La crisis vista desde China

En respuesta a la crisis global, China ha podido demostrar a todos una vigorosa capacidad de reacción. Su crecimiento en 2009 (8,7%) y la previsión para 2010 (en torno al mínimo del 10%, dos puntos por encima de la cifra oficial) indican que el gigante asiático parece vivir en otro planeta y al margen de los graves efectos que pueden apreciarse en los países ricos de Occidente.

Pero lo cierto es que la crisis también pasa factura en China. Buena parte de su crecimiento está directamente ligado al paquete de estímulo habilitado por el gobierno, por valor de 4 billones de yuanes, sin el cual podría rondar el 1 o 2 por ciento. La previsión de una crisis más larga y profunda de lo deseado le ha conminado a mantener por el momento dichos incentivos que a buen seguro le permitirán salir de la crisis mucho más fortalecida. Pocos lo dudan.

La crisis ha demostrado que China dispone incluso de resortes y capacidades suficientes para responder a los desafíos del cambio de modelo de desarrollo en un contexto internacional particularmente adverso. Miles de fábricas exportadoras del sureste del país han debido cerrar sus puertas ante la repentina caída de los pedidos de Occidente, pero ello no se ha traducido en grandes convulsiones, de forma que hoy día, en muchos de estos lugares, paradójicamente, existe escasez de mano de obra, especialmente cualificada. Las ciudades de tamaño medio y el campo han permitido reabsorber estos recursos y se espera que actúe nuevamente de colchón amortiguador en la segunda etapa de la crisis que podría iniciarse en breve con esa probable apreciación del yuan que dará una nueva vuelta de tuerca a unas pymes exportadoras cuya competitividad se basa en el curso monetario y en el uso de mano de obra intensiva.

La crisis ha evidenciado la interdependencia de su economía respecto al mundo exterior, pero igualmente su fortaleza al contar con un mayor control de los factores de riesgo, en buena medida gracias a la potente musculatura del poder estatal y partidario que extiende sus tentáculos a todos los rincones, incluido el poder financiero, dando lugar a una compleja red en la que participa el Partido, las administraciones, los empresarios y los bancos. Esa capacidad de intervención contrasta con el desarme del Estado en Occidente, a merced de movimientos especulativos y agencias de rating, y le otorga una mayor capacidad de previsibilidad económica. Los controles se han extendido incluso a las plazas de Hong Kong y Macao con el objeto de blindarse adecuadamente. En suma, la naturaleza relativamente protegida de la economía china le permite influir activamente en el devenir de las claves del mercado interior.

No quiere ello decir que no existan incertidumbres. Sin duda tiene sus propios fantasmas, desde la polémica burbuja inmobiliaria a las grietas que subsisten en su entramado bancario. Pero siendo consciente de ellos, el saneamiento de su sistema financiero, por ejemplo, en curso desde hace diez años, se ha intensificado mejorando los coeficientes de garantía, persiguiendo los bancos ilegales, o aumentando las precauciones respecto al exceso de liquidez. A pesar de las advertencias acerca de que China puede repetir la experiencia japonesa de los años ochenta con su burbuja de activos, no parece que Beijing se encuentre al borde de la recesión.

Por otra parte, el agravamiento de la crisis puede complicar su estrategia de salida. Algunos economistas chinos habían sopesado la posibilidad de que el desarrollo inmobiliario, la inversión corporativa y las exportaciones podrían sustituir la inversión impulsada por el gobierno chino como principales fuerzas motrices de la economía. Pero en abril, el superávit comercial registró una caída del 87 por ciento con respecto al mismo mes del año pasado, mientras el sector inmobiliario vive momentos de bajada ante las políticas restrictivas puestas en marcha por las autoridades para frenar el recalentamiento del mercado. Algunos alertan sobre una desaceleración en el crecimiento económico del país que otros consideran sostenido en virtud, por ejemplo, de la expansión del proceso de urbanización y de las millonarias inversiones en el ferrocarril que están transformando la fisonomía del centro y oeste de China en una segunda ola modernizadora.

Sin duda, la crisis le ha brindado también una oportunidad para mejorar su avanzadilla inversora en el exterior. A finales de 2009, sus activos en el extranjero ascendían a 3,46 billones de dólares con un incremento del 17% en relación a 2008. Por otra parte, la internacionalización del yuan avanza en silencio pero sólidamente. Discretamente, China va tomando posiciones. En cualquier caso, sin caer en un optimismo ciego, con contracciones a un lado y elevado crecimiento a otro, parece inevitable que el mundo deba hacerle sitio a otra forma de pensar y de actuar.

China está aprovechando la gravedad del momento para renovar su modelo de desarrollo, cosa nada fácil, prestando cada vez más atención a su mercado interno y a factores como el ambiente, la innovación tecnológica o las mejoras sociales, áreas indispensables para dejar de ser el “taller del mundo”. Pero todo eso lo hace ya sin mirar a Occidente como modelo, sino desconfiando de esas invectivas proteccionistas que ahora desdicen las tradicionales loas al libre mercado. Sin lugar a dudas, esa es la principal lección que han aprendido de la crisis.