A juzgar por muchas de las informaciones que nos llegan a menudo, China estaría a un paso de comerse el mundo. La crisis en los países desarrollados y el auge de su economía, con dígitos cada vez más sorprendentes en pleno trance global, nos anunciaría el advenimiento inevitable de su hegemonía. No obstante, quizás nos precipitemos. ¿No estaremos inflando China? Deberíamos profundizar en los matices. En primer lugar, en un país de sus dimensiones territoriales y demográficas es normal que en términos absolutos sorprendan sus números. Por ello, siempre es exigible una segunda cuenta en términos relativos. A simple vista, por ejemplo, la segunda economía del mundo ocupa la posición 89 en términos de desarrollo humano. Y esto tiene un valor trascendental en el binomio crecimiento-estabilidad.
Incluso en lo estrictamente económico, las dudas están ahí. Los rumores sobre la solvencia de sus bancos, la propia delicada tesitura en que se encuentra en relación a la tenencia de deuda estadounidense o el inescrutable déficit de sus entidades locales señalan sombras importantes. Por no hablar de los propios impactos de la crisis global en su tejido productivo y financiero. Bien es verdad que su superávit de cuenta corriente, su balanza comercial, las reservas de divisas, etcétera, indican que su capacidad de maniobra es mucho mayor que la de los países desarrollados, pero ni siquiera en este rubro parece ser cosa de coser y cantar. Es más, probablemente este sea el momento de mayores dificultades en todo el proceso de reforma ya que a la necesidad de reinventar su modelo interno para convertirse en un país avanzado, se suma una coyuntura exterior frágil e incierta en extremo.
Magnificar su éxito no solo induce a equívoco en el exterior sino también confunde a muchos chinos que se dejan llevar por los números y vaticinios de Occidente, estimulando un renacido nacionalismo que las autoridades procuran gestionar con ajustadas dosis de discreción para salvar la cara ante las quiebras del presente. Los daños ambientales, las deficiencias tecnológicas, los claroscuros en materia de defensa o el descalabro social complementan un retrato global que contrasta con la visión más habitual y presente en los medios. No se trata, como pudiera pensarse, de fenómenos marginales o puntuales sino de profundos agujeros negros de su modelo que le confieren un grado extremo de vulnerabilidad.
A China, en suma, le queda aún un largo trecho por recorrer en términos de desarrollo, con un complejo conjunto de frentes abiertos que hacen temer por la estabilidad de su proceso. Su fortaleza es tan grande como su fragilidad.
La principal fuente de su poder, dicen algunos, no es económica ni militar ni tecnológica sino deviene del buen funcionamiento del tándem PCCh-Gobierno, un sistema presentado como más eficiente a la hora de actuar en comparación con unas democracias occidentales, cuyas complejidades y servidumbres le convierten en una vieja y achacosa tortuga frente a la liebre china. Pero esto tampoco es del todo cierto. Dejando a un lado que dicho tándem atraviesa horas bajas ante la pujanza de una sociedad en ebullición y disgustada con las desigualdades y los abusos de poder, a cada paso más exigente con unas autoridades que en lo formal entonan el discurso del servicio al pueblo pero que en la práctica ejercen su competencia con altanería y displicencia, los deméritos de la cacareada eficiencia china se expresan en forma de una corrupción rampante que lastra y complica cualquier proyecto, rebajando su fiabilidad hasta extremos insospechados.
Otro impacto de la exacerbación del poder chino afecta negativamente a sus relaciones exteriores. Pese a los indicadores históricos y a los retos internos que debe afrontar, los países vecinos no las tienen todas consigo. Su principal rival estratégico tira hábil provecho de dicha desconfianza alimentando la exigencia de garantías estructurales que impidan la consolidación de escenarios regionales de dominio unilateral. En este contexto, la exageración de las posibilidades chinas le viene como anillo al dedo a Washington cuando la engañosa humildad disuasoria predicada tradicionalmente por los dirigentes chinos reduce la credibilidad de sus anuncios.
Por otra parte, cabe reflexionar igualmente sobre las capacidades de reacción de los países desarrollados, que no son pocas pese a lo delicado de la coyuntura actual. La simple resignación no es imaginable y, por el contrario, cabría incluso ponderar la virtualidad de un enfrentamiento abierto por la hegemonía global, una confrontación que China rehúye a conciencia.
La propia China es la primera interesada en no convertirse en víctima de vaticinios exagerados. Es grande la tentación de acelerar el paso con el propósito de que la hipotética fuerza generada le blinde frente a los terceros necesitados de quebrar su emergencia para preservar su hegemonía, pero la subsiguiente multiplicación de las tensiones no hará otra cosa que intensificar las turbulencias. La opción de maximizar las grandes magnitudes persiguiendo el sueño de una hipotética supremacía en detrimento de una mayor atención a la búsqueda de la cohesión integral del modelo agudizará las diferencias internas y presagia tiempos revueltos.
Todos necesitamos grandes dosis de realismo. Y darle tiempo al tiempo.