Las autonomías de las nacionalidades minoritarias en China: ¿Es tiempo de un nuevo impulso?

La situación y perspectivas de las nacionalidades minoritarias han regresado de nuevo con fuerza a la agenda política china. Sin duda, ello es consecuencia directa, aunque no exclusiva, de la crisis registrada en Tibet en 2008 y del aumento de la violencia en Xingjiang, ambos hechos directamente ligados a un claro intento de llamar la atención internacional sobre cierta problemática y ensombrecer los destellos del año olímpico, en el cual China aspiraba a presentar al mundo no solo un país moderno y avanzado en el orden material o tecnológico sino también más generoso en el reconocimiento de las libertades de todo tipo, lo que atañe tanto a individuos como a pueblos. En el caso tibetano, además, el hecho de contar con cierta simpatía internacional y eco en algunas cancillerías importantes ha derivado en no pocas tensiones diplomáticas que continúan hasta hoy día, desatando una fuerte campaña informativa y propagandística del gobierno chino para descalificar las afirmaciones y reivindicaciones del Dalai Lama, en un contexto marcado por el anunciado y previsible fracaso de la nueva ronda de diálogo bilateral mantenido con sus representantes.

En cierta medida, lo paradójico de la actual situación consiste en que las tensiones rebrotan justamente cuando en el gobierno central se advierten, objetivamente, claras señales de una mayor sensibilidad en lo económico con respecto al atraso y subdesarrollo, al abandono en que fueron sumidas las zonas occidentales del país donde viven las nacionalidades minoritarias. La modernización de estas zonas se ha convertido en un problema estratégico para el gobierno central al comienzo del presente siglo, lo que indica un giro significativo en relación a los años ochenta o noventa, cuando toda la atención se centraba en las zonas costeras, originando grandes desequilibrios territoriales y desigualdades sociales que afectaban de lleno a la población de las nacionalidades minoritarias.

El desarrollo, la prosperidad y la estabilidad de las nacionalidades minoritarias no es, no lo ha sido ni lo será nunca, una cuestión menor. Podría pensarse que representando tan solo el 7-8% de la población total del país, estamos ante un problema de reducida magnitud. No es así. De entrada, su presencia abarca el 64% del territorio de China, una superficie en la que habita casi el 30% de la población total del país en un contexto de abundante heterogeneidad demográfica. Por no citar las componentes de carácter estratégico y la importancia creciente de los recursos naturales que albergan algunas de estas zonas, en especial las más alejadas de Tibet y Xingjiang. O las complicidades externas que tanto afectan a las posibilidades chinas de alentar una diplomacia basada en la armonía como valor supremo.

Los compromisos del gobierno central para promover el desarrollo y la armonía en el conjunto del país y en todos los aspectos exigen una especialísima atención a los problemas de las nacionalidades minoritarias, promoviendo un enfoque generoso y creativo que no solo tenga en cuenta la necesidad de corregir los déficit estructurales sino también de avanzar en los procesos de descentralización y autogobierno en condiciones de vertebrar una renovación de las lealtades. Es hora de abandonar cualquier vestigio de paternalismo protector para asumir con naturalidad y proyecto la complejidad del problema promoviendo soluciones y alternativas que permitan una sustancial asunción protagónica de las nacionalidades minoritarias respecto a su propio futuro.

Nacionalidad  minoritaria y ejercicio de la autonomía

Atendiendo a criterios cuantitativos, podríamos clasificar las 55 nacionalidades minoritarias chinas en tres grupos. El primero, estaría integrado por unas 18 nacionalidades. Es el más importante porque cada una de ellas tiene una población que oscila entre 1 y 10 millones. Las más significativas desde el punto de vista político serían la uigur (8..000) y la tibetana (5.500000). Las demás (zhuang, manchú, mongol, hui, dong, coreana, etc.) no plantean inquietudes significativas. Tampoco el resto de nacionalidades integradas en el segundo y tercer grupo, todas ellas de menor población y sin llegar al millón de personas, sugieren preocupaciones especiales en el orden político. De las 55 nacionalidades minoritarias, 53 viven en las zonas del oeste del país (es decir, con la excepción de los coreanos al norte y los she al este).

La pertenencia a una nacionalidad minoritaria y el ejercicio de la autonomía han ido evolucionando a la par en un proceso iniciado incluso antes de la proclamación formal de la República Popular China (en 1947 se creó la primera Región Autónoma de Mongolia Interior), llegando, prácticamente hasta nuestros días en un continuo goteo de regiones, prefecturas y distritos autónomos, sumando un total de 155 hoy día (5 regiones, 30 prefecturas y 120 distritos). En paralelo y a un nivel administrativo inferior habría que significar otras 1.248 unidades básicas, entre parroquias, villas y barrios urbanos en los que converge una cierta autonomía. La “amplia dispersión y reducida concentración”, presente en la mayoría de los casos, acota su trascendencia política.

La yuxtaposición y mezcla de nacionalidades minoritarias en numerosos territorios origina complicadas labores de administración y gestión, exigiendo que a la par de la autonomía, el co-gobierno emerja como principio irrenunciable de las políticas públicas en este orden.  Por otra parte, esta larga transición sugiere que nos hallamos ante un recorrido que no tiene por qué darse necesariamente por finalizado. Es más, es sabido que incluso en el orden cuantitativo, quedan en torno a un millón de personas por identificar o clasificar en cuanto a su identidad nacional. Cuanto más, en el orden político, cuando la propia sociedad china asiste a un perseverante proceso de cambio que si bien ha discurrido preferentemente por derroteros económicos y sociales en las tres últimas décadas, podría estar llegando el tiempo de la traducción política en orden a una mayor apuesta por la democratización, del signo que sea, tal y como se recoge en las tesis aprobadas por el XVII Congreso del PCCh, celebrado en 2007. Y esa magna tarea no puede orillar el problema de las nacionalidades minoritarias.

¿Cuáles son las notas características principales del tiempo actual en esta materia?

De forma abreviada y sintética, destacaría dos. Primero, la preocupación por el avance en el desarrollo material, a todas luces insuficiente, lo que llevó al gobierno central, ya en 1979, a promover la “política de apoyo de uno a uno”, un mecanismo de apadrinamiento de las regiones del Oeste por parte de las provincias costeras que ha contribuido de forma ostensible a elevar los índices de bienestar general de las nacionalidades minoritarias, si bien aún se encuentran muy por debajo de las zonas del Este. La construcción de grandes infraestructuras, especialmente de comunicación, y el fomento del turismo nacional e internacional, han contribuido de forma notable al auge de determinados sectores, en especial el de los servicios, que, en algunos casos, ha dado lugar a nuevos aluviones de inmigración de otras nacionalidades, incluida la mayoritaria han, pero no solo. Ese proceso de acercamiento en cuanto a los niveles de desarrollo y bienestar también ha permitido en los últimos años una mejora de los niveles sociales, ya nos refiramos a rubros como la educación o la salud. Asimismo, la reducción de los niveles de pobreza ha afectado de lleno a las nacionalidades minoritarias pues eran estas quienes tenían un mayor número de personas viviendo bajo el umbral de la pobreza.

Segundo, la persistencia en el modelo vigente que preceptúa la doble función de los órganos de las entidades autónomas de las nacionalidades minoritarias. Es decir, de conformidad con la Ley de las Autonomías Regionales de Nacionalidades de la República Popular China, modificada en 2001, los gobiernos autónomos ostentan las capacidades para ejercer los poderes estatales locales y también los poderes autonómicos. Esta doble asunción, prevista en el artículo 4 de la citada norma, exige de dichos órganos la permanente –y no menos hábil y comprometida- búsqueda de los equilibrios entre lo local o autonómico y lo central, un ejercicio complejo que tiende a saldarse con la preeminencia de lo segundo sobre lo primero.

Estos dos son también los principales problemas. ¿Por qué?

Primero, el modelo de desarrollo que se ha trasladado a los territorios autónomos tiene mucho en común con el que ha servido de acicate para instar el vertiginoso crecimiento de China en los últimos años y que incorpora déficit importantes, ya nos refiramos a cuestiones ambientales, sociales, consumo de energía, etc. Por otra parte, los incentivos al progreso material chocan con tradiciones y patrones culturales que dificultan la asunción protagónica por parte de estas colectividades de dicho proceso, del que tienden a beneficiarse en menor grado. Por último, conviene si no desmentir, al menos cuestionar la equiparación, en la que parecen creer a pies juntillas las autoridades chinas, entre avance del progreso material y del bienestar con la dilución progresiva de los valores identitarios y los factores de descontento. En este aspecto, cabe diferenciar dos dimensiones. De una parte, las tradiciones y formas culturales autóctonas, cuya preservación resulta esencial, debiendo abordarse de forma rigurosa y evitando su reclusión en “parques temáticos” o derivar en la mera folclorización turística. De otra, la identidad religiosa que, tanto en el caso tibetano como uigur, constituyen una especie de refugio (como lo fue el catolicismo en Polonia) de la identidad nacional, una coraza que protege y aísla frente a la ola de agnosticismo o ateísmo han.

El caso tibetano es paradigmático a este nivel, especialmente con la entrada en funcionamiento de la línea férrea Qinghai-Tibet, pero también con los proyectos de construcción de importantes infraestructuras hidroeléctricas, las prospecciones energéticas, un nuevo aeropuerto en la región y la transformación prevista para la capital, Lhasa, en el marco del llamado Plan 2020 llamado a fijar un nuevo equilibrio entre el crecimiento y la preservación de su identidad urbana, en el que deberán evitarse los desaguisados producidos en muchas ciudades chinas en las que el binomio modernización-destrucción ha funcionado de forma demoledora. Todo ese proceso va llevar aparejado nuevos movimientos de población y también mayores esfuerzos en materia de seguridad para proteger infraestructuras sensibles.

Las diversas políticas aplicadas deben tener en cuenta la riqueza que supone tanta diversidad y no solo arbitrarlas para garantizar su adecuada protección a todos los niveles sino también para estimular su desarrollo y actualización, contando para ello con su propia complicidad, alejando cualquier hipótesis de una asimilación que, por fuerza, tiende a ser destructiva. Ello es especialmente relevante para todo cuanto se relaciona con la identidad cultural y la exaltación de su riqueza, actitud no solo conveniente para su preservación sino también para fomentar su lealtad. La diversidad nacional es menos problema cuando se exalta que cuando se reprime. Para ello, la lengua y la cultura deben normalizarse progresivamente en los órdenes lingüístico o administrativo. En este sentido, aunque algo se ha hecho, queda mucho por hacer, especialmente para potenciar su uso y difusión a través de las modernas plataformas de comunicación de aquellos que aún no han caído en la mera curiosidad antropológica. La educación, por otra parte, desde la básica a la universitaria, debe constituir un medio potente para facilitar la normalización lingüística y cultural y no devenir en un instrumento facilitador de la asimilación.

Segundo, la cuestión del modelo es la de mayor enjundia y se trata de un debate abierto en paralelo a la dotación de estatutos para las cinco regiones autónomas que aún están pendientes de aprobación. El marco de las cinco autonomías es sustancialmente diferente de las prefecturas, distritos y demás unidades administrativas autónomas. Si en este último caso, esa doble actuación como poderes estatales locales y como poderes autonómicos puede constituir un sano ejercicio de simplificación administrativa, aunque de equilibrio problemático, bien pudiera ser diferente en las cinco regiones autónomas.

En paralelo a esa clarificación de funciones, se suman dos debates. En primer lugar, aquel referido a la significación de la descentralización en el proyecto modernizador, lo cual exige introducir mecanismos de transferencia progresiva de competencias a las entidades locales y autónomas para actuar con capacidad plena en sus respectivos asuntos. Ese co-gobierno, basado en una delimitación de competencias pormenorizada y exhaustiva, exige una enorme labor legislativa que constituye uno de los mayores retos futuros para ese estado de derecho que dicen promover las autoridades chinas. En segundo lugar, exige volver al interminable debate acerca del Estado-Partido y su proyección territorial, ya que son los secretarios del PCCh quienes ostentan la última palabra en todas las cuestiones decisivas y cualquiera que sea el tema a dilucidar. Esa mediatización por parte de una estructura político-partidaria organizada en base al centralismo democrático devalúa la legitimidad institucional y pulveriza de forma inevitable cualquier ejercicio de autonomía efectiva. La mayor parte de dichos secretarios pertenecen a la nacionalidad han.

Indudablemente, las autonomías son Estado y revelan la existencia de cierta voluntad de adaptación de éste a las características singulares de su base demográfica y territorial. No obstante, ser Estado no significa que necesariamente deban ejercer como proyección territorial de los órganos centrales sino como actores integrantes del engranaje estatal que ejercen las competencias que le son reconocidas por el ordenamiento público en un marco de lealtad institucional y clara delimitación legal. Los gobiernos de las cinco regiones autónomas no pueden concebirse, tal como ahora ocurre, como sub-organismos del gobierno superior estatal e integrantes de dicha cadena, sino como entes autónomos llamados a ejercer su propia responsabilidad en el desarrollo local. El gobierno central debe contar con sus propios resortes en las regiones autónomas para ejercer directamente sus propias competencias. Esa delimitación permitiría no solo clarificar los respectivos marcos de actuación sino una mayor apropiación cívica de la autonomía a partir del ejercicio competencial sin ambivalencias ni contradicciones. Se necesitaría, pues, avanzar en una doble separación: Estado-Partido, pero también gobierno central- gobierno autónomo. Y es que, en efecto, las autonomías son Estado pero no necesariamente constituyen una prolongación territorial del poder central, sino que para legitimar su existencia y funcionamiento y garantizar una mayor complicidad cívica con las mismas convendría reforzar su marco competencial específico al tiempo de configurar un régimen de colaboración con las instituciones centrales e instrumentos estables y aceptables para dilucidar los conflictos que pudieran surgir.
           
Este proceso en China es complicado porque exige también un cambio importante en la cultura administrativa y social. La asociación entre poder local y corrupción es casi un automatismo largamente extendido. De hecho, los niveles de confianza popular en la honestidad y transparencia del poder central son considerablemente mayores a los poderes provinciales o locales, donde la promiscuidad entre autoridades y poderes económicos emergentes desencadena episodios de abuso de poder que irritan con justicia a buena parte de la sociedad. El ejercicio de la autonomía no puede derivar en abuso o en fomento incluso de la ilegalidad, aún cuando su objeto sea la protección de las propias necesidades locales. Se necesita, pues, diseñar un marco de reparto de competencias entre autonomías y poder central, cuidando de establecer las precauciones necesarias para asegurar su debido respeto y la disposición de mecanismos para resolver los conflictos de competencia o sancionar los comportamientos indecorosos.

Es de relativa urgencia, por otra parte, completar el marco jurídico de las autonomías, culminando la elaboración de los estatutos con la aprobación de los relativos a las cinco regiones autónomas (Tibet, Xingjiang, Mongolia Interior, Ningxia y Guangxi). La mayoría de las 155 entidades autónomas tiene sus propios estatutos o reglamentos. Hace cinco años se aprobaron los relativos a las parroquias (del mundo rural) y distritos (del mundo urbano) de las nacionalidades minoritarias. Los principales órganos del Estado debieran impulsar esta tarea, en especial, el Comité de Trabajo de las Nacionalidades de la Asamblea Popular Nacional, pero también las Asambleas respectivas de las regiones autónomas, tanto individualmente como de forma conjunta. Los avances logrados en los años de la reforma para enfatizar y dignificar la cultura legal de las instituciones y de la propia sociedad china, aún reconociendo sus carencias, de profunda raíz cultural, señalan que esto es posible y que contribuye a mejorar sustancialmente la calidad democrática de la vida política.

Esa reflexión debiera ir acompañada de un reforzamiento progresivo –o con posibilidades de serlo- de las competencias propias, especialmente aquellas que les pueden permiten auspiciar un desarrollo autóctono, en función de las propias características de su tejido económico. La plena capacidad para la gestión de determinados asuntos es un ejercicio de responsabilidad necesariamente orientado a posibilitar un más rápido avance en la mejora de los índices de bienestar de las poblaciones de las nacionalidades minoritarias. Ello sin perjuicio de la necesidad de mantener el apoyo económico del gobierno central o de las provincias “padrinas” para acelerar la corrección de los déficit históricos en relación a las zonas del país más avanzadas, dotando adecuadamente de recursos las competencias transferidas a las autonomías. La ayuda del gobierno central no debe interpretarse como una minorización del papel del gobierno autonómico en el fomento del desarrollo local, sino como un ejercicio de responsabilidad orientado a lograr una mayor cohesión social y territorial en el conjunto del país.

Ese proceso puede permitir también la consolidación de unas elites políticas locales capaces de afirmar su propio poder político ante el centro y corregir, aunque sea lenta y progresivamente, la actual asimetría, menos intensa, por ejemplo, en relación a las provincias de mayoría han o, no digamos ya, en relación a las regiones administrativas especiales de Hong Kong o Macao. Esta circunstancia, unida a un mayor contacto y menos jerarquizado, podría abrir paso a enfoques más creativos y sugerentes frente a los actuales, menos evolucionados, como reflejo del atraso que han padecido estas regiones si las comparamos con las zonas costeras, donde el proceso de desideologización y pragmatismo vivido en los últimos años han permitido la consagración del atrevimiento como una virtud, limitada si se quiere, que no está al alcance de la burocracia de las nacionalidades minoritarias, en cierta medida víctimas del paternalismo y el olvido del poder central.

La elevación del nivel de vida en las zonas fronterizas, que ha sido una de las actuaciones promovidas en el presente siglo, podría servir de base también para estimular la cooperación transfronteriza, un mecanismo aconsejable para auspiciar pautas de desarrollo y aproximación cultural entre las nacionalidades minoritarias que viven a uno y otro lado de la frontera. Por otra parte, pensando especialmente en Xingjiang y en las tensiones que se viven también al otro lado de las montañas, en las repúblicas ex soviéticas de Asia central, la cooperación transfronteriza, lejos de atizar los nacionalismos y las religiones, pudiera servir para primar un enfoque más constructivo y menos desestabilizador.

Modernización es también descentralización

Es poco imaginable una profundización del proyecto modernizador chino que no contemple el impulso de nuevas dinámicas de descentralización a todos los niveles, actualizando y poniendo coto a las tradicionales tendencias centralistas. La complejidad creciente de los problemas ligados al desarrollo y la aplicación del principio de subsidiariedad determinan la asunción de más poder y responsabilidad, con más funciones en el desarrollo positivo de las iniciativas autonómicas.

El principal temor a tomar la iniciativa política para abrir paso a un mayor desarrollo de las autonomías de las nacionalidades minoritarias radica en la sombra de la desintegración. Sabido es que en la extinta URSS, el cambio en el modelo económico discurrió en paralelo a la disolución del Estado, dando lugar a una singular oleada de nuevos sujetos estatales. ¿Podría darse una situación similar en China habida cuenta que esa transición fundamentalmente económica, larga en Oriente, puede sugerir a medio plazo importantes transformaciones políticas? Son conocidas las diferencias entre uno y otro proceso y también del contexto de partida y de enfoque. Para los dirigentes chinos, conscientes de las dinámicas históricas de unión y segregación que han sacudido el viejo Imperio del Centro, cualquier reforma en el orden político debe preservar, a día de hoy, un principio irrenunciable: la fortaleza y primacía del PCCh, principal garante de la unidad de la nación china. Y es verdad que el mayor peligro para la pervivencia de ese dominio del PCCh pudiera venir de la mayoría han, como resultado del auge de unas demandas que en Zhonanghai, al menos por el momento, no están dispuestos a satisfacer. Pero se haría mal en infravalorar el potencial democratizador de la problemática de las nacionalidades minoritarias (al igual que el de Taiwán), pues es evidente que más autonomía, más descentralización, más autogobierno, supone más democratización y menos paternalismo.

China ha sido creativa a la hora de encontrar soluciones para Hong Kong o Macao, a través de las Regiones Administrativas Especiales, ideando claves y tiempos para que la inmensa mayoría de los sectores involucrados encuentren el espacio armonioso y de convivencia mínimo para sentirse a gusto. Ahora lo podemos comprobar también en relación a Taiwán, cuando el regreso del KMT al poder hace posible un diálogo bilateral paralizado desde hace una década, alejando el riesgo de una confrontación por causa de la reivindicación de la independencia, aunque colocando a ambas partes frente a desafíos de no menor calado, ya nos refiramos a la articulación de ese mercado común económico, la posible firma de un acuerdo de paz o el entendimiento político entre Beijing         y Taipei y sus implicaciones estratégicas regionales e internacionales. Pero desde el continente se enfatiza un mensaje de flexibilidad y creatividad que no encontramos en relación a la articulación política de los problemas de las nacionalidades minoritarias. Indudablemente, existe una gran distancia entre Hong Kong, Macao o Taiwán y las nacionalidades minoritarias del continente, pero estando todas ellas nucleadas por la defensa intransigente y cerrada de la unidad nacional, cabe admitir la existencia de diferentes velocidades en dichos procesos.

En anticiparse está la clave. La reacción de las autoridades chinas a los últimos episodios de tensión en Tibet, destacando las importantes transformaciones originadas por el triunfo de la Revolución en 1949, por sí solas, difícilmente pueden cambiar las cosas. Estas iniciativas informativas, orientadas fundamentalmente al público extranjero, tratan de acotar los apoyos de algunos sectores de la opinión pública. En los gobiernos que coquetean con el movimiento tibetano en el exilio poca influencia podrá tener, ya que sus motivaciones esenciales son inseparables de exigencias estratégicas. Y aunque China logre suavizar o anular esta implicación que tanto le irrita erigiendo el apoyo al Dalai Lama en el nuevo Taiwán de su diplomacia, el mayor reto consiste en ganarse la lealtad de las respectivas poblaciones. Para ello, no bastará el desarrollo económico. Se requiere un enfoque más global que potencie el autogobierno a todos los niveles venciendo las desconfianzas que pudieran existir.

A finales de la década de los setenta, China supo anticiparse, iniciando un proceso de transformaciones que ha asombrado al mundo. La URSS intentó emularla en la perestroika, iniciada en 1985, que culminó con la caída del muro de Berlín –se cumplen en 2009 veinte años de aquel acontecimiento- y la disolución de la URSS. La anticipación, su gradualismo y singular capacidad de adaptación han sido virtudes que han acompañado un proceso globalmente exitoso y que ha catapultado a China permitiéndole superar sus tiempos más sombríos. En materia de nacionalidades minoritarias, se exige un esfuerzo de prevención evolutiva similar que no solo encauce las tensiones actuales, innegables y no solo imputables a ejercicios de interferencia exterior, sino que permitan una profunda modernización del Estado, adaptándolo, con todas las singularidades necesarias, a las exigencias de un siglo que tiene en la diversidad uno de sus valores más notables y positivos.

Descentralizar y afirmar un autogobierno leal en un contexto de reconocimiento efectivo de las bondades de la diversidad es un sano y exigible ejercicio de prevención política. También lo es buscar fórmulas de entendimiento con el hecho religioso, en la medida en que las religiones pueden contribuir a reducir las tensiones e identificar puntos de encuentro. Las autoridades chinas, que recientemente han organizado el II Foro Mundial Budista, no lo tienen fácil con el budismo tibetano ni con los musulmanes de Xingjiang. Los intentos de atraer el mundo de las creencias al mundo del Partido pueden funcionar con relativo éxito en la colectividad han, pero es más cuestionable que ocurra lo mismo con otras corrientes que en el discurso central se asocian con cualquier cosa, menos con la modernización. Esto es especialmente cierto en el caso tibetano, donde la religión, identificada con la denostada figura del Dalai Lama, desempeña una función claramente hostil.

Es posible que no sea fácil, más cuando el gobierno central viene enfatizando en los últimos años la necesidad de una recentralización moderada de algunos ámbitos para asegurar mejor el respeto de las líneas estratégicas básicas del gobierno, incluyendo la lucha contra la corrupción o el respeto medioambiental. No obstante, cabe señalar que los problemas detectados afectan más a las provincias de mayoría han (y están relacionados con las implicaciones económicas) que a las regiones autónomas donde  los problemas son, preferentemente, de naturaleza política.

Por otra parte, esta reforma necesaria debe evitar presentarse como una concesión añadida a las nacionalidades minoritarias que pueda exacerbar más la incomprensión y rechazo social de las demandas en otros segmentos de la población china. En la sociedad crecen los sentimientos discriminatorios y hasta racistas frente a aquellas nacionalidades que no se “contentan” con todo cuanto “hacen por ellos”, ya se piense en las subvenciones para aumentar la capacidad de inversión, las políticas especiales en el orden demográfico o incluso las posibilidades formales de sobrerepresentación política en las instituciones públicas. Junto a ello, la desconfianza respecto a la capacidad y el sentido último de la asunción de la gestión de los propios asuntos podría vencerse con un mayor protagonismo y presencia de las nacionalidades minoritarias en todos los órdenes de la cadena burocrática.

China es consciente de la importancia política de este asunto. En las sesiones anuales de la APN, el propio presidente Hu Jintao llamó a construir una “Gran Muralla” frente al separatismo y en defensa de la unidad de la patria. Fuentes del ministerio de defensa han alertado sobre un aumento de la actividad de los rebeldes uigures, que ha puesto en guardia todos los instrumentos represivos del régimen para combatirlos con  “tolerancia cero”. Pero estas medidas resultarán a la postre insuficientes si además de combinarlas con estrategias económicas que eviten la reproducción de comportamientos neocoloniales, no se complementan con propuestas políticas de alcance que incorporen como clave determinante el fortalecimiento de las capacidades de autogobierno de las nacionalidades minoritarias en el marco de un proceso de modernización del estado con pleno sometimiento al imperio de la ley. El avance en el autogobierno y en el co-gobierno es una condición básica para mejorar la calidad democrática de la política china.

La identidad china tiene que ser plural y diversa. No hay lugar para un pueblo chino uniforme como tampoco la modernización puede ser un concepto impuesto que las nacionalidades minoritarias no puedan asimilar, o llegar a comprender que el entorno ha cambiado y que es posible encontrar unas posibilidades de avance social y progreso que no entran en contradicción con la preservación de su identidad y formas de vida más características. De lo contrario, si el progreso que propone Pekín es sinónimo de dilución de la identidad, difícilmente podrá avanzar sin desatar tensiones que podrían llegar a adquirir dimensiones graves al contar con escaso apoyo social.