Taiwán, es verdad, es un Estado de hecho, aunque no derecho. Dispone de su propio Ejército y, con todas las limitaciones que se quiera, de su propia diplomacia, si bien no goza del reconocimiento internacional, más allá del otorgado por cerca de una treintena de estados, por regla general, poco significativos. Pero a Lee Teng-hui no le falta razón cuando exige de Beijing un trato diferente al dispensado a las cuestiones de Hong Kong o Macao. Evidentemente, no son situaciones comparables: Taiwán no es una colonia en manos de una potencia extranjera; la naturaleza histórica del problema es muy diferente, pues es consecuencia de un conflicto político e ideológico interno y no de los “tratados desiguales”; tampoco existe ese elemento de prolongación e inmediatez territorial que puede advertirse en los dos supuestos citados. Taiwán es hoy más Estado que muchos de los estados integrantes de Naciones Unidas y Beijing debe flexibilizar y adaptar su política de unificación nacional (“un país, dos sistemas”) a esas condiciones peculiares.
El momento parecía idóneo. En primer lugar, porque la proximidad de la devolución de Macao va a concentrar en Taiwán toda la atención de China a partir del año próximo. En segundo lugar, porque en los últimos tiempos las relaciones bilaterales habían mejorado ostensiblemente a la vista del fracaso de la estrategia de presión belicista. El nombramiento de Qian Qichen como responsable de los problemas ligados a la unificación del país parecía privilegiar la vía diplomática. Baste un dato: mientras en las elecciones presidenciales de 1996 las maniobras militares (incluyendo el uso de misiles desprovistos de carga) crispaban el debate político-electoral, en las legislativas y municipales de diciembre del año pasado, Beijing enviaba a la “provincia rebelde” toda una legión de observadores civiles (diplomáticos, académicos, etc) para seguir de cerca el proceso y efectuar una primera toma de contacto directo con todas las fuerzas políticas, incluídos los independentistas del PDP (Partido Democratico Progresista). El gobernante Kuomintang se ha beneficiado largamente del giro experimentado en la política continental hacia Taiwán y ahora exige alguna concesión más de Beijing con vistas a las elecciones presidenciales del año 2000. De una forma u otra, el próximo presidente tendrá que verselas con China.
Pero no se trata de un problema exclusivamente bilateral. Estados Unidos es el principal eje sobre el que pivotan las relaciones entre las dos Chinas. Cuando los nubarrones (bombardeo de la embajada en Belgrado, informe Cox, negativa a desbloquear la entrada de China en la OMC, creación de un sistema de defensa antimisiles para Asia-Pacífico que incluiría a Japón y Taiwán, nuevas ventas de armamento a la isla, etc) predominan en las relaciones de Washington y Beijing, Taipei no resiste la tentación de animar el desencuentro para quitar ventaja. Una actitud, quizás poco recomendable, porque descontextualiza el problema y acentúa la condición de Taiwán como moneda de cambio en las relaciones bilaterales. Un juego, además, peligroso y que fuera de control puede desestabilizar seriamente toda la región de Asia-Pacífico.