China: al reencuentro del tiempo perdido

Los siglos XIX y XX resultaron terribles para China. Las llamadas guerras del opio con Inglaterra (1840-1842 y 1856-1858), no sólo le representaron humillantes derrotas militares sino la pérdida de Hong Kong, la imposición del consumo del opio con su consiguiente carga de degradación humana y social y el otorgamiento de concesiones múltiples. Ello vino sucedido en 1860 por la ocupación anglo-francesa de Beijing. Los tratados de 1858 y 1860 con Rusia le implicaron la pérdida, producto de su debilidad, de 2,6 millones de kilómetros cuadrados de territorio al Este del río Ussuri. En 1898, por lo demás, Rusia anexó sus estratégicos puertos de Dalian y Lüshum. La derrota de 1894 frente a Japón le significó la pérdida de Taiwán así como la de su soberanía formal sobre Corea. De igual manera, el tratado de 1885 con Francia le obligó a ceder a este país su soberanía formal sobre Vietnam y el de 1894 con Gran Bretaña le hizo perder la de Burma. En 1897 Alemania ocupó la Bahía de Jiaozhou. Junto con el nuevo siglo, en 1900, vino la ocupación de Beijing por una coalición internacional. Todo lo anterior presagiaba tan sólo su peor momento: la ocupación japonesa y los veinte millones de muertos que ésta trajo consigo, entre 1937 y 1945.

¿Cómo pudo sucederle esto a un país que en 1776 era considerado por Adam Smith como más rico que toda Europa junta?  Una nación que, según el reconocido historiador económico Agnus Maddison, representó entre un cuarto y un tercio del PIB global entre 1600 y 1800 (The Economist, 31 marzo 2007). Un Estado que desde el 221 A.C. había quedado ya cabalmente estructurado y que se evidenciaba capaz de emprender impresionantes proyectos de ingeniería. Un imperio que para finales del siglo XIV poseía una flota de 1.681 barcos, de los cuales 250 contaban con nueve mástiles y 145 metros de largo por 54 metros de ancho (dimensiones que sólo alcanzarían los barcos occidentales a comienzos del siglo XX). Una civilización cuya magnificencia y opulencia, contrastaban dramáticamente con el oscurantismo y el atraso de la Europa medieval. Es como si en Occidente el Imperio Romano hubiese pervivido y evolucionado hasta nuestros días, sin haberse confrontado el gigantesco descalabro de su desaparición y de los mil años de Edad Media que sucedieron a aquella.

¿Qué ocurrió entonces?  En primer lugar, y tal como lo señala James Kynge: “A finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, China perdió la ventaja tecnológica que había mantenido por milenios” (China Shakesthe World, Phoenix, 2006). La Revolución Industrial occidental no tuvo su equivalente en China. En segundo lugar, la convergencia entre una burocracia macrocefálica y petrificada y la obediencia ciega a la autoridad, derivada de la herencia confuciana, paralizaron toda capacidad de respuesta frente a los retos de un mundo cambiante. Finalmente, el síndrome de la Muralla China (una nación que se negaba a mirar al exterior), generó una peligrosa complacencia con el pasado y la tradición. A diferencia de Japón, China no tuvo una Revolución Meiji que la conectara con los avances de Occidente.

Hoy, China se apresta a cerrar el paréntesis representado por los siglos XIX y XX para reencontrase con su multimilenaria historia de grandeza.  Apenas un soplo de decadencia en medio de la marcha inexorable de los siglos.