El centenario de Deng Xiaoping

No es de extrañar que las autoridades chinas se hayan volcado tanto en la celebración del centenario de Deng Xiaoping (1904-1997). En la reciente historia del país nunca se había disfrutado de un período de estabilidad tan prolongado e incluso, aún teniendo en cuenta los sucesos de Tiananmen de 1989, con tan relativa calma política. La estabilidad, esa obsesión específica de un Deng que a lo largo de su vida experimentó mil y una vicisitudes y altibajos, ha sido aprehendida por los dirigentes chinos actuales, todos ellos, políticamente, hijos de Deng, que hoy aplauden su empeño por modernizar el país y normalizar un zarandeado Partido, estructura clave en dicho proceso de cambio.

En la sociedad china, la unanimidad seguramente es menor. En cualquier caso, si no entusiasmo, cabe advertir, al menos, esa sensación de agradecimiento por haber puesto fin a aquel socialismo de pobreza que Deng criticaba con gran énfasis, poniendo el acento en la prosperidad común, “aún cuando sería inevitable que algunos la alcanzaran antes que otros”. Con Deng fue posible la mejora general del nivel de vida y una transformación del país que nunca dejará de asombrar, aún a quienes procuramos seguir día a día sus novedades al detalle.

Pero quien ha sido Deng Xiaoping? Pues sin duda, la otra cara de la moneda de la Nueva China. Si Mao decía que la lucha de clases podía durar cincuenta o cien años, Deng aseguraba que ese era el tiempo mínimo e imprescindible para sentar las bases de la primera etapa de la construcción del socialismo; si Mao era proclive al personalismo, Deng se mostraba firme partidario de la dirección colegiada; si Mao consideraba la pobreza como una buena cosa porque despertaba el deseo de cambio, de acción y de revolución, Deng soñaba con eliminar la pobreza de raíz; frente al voluntarismo de Mao, Deng oponía el pragmatismo; la paciencia, frente a la impaciencia; la burocracia frente al antiburocratismo; la apertura al exterior frente a la autarquía; la verdad en los hechos frente al ideologismo; el realismo frente al mesianismo; el abandono, en fin, de la revolución, como ha señalado Lucien Bianco, frente al empeño maoísta de la revolución permanente. Deng fue siempre el administrador eficaz. Mao, más próximo a la imagen de un militar siempre de maniobras, nunca entendió de economía. Cuando a uno le iba bien, al otro le iba fatal.

Purgado antes, durante y después de la Revolución Cultural (1966-1976), fue capaz de sobrevivir a todas las situaciones críticas ““por eso algunos lo recuerdan como el apodo de El Corcho”“ que atravesó el proceso revolucionario chino si bien a cuenta de grandes sacrificios personales y familiares (uno de sus hijos, por ejemplo, quedó inválido cuando un grupo de guardas rojos lo tiraron por una ventana de la Universidad de Pekín). A Edgar Snow, el autor de Estrella roja sobre China, le parecía algo insignificante. Por el contrario, Mao, cuenta Harrison Salisbury, siempre había estado convencido del gran porvenir de Deng y por ello se cuidó mucho de no eliminarlo del todo consciente de que sin el, algo cojeaba en el país.

En cada crisis, a Deng le salvaba su astucia y su valía. Con Zhou Enlai, el primer ministro de la nueva China hasta el fin de sus días, se preocupaba de reparar los daños causados en cada aventura maoísta, enderezaban juntos la situación hasta que una nueva crisis (léase “indicios de restauración capitalista”) le obligaba a retornar a las catacumbas. Fue siempre un gran sorteador. Incluso ahora, no falta quien interpreta su política de reforma y apertura como un rodeo por el capitalismo para llegar al socialismo.

Todos destacan hoy que Deng ha sido el principal artífice de las profundas transformaciones que China ha experimentado en el último cuarto de siglo. Sin duda, es cierto. Con todo, señaló también las fronteras de los cambios y una celebración canonizante podría restar capacidad de adaptación a un nuevo contexto. Solo aquel que progresa con su tiempo corresponde efectivamente a su época, decía Confucio. Los nuevos líderes chinos no deberían olvidarlo a la hora de enfrentarse a los dos problemas esenciales heredados de la época denguista. Uno esencial es la unificación de toda China. La fórmula, un país, dos sistemas, planteada por Deng para solucionar el problema de Taiwán exigiría hoy día de su mucha astucia para resultar minimamente atractiva para Taipei y facilitar la aproximación entre las dos Chinas.

El otro, los límites ideológicos de la reforma, los cuatro principios irrenunciables que rubrican la dirigencia del Partido y la orientación socialista, podría haber experimentado ya su primera erosión con la teoría de las tres representaciones de Jiang Zemin, santificada en el cónclave de 2002, al aceptar la incorporación a sus filas de los nuevos empresarios y líderes sociales que han emergido al calor de la reforma y a quienes teme por su hipotética capacidad de liderazgo alternativo. Pero está por ver como afecta a su identidad y a su política esa socialdemocratización de facto de sus filas. O si se prefiere, esa lenta transformación de la nomenclatura en un renovado mandarinato.