Para cualquier alto dirigente chino, la visita a EEUU siempre tiene mucho de especial ya que, en clave interna, expresa un singular reconocimiento exterior de su legitimidad. Ello es consecuencia no solo de la trascendencia de la relación entre ambos países, que ha crecido de forma exponencial en los últimos años, sino también de cierto complejo imperial, producto de la consideración debida a quien ostenta el máximo poder global. Quien tuvo, retuvo. Por otra parte, la escenificación de una China equiparada en tantos órdenes a la gran superpotencia y cuyo concurso es imprescindible ya para abordar tantos asuntos de la agenda global, reafirma lo exitoso de la modernización iniciada en 1978 y glorifica un poco más a su inspirador y gestor, el Partido Comunista de China (PCCh).
Esta visita de Hu Jintao, la segunda que realiza en su mandato, no despierta, a priori, expectativas de grandes cambios en las relaciones bilaterales. Es de mayor nivel que la anterior (2006), ya que esta visita de Estado será más completa y, probablemente, no se repetirán los “errores” de Bush (como la interpretación del himno de la República de China en lugar del oficial de la República Popular China). Pero las posiciones en los asuntos clave siguen enconadas. Y Hu Jintao, ya en fase de larga despedida de su cargo, difícilmente puede aspirar a poco más que resultados simbólicos. Tampoco puede ir más allá de los gestos en los temas que preocupan a la Casa Blanca (desde los económicos a los políticos), sintiéndose especialmente fuerte a la hora de negociar.
¿Qué asuntos principales enturbian las relaciones sinoestadounidenses? Más allá de las diferencias en torno al yuan, el desequilibrio comercial, la propiedad intelectual, el proteccionismo, el cambio climático, etc., todos ellos, en última instancia, negociables, la clave que más les distancia es la desconfianza estratégica. Cuando en noviembre de 2009, el presidente Obama propuso a Hu Jintao la formación de un G2 que escenificara no tanto la gestión compartida de la agenda global como la aceptación de su liderazgo y la renuncia a la disputa de la hegemonía otorgando garantías en tal sentido, Hu reaccionó como cabía esperar: deshaciéndose en elogios y buenas palabras, desmintiendo ambiciones y confirmando su vocación sinocentrista pero, sobre todo, defendiendo a ultranza la soberanía china.
Para allanar esta cumbre, el secretario de Defensa Robert Gates viajó a Pekín en los primeros días de enero. Los problemas de seguridad son cada vez más determinantes en las relaciones bilaterales. Taiwán es el primero de ellos, condicionado por la reiteración de las ventas de armas a la isla, pero también el aumento de la presencia estadounidense en el Pacífico Asiático, en consonancia con el mensaje de Hillary Clinton a los países de la zona: EEUU vuelve con fuerza a la región, con la intención de “protegerles” de la influencia china. La modernización militar, Tibet, Xinjiang, la crisis coreana, los litigios en el mar de China meridional, etc., conforman una agenda de enorme complejidad que se completa con unas diferencias sistémicas que tienden a ser crónicas.
En el orden político, las presiones para intensificar la reforma son leídas en clave interna como un desesperado intento de quebrar la unidad forjada por el PCCh y que constituye un requisito imprescindible para evitar el derrape del proceso. El pluralismo que reivindican Liu Xiaobo y los países occidentales es el caballo de Troya que debe sembrar el nivel de discordia preciso, dicen en Pekín, para distraer a la sociedad china del objetivo prioritario en esta fase histórica: conseguir el poder económico necesario que garantice la plena soberanía, cerrando el ciclo de decadencia iniciado a mediados del siglo XIX. Todo parece indicar que en la dirección china no existen fisuras en esta interpretación, anticipándose incluso cierto endurecimiento con vistas a los tiempos turbulentos que se avecinan, marcados por la transición en el liderazgo (2012) y un nuevo empuje en el camino hacia la supremacía global.
¿Pueden China y EEUU construir una relación estable? Los altibajos van a seguir caracterizando las relaciones bilaterales. La desconfianza no es fácil de vencer y, por el momento, ambos países solo pueden aspirar a tolerarse mutuamente. China huye de la confrontación abierta y ejercita una diplomacia de largo plazo, combinación de sacrificio, paciencia y autoestima que poco a poco le permite ir ganando terreno casi a la chita callando. Pero de poco valen las promesas de Pekín de no competir con Washington por la hegemonía en el Pacífico. La realidad apunta en otra dirección. China superará en 2011 a EEUU como primer fabricante del mundo, un liderazgo ejercido durante 110 años, lo cual aumentará la ansiedad de Washington y, en paralelo, la autoconfianza china.
Entre ambos hay espacio para la cooperación, ya hablemos de la seguridad de las rutas marítimas, las crisis regionales, asuntos económicos y en muchos otros campos, pero las diferencias conceptuales que separan a ambos países no van a diluirse a corto plazo. Más aún, grandes y complicadas tensiones pudieran aguardar en el horizonte a medida que su emergencia se consolide y, en paralelo, pueda ir superando las graves taras internas que, no lo olvidemos, nos recuerdan que tras los asombrosos numerosos absolutos existe una desconcertante fragilidad. Por otra parte, Washington, con importantes fortalezas, no tirará la toalla tan fácilmente.