El problema de Taiwán

La coincidencia de procesos electorales en Taiwán con el redoblamiento de gestos hostiles de Pekín hacia Taipei, han pasado a formar parte de una peculiar rutina. Ahora mismo, cuando Formosa se prepara para la celebración de nuevas elecciones presidenciales el próximo 18 de marzo, los dirigentes continentales no se resisten a intervenir en la campaña electoral con su conocida dosis de amenazas, una veces directas, otras en forma de “libro blanco”, bien arropadas de argumentos patrióticos. ¿Un ritual vacío? Muy al contrario, a pesar de haber comprendido ya el carácter contraproducente de las exhibiciones militares, en el lenguaje de Pekín se advierte un preocupante aumento de la impaciencia y el nerviosismo.

Dos claves pueden agravar en poco tiempo el futuro del problema. De una parte, la evolución de los equilibrios internos en el reducido grupo de poder de Pekín. Restan apenas dos años para que se produzca la sustitución de tres personajes clave: Jiang Zemin, Li Peng y Zhu Rongji. Jiang Zemin, actual Presidente del Estado y secretario general del Partido Comunista, ha iniciado los preparativos del relevo. Numerosos datos apuntan a Hu Jintao, el actual vicepresidente, como su sucesor, pero Jiang Zemin no se imagina aún una retirada total de la escena política. Imitando el ejemplo de Deng Xiaoping, su mentor, se reservaría por un tiempo la presidencia de la Comisión Militar Central con el objeto de asegurar la debida tutela de su protegido. El control del Ejército Popular de Liberación es fundamental para estabilizar el poder, y para afianzarlo bien podría verse obligado a hacer nuevas concesiones a unos militares que abrazan el discurso nacionalista con auténtica pasión. Taiwán es la moneda de cambio que puede permitirle incrementar su influencia en un medio en el que aún abundan los desprecios hacia su persona (quizás por ello llegó a ser tan fuerte la influencia de Falungong en circulos castrenses).

Por otra parte, Jiang Zemin bebe en las fuentes de la gloria de los grandes dirigentes y sueña con verse a si mismo como el arquitecto de la unificación. Ya en 1995, formuló los llamados “ocho puntos”, que además de abundar en los postulados tradicionales, incorporan como novedad la apuesta por el fomento del intercambio de visitas de altos funcionarios y la realización de negociaciones directas para poner fin oficial a las hostilidades. Para China, además de la lucha contra el hegemonismo y las cuatro modernizaciones, el retorno de Taiwán es una de las tres grandes tareas políticas principales. Así lo dejó escrito en enero de 1980 el fallecido Deng Xiaoping, para concretar la “ofensiva de paz” que inició su lento caminar junto a la gaige (reforma) y la kaifang (apertura) del régimen, a finales de los años setenta. Jiang Zemin aspira a dejar una huella indeleble en dicho proceso.

Mientras, en el escenario taiwanés, cuanto más aumentan las prisas de Pekín, más crece el rechazo a las propuestas unificadoras. Las nuevas generaciones no “sienten” la patria de la misma forma que quienes se vieron obligados a abandonar el continente por causa del triunfo de la revolución de Mao. La influencia y el poder de los isleños no ha cesado de crecer en los últimos años. Lee Teng-hui, el actual Presidente taiwanés, es uno de ellos y simboliza esa apuesta por una quietud sin temeridad en las relaciones bilaterales. Durante mucho tiempo los “tres noes” sintetizaron su posición: no contacto, no negociación y no compromiso. Hoy ya no es así, pero la concepción de la unificación es sensiblemente distinta y distante de la promovida por el régimen continental: en ningún caso se trataría de sumar territorios sino de unificar políticas y sistemas que deberían resultar de naturaleza democrática.

En una primera aproximación, Taiwán cuenta con dos activos principales para fortalecer su posición: la capacidad económica y la democratización de su sistema político. Sin duda, el esfuerzo democratizador de los últimos años constituye uno de los principales elementos de diferenciación con el continente y contribuye de forma decisiva al incremento y consolidación del proceso de autoidentificación de los taiwaneses convirtiéndoles, como poco, en seguros defensores del actual statu quo. Por otra parte, en relación a la comunidad internacional, le sitúa en una posición más ventajosa, defendible y menos vulnerable.

Pero en lo que se refiere a su proyección económica la situación es más contradictoria. De una parte, con algo más de 21 millones de habitantes, Taiwán se encuentra entre las grandes potencias comerciales del mundo y dispone de una de las mayores reservas de divisas extranjeras del planeta. Pero toda esa capacidad le sirve de bien poco en sus relaciones con el continente. Beijing ha sabido rentabilizarlas en su propio beneficio. Ello a pesar de que progresivamente el gobierno taiwanés ha elevado la prudencia en relación a las inversiones en China desde que en 1987 levantó las restricciones más importantes. Medidas como el establecimiento de topes a la cuantía de las inversiones, la limitación en las transferencias de tecnología o el favorecimiento, desde 1994, de la llamada “política hacia el Sur” con el objeto de abrir una nueva vía de inversiones en el sudeste asiático, no han dado el resultado esperado. Los empresarios se sienten más cómodos y seguros trabajando en el continente y apoyando a los “bandidos chinos comunistas”. Para ellos, China es una opción natural. Para garantizar el buen fin de sus negocios, no dudan incluso en burlar las rígidas reglamentaciones del país, multiplicando sus operaciones a través de Hong Kong. Por otra parte, Taiwán ha disfrutado siempre de un gran excedente comercial con China.

En estos dos factores también se ha apoyado Taiwán para llevar adelante, desde comienzos de la década de los ochenta, una activa estrategia para mejorar su posición internacional. Es obvio que no existe correspondencia entre el peso económico de Taiwán y su proyección política internacional y ello es directa consecuencia del contencioso con Pekín.Desde que en 1971 la República Popular China recuperó su asiento en la ONU (en 1965 se habia quedado a las puertas con un empate técnico a 47 votos), el número de Estados que reconocen la soberanía de Taiwán (República de China) descendió de 59 a unos 20 a finales de los años ochenta, y hoy no supera los treinta. Nominalmente aún forma parte de 10 organizaciones internacionales, pero solo el Banco Asiático para el Desarrollo tiene cierta importancia.

La batalla diplomática es uno de los frentes más activos de la mutua rivalidad china.Taiwán ha invertido muchos recursos en esta política de reconocimientos que combina con el cultivo de lazos no oficiales. Su interés no es solo inmediato sino también estratégico. Mantener un cierto nivel de reconocimiento exterior constituye un argumento de peso para sostener su exigencia de ser tratado como un Estado de hecho y reivindicar su legítimo derecho a participar, como uno más, en el sistema de Naciones Unidas. Por otra parte, en la hipótesis de que se produzca un empeoramiento de las relaciones de China con Estados Unidos, está segura de rentabilizar mucho más una inversión que hoy no pocos critican por dispendiosa. Para Pekín, la insistencia en esta política revela el designio independentista de los dirigentes de Taipei.

Asi pues, las tendencias y puntos de vista de ambos lados del Estrecho no van camino de la confluencia. Pudiera pensarse en una mediación exterior, pero China la rechaza con vehemencia. Las relaciones con Taiwán, se dice, son un problema exclusivamente bilateral y la comunidad internacional debe ponderar los esfuerzos y las positivas actitudes evidenciadas en Hong Kong y Macao. Pero es que, además, en China crece el convencimiento de que los países más influyentes, y en especial Estados Unidos, no ven con buenos ojos la unificación. En primer lugar, por temor a sus efectos económicos. De sumar el peso de las economías de Hong Kong, China y Taiwán, en el año 2002 ya superarían en PNB a Estados Unidos. Según estimaciones del IISS, en el año 2020 China será la economía más fuerte del mundo. En segundo lugar, por razones estratégicas. La unificación dejaría en manos chinas el control de la principal arteria económica de Japón, el estrecho de Taiwán, por donde pasa la ruta del petróleo que abastece la economía nipona. Por último, desde una perspectiva global, China es el único país con capacidad potencial suficiente para enfrentarse a Estados Unidos en el nuevo milenio.

Aunque en Estados Unidos y Japón existen partidarios de desarrollar con China una política de integración, sus detractores son muy activos. En 1997, Washington y Tokio han revisado las “Directrices de Defensa” con el objetivo de fortalecer la colaboración militar y la cooperación, en especial cuando se vean confrontados con situaciones de crisis que puedan emerger en áreas alrededor de Japón. Diversas fuentes pretenden circunscribir esa referencia a la península de Corea, pero esa ambigüedad es interpretada en el viejo Imperio del Centro como una velada alusión a Taiwán. Aún asi, China estima que en el supuesto de recurrir a la guerra, Estados Unidos nunca llegaría al enfrentamiento directo.

Para que no falte de nada en este cóctel, Taipei ha anunciado nuevas adquisiciones de armamento en Estados Unidos y China ha hecho lo propio en Rusia. Es obvio que Pekín nunca admitirá la equiparación de la capacidad militar de Taiwán e incentivará la modernización de sus equipos, cualquiera que sea el precio. Ese proceso repercutirá negativamente en sus relaciones con los demás países de la región con los que aún sostiene importantes contenciosos, en especial, el relativo al control de las numerosas islas y archipiélagos del mar de China meridional. Nadie podrá permanecer indiferente.

Si la fórmula “un país, dos sistemas” resulta claramente insuficiente para Taiwán, no deja de ser una rareza la peculiar guerra fría que aún enfrenta a las dos Chinas. A ambas urge encontrar una vía de diálogo que proyecte una salida para este callejón que amenaza con precipitar el conflicto en el tenebroso mundo de lo inevitable.