Morder el anzuelo

Las razones de la escalada de tensión en la península coreana son difíciles de advertir a simple vista, entre otras razones, por la enorme opacidad del régimen del Norte, a quien le toca llevar la voz cantante en una crisis que, sin embargo, va como anillo al dedo a Mr. Bush.

En efecto, no resultaba del todo creíble esa inclusión de Corea del Norte en el eje del mal cuando Pyongyang ejercitaba el más serio intento de aproximación al Sur, iniciado en aquel encuentro entre los máximos líderes de ambas Coreas hace ya dos años. La política de “mano tendida” de Kim Dae Jung, Presidente saliente en Saúl, dio frutos importantes en materia de reunión de familias separadas, de fomento del diálogo y la confianza mutua, de exploración de oportunidades económicas, etc. Y también no pocos contratiempos, claro está. Esperar otra cosa sería absurdo en tan poco tiempo.

El diálogo intercoreano fue seguido de reformas en el ámbito interno, tímidas aún pero muy semejantes a las introducidas por China en los primeros años del denguismo. Asimismo, Pyongyang parecía perder el miedo a una inserción internacional que ponía en marcha con el restablecimiento de relaciones diplomáticas con numerosos países, España incluida.

¿A quien perjudicaba esa apertura? Fundamentalmente a Washington. La Administración Bush agravó el crónico retraso de los compromisos contraídos en 1994 tanto en lo que se refiere a la construcción de reactores de agua ligera como al suministro de petróleo, 50.000 toneladas cada año. Al mismo tiempo, se llamaba al orden y desautorizaba expresamente a Seúl e insistía en la consideración intrínsecamente “malévola” del régimen norcoreano.

Ante esta estrategia, Pyongyang, con pocas salidas, parece que ha mordido y bien el anzuelo. Urgido por la calamitosa situación de su economía, Kim Jong Il precisa sin demora de esas fuentes energéticas indispensables para evitar una ruina total. Los excesos verbales y bravuconadas del líder norcoreano son un grito de desesperación para comprometer a Estados Unidos y a las demás potencias (Rusia, Japón, China) en la estabilidad de la península. A nadie le interesa que el régimen del Norte se derrumbe.

Pero es Bush quien sale ganando una vez más. Primero, demuestra ante la opinión pública internacional que Corea del Norte es un régimen peligroso y que no andaba errado al incluirlo en su lista negra. Segundo, evidencia que en Washington reside la clave de la seguridad asiática, administrada en buena medida con sus 37.000 soldados estacionados en Corea del Sur y los 50.000 de Japón. Entre los ciudadanos de ambos países, especialmente en Seúl, tantas después de la segunda guerra mundial y de la guerra coreana, crece la exigencia de una retirada de esas tropas, petición incómoda en un momento en que Asia forma parte de las principales prioridades estratégicas del Pentágono y cuando todo paso debe ser meditado a conciencia.

Nos hallamos, pues, ante una crisis controlada que Washington podrá enfriar, recalentar y volver a enfriar a su gusto en función de sus intereses, jugando a esta especie de ruleta nuclear con el Norte, en quien encuentra a un líder lo suficientemente trasnochado como para entrar al trapo sin pensárselo dos veces. Tiene sus peligros y también sus miserias. A ambos poco importa que los principales perjudicados de este entretenimiento maquiavélico sean los millones de norcoreanos que en el siglo XXI padecen aún penalidades propias del XIX.