¡A por Taiwán?

La crisis del pasado verano en el estrecho de Taiwán ha evidenciado el enorme potencial explosivo del conflicto que enfrenta a las dos Chinas. Después de la retrocesión de Hong Kong el pasado 1 de julio de 1997 y la devolución, el próximo 20 de diciembre, de Macao, Taiwán es la siguiente plaza en la agenda de la reunificación china. Pero en la también llamada Formosa las resistencias son importantes, tanto en el fondo como en las formas. No es suficiente “generosidad” acomodar a Taiwán la misma fórmula aplicada a otros territorios. No son situaciones comparables. El gobierno de la isla apuesta por elevar el listón de partida de cualquier hipotética negociación con el continente y ello exacerba las tensiones. Mientras, en China, parece ganar peso e influencia la tesis de la inevitabilidad del conflicto. ¿Se ensaya una guerra en el Pacífico?

La nueva crisis, probablemente la más grave desde que en 1958 ambas partes libraron combates en el islote de Quemoy, a solo 2 km de la costa continental, tiene su origen inmediato en las declaraciones efectuadas por el presidente taiwanés, Lee Teng-hui, a una emisora de radio alemana, la Deutche Welle, al afirmar que las relaciones entre ambos lados del Estrecho deberían plantearse sobre unas bases de mayor igualdad, “de Estado a Estado” y no de Estado a “provincia rebelde” como pretende la República Popular China.

Las declaraciones de Lee Teng-hui cayeron como un jarro de agua fría en Beijing por dos razones. En primer lugar, cuestionaban seriamente la corrección del giro emprendido en las relaciones bilaterales durante 1998 y cuya evidencia más destacable fue la legión de observadores civiles (diplomáticos, académicos, etc) enviada por Beijing a la isla para seguir de cerca el último proceso electoral y efectuar una primera toma de contacto sobre el terreno con todos los partidos políticos, incluidos los independentistas del PDP (Partido Democrático Progresista). Pero además, por aquellos días, una delegación de la Fundación para los Intercambios en el Estrecho (la SEF, de Taiwán) discutía, en visita oficial con su homóloga continental, la Asociación para las Relaciones del Estrecho de Taiwán (ARATS, de China), los pormenores de la visita a Taiwán de Wang Daohan, presidente de la ARATS, un acontecimiento que debería producirse como continuación del encuentro celebrado en Beijing en el mes de octubre del pasado año. Entonces, el emisario taiwanés, Koo Chen-fu fue recibido por el Presidente Jiang Zemin.

Los dirigentes continentales interpretaron el gesto de Lee Teng-hui como un intento de dinamitar el reiniciado diálogo y replicaron con dureza, de palabra y de obra, la elevada apuesta del Presidente taiwanés. Conviene tener en cuenta que ambas organizaciones cuentan con el respaldo de sus respectivos gobiernos y gozan de una consideración pseudodiplomática. En semejante contexto de muy poco valieron los esfuerzos posteriores por reiterar y aclarar la naturaleza “constructiva” de las declaraciones efectuadas por el Presidente Lee. De la respuesta del presidente de la SEF, Koo Chen-fu, a la solicitud de aclaraciones formulada desde Beijing se deduce que el reiniciado diálogo político corre serio peligro de fracasar de nuevo.

Beijing no habla en vano

El presidente Jiang Zemin, su ministro de defensa, Chi Haotian, y otras voces autorizadas de la dirigencia china, condenaron las declaraciones del Presidente Lee por entender que implican una sustancial revisión de la doctrina de “una sola China”, premisa que ambas partes coincidieron en señalar como esencial y base de partida para establecer y desarrollar el diálogo bilateral. Al tiempo que acusan a Lee Teng-hui de separatismo, las autoridades continentales reiteran una vez más su disposición a utilizar la fuerza para impedir cualquier proclamación de signo independentista en Taiwán. Los gestos han sido claros: alerta a las tropas estacionadas en las provincias de Guangdong y Fujian; cancelación de las vacaciones y permisos en la base militar de Hong Kong; posicionamiento de submarinos chinos frente a las costas de Taiwán; violaciones reiteradas del espacio aéreo; incremento sustancial de las patrullas de barcos de guerra en la zona; discusión sobre la posible adopción de medidas de fuerza (bloqueo naval, incursiones marítimas o aéreas, etc); y maniobras militares de diverso nivel en las inmediaciones del estrecho.

Taiwán, que probablemente contaba ya con esta reacción continental, no se amilanó y decidió situar a su Ejército en estado de alerta. Pero la Bolsa de Taipei acusó la nueva crisis experimentando la mayor caída de sus últimos veinte años (un 6.4%). Coincidiendo en el tiempo, si bien más quizá como respuesta a las acusaciones estadounidenses de espionaje nuclear, China revela algunos datos sobre su programa atómico y anuncia que dispone de la tecnología necesaria para fabricar la bomba de neutrones. Unas semanas más tarde, el Ejército Popular de Liberación (EPL) efectuaba una nueva demostración de firmeza realizando la prueba de un misil intercontinental DF-31. El ritmo ascendente de la gravedad de las medidas chinas, los insistentes rumores de invasión de la isla y un apagón casual provocaron una gran alarma social en Taipei.

En Beijing, el Partido Comunista de China parece haber llegado al convencimiento de que Lee Teng-hui no apuesta en serio por la unificación y que efectúa un doble juego: de una parte, mantiene el discurso a favor de la unidad de toda China pero, al mismo tiempo, siembra de obstáculos cualquier iniciativa tendente a normalizar las relaciones entre ambos lados del Estrecho. Si en un primer momento la parte taiwanse vio arrastrada a una dinámica de diálogo, cada día parece más decidida a no dejarse llevar por los acontecimientos.

Para China,además de la lucha contra el hegemonismo y las cuatro modernizaciones, el retorno de Taiwán es una de las tres grandes tareas políticas principales. Así lo dejó escrito en enero de 1980 el fallecido Deng Xiaoping para concretar la “ofensiva de paz” que inició su lento caminar junto a la gaige (reforma) y la kaifang (apertura) del régimen, a finales de los años setenta. En el “Mensaje a los compatriotas de Taiwán”, el Comité Permanente de la Asamblea Popular Nacional (APN), el Parlamento chino, se ordenaba a las tropas del EPL que cesaran en sus ataques y bombardeos a la isla de Quemoy y otros islotes adyacentes ocupados por Taiwán pero situados en las proximidades de la costa continental. Ye Jianying, el Presidente de la APN, anunciaba en 1981 los llamados “nueve puntos” la línea general a seguir por China en su política hacia Taiwán. Dos años más tarde, Deng formuló los “seis puntos” en los que se detallaba la fórmula “un país, dos sistemas”, principio que serviría de fundamento para la unificación.

También Jiang Zemin, el actual Presidente del Estado y secretario general del PCCh formuló, en enero de 1995, los llamados “ocho puntos” que además de abundar en los postulados tradicionales, incorpora como novedad la apuesta por el fomento del intercambio de visitas de altos funcionarios y la propuesta de realizar negociaciones directas para poner fin oficial a las hostilidades. De unos puntos a otros, en la posición china se advierte un claro sentido de continuidad, de coherencia y una formulación política, siempre discutible claro está, pero consistente.

La estrategia de Taiwán

La primera reacción de Taiwán al objetivo continental de unificación fue de incredulidad y rechazo. Durante mucho tiempo los “tres noes” sintetizaron su posición: no contacto, no negociación y no compromiso. Solo a partir de 1987 y debido esencialmente a las presiones del colectivo empresarial e incluso de sectores vinculados a las fuerzas armadas (jefes militares no nacidos en la isla y que no hallaban entonces razón alguna para morir en el exilio sin haber visto a los familiares que dejaron en el continente) propiciaron un pequeño giro que permitió la realización de visitas y los reencuentros con familiares residentes en el otro lado del Estrecho. En 1990, Taipei abolió las “Previsiones temporales efectivas durante el período de la movilización nacional para la supresión de la rebelión comunista”, creando un Consejo de Unificación Nacional que en 1991 aprobaría las “Directrices para la unificación nacional”. Este documento sintetiza la actitud de Taiwán en relación al problema: de una parte, contempla una secuencia de tres fases (intercambio y reciprocidad, confianza y cooperación recíprocas y consultas y unificación); de otra, además de principios generales (razón, equidad, paz y reciprocidad) señala la democratización, la libertad y la prosperidad equitativa como nexos esenciales de la futura unión. No se trataría pues de sumar territorios sino unificar políticas y sistemas que deberían resultar de naturaleza democrática. Instalados en este esquema, según Taipei, nos encontrariamos estancados en la primera fase del proceso.

También en lo inmediato, las principales exigencias de Taiwán son dificilmente asumibles por China: renuncia unilateral al uso de la fuerza para culminar la unificación y no dificultar su inserción en la comunidad internacional como sujeto de pleno derecho. La unidad, se afirma desde Taipei, ha de ser consecuencia de la negociación entre sujetos libres e igualados en su participación en la sociedad internacional. Ambas partes, pues, parecen estar aún muy alejadas en cuestiones sustanciales.

Para Taiwán resulta especialmente complicado llevar la iniciativa y no quiere verse arrastrada a la unificación desde posiciones débiles. En una primera aproximación, dos son los principales activos para fortalecer su situación: la capacidad económica y la democratización de su sistema político. Sin duda, el esfuerzo democratizador de los últimos años constituye uno de los principales elementos de diferenciación con el continente que contribuye decisivamente al incremento y consolidación del proceso de autoidentificación de los taiwaneses y les convierte, como poco, en seguros defensores del actual statu quo. Por otra parte, en relación a la comunidad internacional, le sitúa en una posición más ventajosa, defendible y menos vulnerable.

Pero en lo que se refiere a su proyección económica la situación es más contradictoria. De una parte, con algo más de 21 millones de habitantes, Taiwán se encuentra entre las grandes potencias comerciales del mundo y dispone de una de las mayores reservas de divisas extranjeras del planeta. Pero toda esa capacidad le sirve de bien poco en sus relaciones con el continente. Beijing ha sabido rentabilizarlas en su propio beneficio. Ello a pesar de que progresivamente el gobierno taiwanés ha elevado la prudencia en relación a las inversiones en China desde que en 1987 levantó las más importantes restricciones. Medidas como el establecimiento de topes a la cuantía de las inversiones (máximo de 50 millones de dólares), la limitación en las transferencias de teconología o el favorecimiento, desde 1994, de la llamada “política hacia el Sur” con el objeto de abrir una nueva vía de inversiones en el sudeste asiático, no han dado el resultado esperado. Muy a su pesar, los empresarios se sienten más cómodos y seguros trabajando en el continente y apoyando a los “bandidos chinos comunistas”. Para ellos China es una opción natural. Para llevar a buen término sus negocios, no dudan incluso en burlar las rígidas reglamentaciones de Taiwán, multiplicando sus operaciones a través de Hong Kong.

Por otra parte, Taiwán ha disfrutado siempre de un gran excedente comercial con China. La porción que ocupan las exportaciones al continente en el total de sus exportaciones han pasado del 2.28% en 1987 al 18.39% en 1997 (porcentaje que aumentaría si se incluye el comercio realizado a través de Hong Kong). De no ser por China, el comercio exterior de Taiwán probablemente se encontraría en situación de déficit y no de superávit. China es muy consciente de su atractivo y ofrece seguridad y un tratamiento especial a las inversiones que proceden de Taiwán, a sabiendas de que la intensificación de la cooperación económica y la implicación activa del colectivo empresarial taiwanés son pilares excelentes para favorecer su política de unificación. La comunidad empresarial se mueve como pez en el agua en esta situación y actúa en buena medida de portavoz de aquellos intereses. Sin mucho éxito, el gobierno de Taiwán ha venido alertando sobre los peligros de la dependencia y llama la atención sobre la posibilidad de que China haga uso de la interacción económica para forzar concesiones políticas. Los empresarios, más sensibles a su propio interés que al nacional, no hacen mucho caso de las recomendaciones gubernamentales. Lo cierto es que hasta ahora China no ha insinuado nunca la adopción de medidas en este ámbito (sanciones, restricciones, etc) consciente, quizás, de que, mayor o menor, el daño producido sería igualmente bilateral.

En estos dos factores también se ha apoyado Taiwán para llevar adelante desde comienzos de la década de los ochenta una activa estrategia para mejorar su posición internacional. Es obvio que no existe correspondencia entre el protagonismo económico de Taiwán y su proyección política internacional y ello es directa consecuencia del contencioso con Beijing. Desde que en 1971 la República Popular China recuperó su asiento en la ONU (en 1965 se quedó a las puertas con un empate técnico a 47 votos), el número de Estados que reconocen la soberanía de Taiwán (República de China) descendió de 59 a unos 20 a finales de los años ochenta, y hoy no supera los treinta. Nominalmente aún forma parte de 10 organizaciones internacionales, pero solo el Banco Asiático para el Desarrollo tiene cierta importancia.

La batalla diplomática es uno de los frentes más activos de la mutua rivalidad china. El duelo abarca desde el Pacífico Sur a América Central, pasando por Naciones Unidas. Después de perder el reconocomiento de Sudáfrica, la mayor parte de los países con los que Taiwán mantiene relaciones diplomáticas normales son pequeños o pobres o las dos cosas a la vez. Probablemente, quien reconoce a Taiwán es porque tiene poco que perder al estar de su parte y porque consigue a cambio una considerable ayuda económica y técnica que de otro modo probablemente no obtendría. Las dos Chinas son víctimas de su propia lucha cuando algunos países deciden jugar a ver quien da más (Senegal ya cambió de aliado en tres ocasiones, Papúa Nueva Guinea en dos, etc). África es un escenario privilegiado de esta particular contienda y una de las pocas esperanzas que aún le restan a este continente para atraer la atención de países terceros una vez superada la guerra fría. Para China, además del interés por limitar la proyección exterior de Taiwán, tiene otro añadido importante pues muchos de estos países secundan sus posiciones cuando en algunos organismos internacionales se discuten resoluciones de condena de aquellos países que violan los derechos humanos.

Taiwán ha invertido muchos recursos en esta política de reconocimientos que combina con el cultivo de lazos no oficiales. Su interés no es solo inmediato sino también estratégico. Mantener un cierto nivel de reconocimiento exterior constituye un argumento de peso para sostener su exigencia de ser tratado como un Estado de hecho y reivindicar su legítimo derecho a participar, como uno más, en el sistema de Naciones Unidas. Por otra parte, en la hipótesis de que se produzca un empeoramiento de las relaciones de China con Estados Unidos, está segura de rentabilizar mucho más una inversión que no pocos hoy critican por dispendiosa.

El papel de Estados Unidos y Japón

Desde hace tiempo, China considera que Estados Unidos y Japón no son sinceros en sus deseos y que unirán sus esfuerzos para impedir la unificación. Según esta interpretación, ambos están inquietos por su rápido desarrollo y desean evitar que se convierta en una potencia hegemónica en Asia. ¿Temores infundados? A este respecto, conviene tener presente dos factores. En primer lugar, que de sumar el peso de las economías de Hong Kong, China y Taiwán, en el año 2002 ya superarían en PNB a Estados Unidos. Según estimaciones del IISS, en el año 2020 China será la economía más fuerte del mundo. Por otra parte, la unificación dejaría en manos chinas el control de la principal arteria económica de Japón, el estrecho de Taiwán, por donde pasa la ruta del petróleo que abastece la economía nipona. Por último, desde una perspectiva global, China es el único país con capacidad potencial suficiente para enfrentarse a Estados Unidos en el nuevo milenio.

Aunque en Estados Unidos y Japón existen partidarios de desarrollar con China una política de integración, numerosos datos apuntan a que sus detractores ganan terreno. En 1997, Washington y Tokio han revisado las Directrices de Defensa con el objetivo de fortalecer la colaboración militar y la cooperación, en especial cuando se vean confrontados con situaciones de crisis que puedan emerger en áreas alrededor de Japón. Aunque diversas fuentes pretenden circunscribir esa referencia a la península de Corea, desde China esa ambigüedad es interpretada como una velada alusión a Taiwán.

Si a ello añadimos otros datos como la discusión en la Cámara de Representantes y el Senado estadounidenses de medidas legislativas que proponen la realización de una evaluación del equilibrio militar existente en el Estrecho y el incremento de la venta de armamento y de equipos de alta tecnología a Taipei; o su participación en la creación de un sistema de defensa antimisiles en la región; o, en otro orden, las reticencias para apoyar la entrada de la gran potencia asiática en la Organización Mundial del Comercio, es evidente que China dispone de argumentos para justificar su intranquilidad muy a pesar de las buenas intenciones manifestadas por el Presidente Clinton. El informe Cox, o el bombardeo de la embajada china en Belgrado, constituyen también piezas de este inmenso puzzle que pone a prueba las relaciones bilaterales y brinda a Taipei nuevas oportunidades para aprovechar el deterioro de la imagen de China en el mundo y, consecuentemente, para facilitar una mayor comprensión de sus profundas reservas.

El Acta de Relaciones con Taiwán, aprobada en 1979, contempla algunas previsiones que reflejan la preocupación estadounidense por la seguridad de Taiwán, pero de forma tan flexible que hace poco probable que Washington movilice sus tropas para defender la isla en el supuesto de que una guerra llegue a producirse. Estados Unidos prefire cultivar la imagen de pacificador universal y juega a poner paz entre las partes, en especial presionando a China para disuadirla de intentar una aventura militar. Sin embargo, China no parece dispuesta a hacer mucho caso y considera a Estados Unidos cómplice de las actitudes cada vez más desafiantes de Taipei. Asi lo hizo saber cuando Lee Teng-hui realizó una visita “privada” a la Universidad de Cornell en junio de 1995 y que fue “celebrada” desde Beijing con dos pruebas de misiles en las cercanías de la costa norte de Taiwán. En vísperas de las elecciones presidenciales de marzo de 1996, se realizaron nuevos ejercicios militares incluyendo pruebas de misiles desprovistos de carga y con objetivo señalado a 30 millas de los puertos de Keelung y Kaoshiung, a sabiendas de que por esa causa Estados Unidos efectuaba en la zona el mayor desplazamiento de fuerza naval desde la guerra de Vietnam.

En suma, China no considera la hipótesis de la internacionalización del problema ni consentirá cualquier arreglo dirigido por Estados Unidos. Sin embargo, bien pudiera tener que realizar algún ajuste si, como parece, en Washington se reformula su papel en la zona admitiendo nitidamente que la inestabilidad puede representar una amenaza para su seguridad nacional. ¿Apoyaría la independencia de Taiwán? Probablemente no, porque ello daría la oportunidad a China de intervenir militarmente, pero tampoco favorecerá la unificación.

Prevenir el conflicto

Al igual que ocurrió en 1996, es muy probable que la actual crisis suspenda o enfrie el diálogo entre la SEF y la ARATS y avivará la tensión de cara a las próximas elecciones presidenciales, a celebrar en marzo del año 2000. Para China resulta muy problemático dialogar en unas condiciones de tan pronunciado desencuentro y al Kuomintang taiwanés poco le puede favorecer electoralmente una fotografía de Lee Teng-hui con Wang Daohan. Es más, un escenario de prolongada tensión y firmeza con Beijing favorece las previsiones electorales de su candidato, el actual vicepresidente Lien Chan.

Pero sería un error subestimar la reacción china. Las crisis se suceden y pueden alcanzar niveles cada vez más álgidos. Avivar la tensión es siempre un juego peligroso que puede tener graves consecuencias. La posibilidad de un accidente es cada vez mayor. La última apuesta de Taiwán y la rigidez continental pueden agravar la situación hasta un punto de difícil retorno. Como efecto inmediato, nos hallamos inmersos ya en una nueva carrera de armamentos en la región. Taipei ha anunciado nuevas adquisiciones en Estados Unidos y China ha hecho lo propio en Rusia (60 cazas SU-30 por valor de unos 2000 millones de dólares). Es obvio que China no admitirá nunca la equiparación de la capacidad militar de Taiwán e incentivará su modernización cualquiera que sea el precio. Ese proceso repercutirá negativamente en sus relaciones con los demás países de la región con los que aún sostiene importantes contenciosos, en especial, el relativo al control de las numerosas islas y archipiélagos del mar de China meridional.

A priori, no es previsible ningún cambio sustancial en la posición china y, de producirse en este contexto, será hacia una mayor dureza. Sus límites se irán delimitando poco a poco. Para Beijing la unificación es una misión histórica irrenunciable. A mediados de Julio, en plena crisis, Jiang Zemin declaraba a un diario local que “existen fuerzas en Taiwán y en la comunidad internacional que tienen como meta la separación de la isla. No nos mantendremos como espectadores dejando que eso ocurra”. No son afirmaciones vacías. China estima que en el supuesto de recurrir a la guerra, Estados Unidos nunca llegaría al enfrentamiento directo.

En la medida en que persista el deterioro en las relaciones China-EEUU y la tesis de la contención se afiance y gane más terreno, las posibilidades de apertura de un diálogo bilateral se irán alejando. Puede que las declaraciones de Lee Teng-hui que están en el origen de esta crisis obedezcan a motivos exclusivamente electorales, pero sin duda elevan el listón de cualquier negociación, modifican sustancialmente el tono de la relación y alimentan un nacionalismo taiwanés que entra en conflicto con el pannacionalismo chino que fomenta Beijing. Sin descartar la unificación futura y sobre la doble premisa de exclusión de la violencia y democratización del continente, Lee considera que no existe razón objetiva alguna que obligue a modificar apresuradamente el vigente statu quo. En resumidas cuentas, si China trata de impedir la independencia a toda costa, Taiwán se rebela para evitar la unificación a toda prisa.

A las dos Chinas les urge encontrar un nuevo lenguaje común pues ambas corren un grave e idéntico riesgo: que sean las armas quienes hablen por ellas.