en el que mora el gobierno venezolano, también se han cometido errores elementales que no se justifican con la falta de experiencia de gobierno, con la que llegaron al Palacio de Miraflores.

Remover los cimientos del estado, era una demanda unánime de la sociedad venezolana harta de tanta corrupción e injusticia social. Hacerlo con un importante apoyo popular, mediante un plebiscito que aporta legitimidad al texto fundamental del estado, es inobjetable. Pero dejar al margen a partidos o a importantes sectores sociales es un error político que siempre tiene un alto precio. Los relegados en la redacción constitucional son quienes hoy movilizan una buena parte de la sociedad venezolana y se desesperan por tumbar la Constitución Bolivariana.

Tampoco el Presidente Hugo Chávez Frías ha sido un ejemplo de moderación verbal y prudencia diplomática. Borracho de éxito por haber arrasado en seis elecciones consecutivas nunca se comportó como el presidente de todos. Mas bien, con su litúrgica revolucionaria, totalmente alejada de una praxis de acción de gobierno moderada, en la línea de la socialdemocracia, alimentó los fantasmas del comunismo entre una oposición, que sin rigor ideológico, afirma que Venezuela es un satélite de Cuba. Leyes como la de Costas o de Tierras, exhibidas como prueba de la deriva comunista de los bolivarianos, son mucho más mesuradas que las existentes en países de larga tradición democrática.

Su agresivo vocabulario descalificador, escasamente dotado de inteligencia política, dirigido contra las conservadoras jerarquías eclesiásticas, contra el empresariado al que se refiere habitualmente como oligarcas, contra las corruptas organizaciones sindicales funcionó como un potente herbicida que dejaba poco margen para que germinase el consenso social.

Chávez representa el poder democrático, sin duda. Chávez es el legítimo mandatario que se dieron los venezolanos. Pero también ha incurrido en devaneos autoritarios, impropios de un dirigente democrático. Su pasado como golpista en febrero del 92, quedó limpio con la excarcelación decretada por Caldera y por la purificación de la que salió triunfador en las llamas electorales del 98. Pero sus tics de autoritarismo emergieron espontáneamente. Al poco tiempo de ser electo Presidente, amenazó con un autogolpe si el parlamento, controlado por la oposición, ponía trabas al ascenso en el escalafón de mando a 35 militares. El pasado año, en febrero, celebró con una parada militar, el décimo aniversario del intento de Golpe de Estado que el mismo había liderado en 1992.

El Chavismo llegó al poder aupado por una sociedad hastiada de tanta injusticia. Harta de ver como se evaporaban ingentes sumas de ingresos por la venta de petróleo, sin que disminuyese el porcentaje de pobres, cercano al 80%, o de moradores en la miseria, el 40%; de observar impotente como una élite se enriquecía desmedidamente parasitando a la sombra del estado petrolero; de asistir como espectadores al desmoronamiento de la industria nacional, que requería mayor esfuerzo y ofrecía menos beneficio que los inflados contratos con el estado. Venezuela se convirtió en un país dependiente del petróleo, donde el 70% de lo que consume, tiene que ser importado.

Esta decadencia de 40 años de vigencia del Pacto de Puntofijo, firmado en 1958 a la caída de la dictadura de Pérez Jiménez, en el que socialdemócratas y socialcristianos se proponían dar estabilidad política al país, tuvo el acierto de librar a Venezuela de las dictaduras que en esos años recorrieron el continente, pero derivó en corrupción generalizada. El último presidente del puntofijismo, Carlos Andrés Pérez, fue depuesto por la Corte Suprema acusado de malversación de fondos públicos. Un informe del Estudio Mundial de Valores publicado en esas fechas aseguraba que el 63% de la población rechazaba o desconfiaba del poder judicial, el 70% de la Administración Pública, el 72% del gobierno, el 70% de la policía, el 74% de los sindicatos, el 77% del Congreso y el 85% de los partidos políticos.

El virus de la intolerancia social que hoy tiene enferma a la sociedad venezolana, históricamente pacífica, se incubó durante el puntofijismo. Pero el origen de la abismal fractura interna, está en el caracazo de 1989, cuando un duro plan de ajuste promovido por el presidente Carlos Andrés Pérez para atajar la crisis económica, desembocó en graves disturbios callejeros. La decisión de sacar el ejército a la calle y la dureza empleada por los militares provocaron 400 muertos, según cifras oficiales, y más de mil según fuentes independientes. La inmensa mayoría de las víctimas, provenían de las barriadas más humildes, de los ranchitos que circundan la ciudad. Allí nació un espíritu de revancha de los desposeídos que se galvanizó electoralmente en la figura de Chávez, apoyado también por clases medias hambrientas de cambio y regeneración ética.

Gobierno y oposición parecen convencidos de tener las cartas adecuadas para ganar esta partida. Ambos hacen arriesgadas apuestas al todo o nada. La oposición con el as en la manga de unos medios de comunicación que desde el comienzo de la huelga no emiten más que noticias relacionadas con el paro, eliminando la programación de entretenimiento y los anuncios publicitarios.

Los únicos spots de las televisiones privadas son los de la Coordinadora Democrática, que machaconamente insisten en relacionar al Presidente Hugo Chávez, con Hitler, Musolini y demás dictadores; en identificar la convocatoria de elecciones con paz; en cargar las tintas sobre el gobierno como el causante del paro, de la pobreza, del estado de la educación, de la sanidad, de las infraestructuras, de la escasez de gasolina, del desabastecimiento; en comparar peso y gordura de Hugo Chávez antes de entrar a gobernar, con el actual.

Cuenta asimismo con la complacencia de una buena parte del poder judicial, controlado por el ex-ministro chavista Luís Miquilena, que abandonó el gobierno a principios de 2002 para colocarse en situación privilegiada ante el golpe en puertas. Dispone asimismo de la anuencia de la temida Policía Metropolitana de Caracas armada como un auténtico ejército, y autora de las últimas muertes de chavistas en las peleas callejeras entre partidarios y detractores de Chávez.

El gobierno, amparado por la legitimidad de las urnas, cuenta con un ejército fiel, depurado de conspiradores después del golpe de abril, del que, incomprensiblemente, no hay ningún detenido entre los golpistas.

Ambos rivales están plenamente convencidos de que cuentan con el apoyo de la mayoría de la población. "Vamos a ganar cualquier referéndum o votación que se nos atraviese en el camino" me decía la Ministra de Trabajo, Mª Cristina Iglesias. Chávez ya no dispone de un apoyo social superior al 15% me comentaba un alto directivo del Grupo Cisneros.

La batalla decisiva de esta guerra declarada por el poder es: PDVSA (Petróleos de Venezuela). Disputan encarnizadamente el control del único pilar que sustenta la economía del país caribeño. Esta gigantesca Corporación Petrolera, situada entre las diez más importantes del mundo con más de 40.000 trabajadores generosamente remunerados, dispone de seis refinerías y 14.000 gasolineras en EEUU. Un juego de intereses demasiado importante como para pasar desapercibido. Ya en la intentona de abril, el principal desencadenante fue el control de PDVSA. La destitución de los altos directivos y su negativa a abandonar la empresa fue la expresión externa de la pugna por la columna vertebral del país que aporta entre el 50% y el 70% de todas las exportaciones venezolanas. Sin el control de PDVSA no es posible el control del aparato del Estado.

La situación está trancada , según la terminología del país. El gobierno cree que este es el momento oportuno para hacerse definitivamente con el poder. La dividida y variopinta Coordinadora democrática se marcó el objetivo de sacar de inmediato a Chávez, antes de cumplirse la mitad de su mandato, pero tiene dudas de contar con la fuerza suficiente para hacerlo ajustado a la Constitución, con un referéndum revocatorio, que solo podría celebrarse a partir de agosto y que requiere un número de votos en contra del Presidente superior al que obtuvo cuando fue electo. Por eso pretende utilizar la vía del referéndum consultivo, sin capacidad ejecutiva, pero con objetivos, más fáciles de conseguir, por número de firmas y votos a obtener.

Mientras el barco hace aguas, se oyen consignas que no incitan al optimismo. Prohibido olvidar o ni un paso atrás… están en la boca de ambas partes. Coinciden en que Venezuela precisa purificarse para el futuro, pero antes debe pasar por una catarsis colectiva que posibilite su regeneración. Más bien semejan estar afanados en un suicidio colectivo.