Los fondos soberanos del Golfo Pérsico y el mundo árabe

Hace unos meses visité algunos estados del Golfo. En los Emiratos Árabes Unidos (EAU) encuentras una de las mayores concentraciones de riqueza del mundo en medio de una geografía inhóspita. En las amplias avenidas de Abu Dabi se alinean los fastuosos palacios de los príncipes de la familia real.

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Hace unos meses visité algunos estados del Golfo. En los Emiratos Árabes Unidos (EAU) encuentras una de las mayores concentraciones de riqueza del mundo en medio de una geografía inhóspita. En las amplias avenidas de Abu Dabi se alinean los fastuosos palacios de los príncipes de la familia real. Grandes rascacielos, almacenes y fastuosos hoteles compiten en una espectacularidad que llega a su zénit en Dubai en los 818 metros  del “Burj Jalifa”, la torre más alta del mundo. También Qatar, Kuwait, Bahrein y Omán apuestan por la modernización e internacionalización. Arabia Saudita es el país más rico y el líder de estos jóvenes estados que alcanzaron su independencia hace solo unas décadas.

Su gran riqueza se sustenta sobre las mayores reservas mundiales de petróleo y gas que sacian las necesidades energéticas de las grandes economías, desde EEUU y la UE hasta China, Japón, India y Corea del Sur. Y les fluye un incesante maná de divisas que llenan sus arcas. Las monarquías del Golfo buscan fortalecer su situación interna y su imagen exterior a través de una doble estrategia. Por un lado, subvencionan generosamente a sus nacionales para lograr unos apoyos internos que mantengan el privilegiado status de las elites de cada país. Y utilizan sin miramientos a decenas de miles de trabajadores inmigrantes no cualificados, la mayoría del sur y del este asiático, cuyos derechos sociales son sistemáticamente violados. Por otro lado, acumulan unos ingentes excedentes de divisas que constituyen los “fondos soberanos”, administrados por los miembros de las respectivas familias reales. Estos fondos son invertidos en Occidente, principalmente en EEUU y la UE. Esgrimen que quieren diversificar sus economías para no depender exclusivamente de los recursos energéticos. También compran armas a Occidente para dotar unos ejércitos equipados para defenderse e incluso acogen varias bases extranjeras. Temen que Irán asuma un rol dominante en el Golfo Pérsico.

Mientras observaba las ostentosas tiendas en Abu Dhabi y Dubai pensaba en el como estas ricas monarquías pueden convivir en medio de una vasta zona que concentra en el norte de África y en Asia central y del sur, desde Egipto hasta el continente indio, la mayor concentración de pobreza del planeta. Sus elites disfrutaban en sus grandes palacios del Golfo o en Londres, Paris o Marbella mientras entre las poblaciones de los países musulmanes crecía la frustración política y económica. Arabia Saudita no destina sus capitales al desarrollo económico de los países subdesarrollados de su entorno geográfico. Sí financia a grupos religiosos radicales islámicos en todas partes.

Las monarquías del Golfo deberían destinar una parte substancial de sus fondos soberanos al impulsar el desarrollo económico del mundo musulmán. Sin embargo, los países occidentales, en plena crisis financiera, también ansían más inversiones árabes. El presidente  Zapatero visitó hace algo más de dos meses Qatar y los EAU. Logró algunos compromisos árabes para inversiones y financiación en empresas y cajas de ahorro españolas. Qatar tras hacerse con el 6,16 % de Iberdrola también podría invertir en Telefónica. Pero sorprende que el presidente, tras pedir la ayuda árabe para España, visitase Túnez y se disfrazase de país rico para referirse a un “Plan Marshall” para la ribera sur del mediterráneo. Y dio consejos sobre democracia y economía a los tunecinos. Se sumó a la coalición militar contra el líder libio Gadafi, ahora calificado con razón como un dictador. Pero se olvida que España, como otros países europeos, había antes aceptado gustosamente las inversiones de los fondos soberanos libios. Cuando se trata de recibir recursos financieros no suele preguntarse por su denominación de origen.

Hoy, el mundo árabe anda revuelto. Y los temblores llegan desde el mediterráneo al Pérsico. Sacuden a países que eran considerados estables como Bahrein y Omán. Los demás temen el contagio. Su primera reacción fue incrementar los subsidios a sus nacionales. Otro error. Las autocracias del Golfo no se mantendrán en el poder comprando silencios. Solo subsistirán si democratizan sus instituciones políticas.  No se trata de copiar los modelos de Occidente. Pero sí deben asegurar el ejercicio de los Derechos Humanos y las libertades públicas básicas, como son la de expresión, asociación y religiosa.

Los jóvenes manifestantes árabes reclaman mayores cotas de libertad y participación política, más trabajo y menos corrupción. Unas legítimas aspiraciones muy alejadas de los perversos objetivos ideológicos de los grupos terroristas ligados a Al-Qaida. Esta recibió con las revueltas de “la primavera árabe” un gran golpe “político”, mucho antes de la muerte de su carismático líder Osama Bin Laden, acaecida el 2 de mayo. Se abre otra gran oportunidad para intentar acorralar a Al-Qaida. Para lograrlo también deben afrontarse las causas del subdesarrollo económico que sufren millones de musulmanes. Y lo más importante: es necesario disociar Islam y terrorismo.