Un test para China

Pese a los cambios producidos y esperados, hasta la fecha no se han cumplido los vaticinios más pesimistas. Lo cierto es que la vida en Hong Kong ha seguido su curso con total normalidad. Incluso una semana antes de producirse la aprobación de la nueva normativa electoral, tan contestada por los sectores democráticos, la reunión anual del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional se deshacía en elogios al funcionamiento del principio “un país, dos sistemas” y al escrupuloso respeto de China por la autonomía de Hong Kong, una plaza que al abrigo de Beijing ha podido resistir en excelentes condiciones la inestabilidad de los mercados financieros asiáticos. Ni la corrupción, ni las libertades públicas, ni la libertad de prensa se han resentido especialmente. Los inversos extranjeros aplauden a rabiar y hasta el mismísimo y temible George Soros se ha decidido a invertir aquí.

La normalidad ha vuelto incluso a las relaciones con el Reino Unido. En 1997 el comercio bilateral experimentó un incremento del 16% y a finales de marzo de este año, con ocasión de la cumbre ASEM II, Zhou Rongji, el flamante primer ministro chino, visitaba Londres cerrando un largo paréntesis de trece años sin intercambio de visitas de alto nivel. En definitiva, parece que todo va a las mil maravillas.

¿Qué piensa la mayoría social?

Nadie discute la legitimidad histórica o la habilidad con que China ha manejado el asunto de Hong Kong. Lo que sí permanece en entredicho es la legitimidad política democrática. Hasta ahora y pese a los altibajos conocidos, las autoridades de Beijing han conseguido congeniar con los británicos, han logrado atraerse la lealtad política del poder económico de Hong Kong, pero, paradójicamente, queda por ver si han sido capaces de ganarse la credibilidad y el respeto de la inmensa mayoría de la población hongkonesa. Estas elecciones pueden ser un barómetro excelente y todo un test para un gobierno autodenominado popular y que se afirma portador de una legitimidad emancipatoria.

En este tiempo, China ha multiplicado los gestos para restaurar la dañada imagen producida por los acontecimientos de 1989. Ha liberado a algunos disidentes muy conocidos, ha estampado su firma en algún importante convenio internacional en materia de derechos humanos y es posible que se den nuevos pasos en esa dirección. En una sociedad pluralista como la hongkonesa estas decisiones son observadas con tanta atención como alivio.

Pero no parece suficiente. Existe otra gran asignatura pendiente. Si bien China es conocedora de los profundos desequilibrios y desigualdades que habitan en lo subterráneo de la abundancia hongkonesa, hasta ahora muy poco o nada ha presionado para alterar esa situación. A cambio de la revocación de algunas leyes laborales que reconocían a los sindicatos capacidad de representación y de negociación colectiva, el gobierno de Tung Chee Hwa ha prometido aumentar el gasto social en educación, seguridad social o asistencia a los ancianos, pero nada más. A diferencia del mimo que ha caracterizado la cooptación de las élites, la atención prestada a la vertebración y representación de la mayoría social ha sido mínima y dirigida casi exclusivamente a aislar a los críticos del proceso. La población trabajadora de Hong Kong juega un papel insignificante, no tiene influencia y los líderes sindicales no han obtenido apoyo alguno para mejorar y ampliar su bienestar y derechos.

Así pues, China se ha ganado a los británicos, ha atraído a los amigos ricos de Hong Kong, pero le queda aún lo más difícil. Tanto en las elecciones parciales de 1991 como en las de 1995, el triunfo de la oposición democrática fue abrumador. En 1995 el índice de participación rondó el 35%. La de hoy no será una negociación entre bastidores y pese a las limitaciones del sistema electoral permitirá conocer en buena medida el estado de opinión de la amplia sociedad real, una sociedad que no puede permanecer indefinidamente excluida de la toma de decisiones. Es la diferencia que separa el mero control de la legitimidad política y toda una prueba que puede resultar trágica para quienes, siquiera formalmente, adoquinan su imaginario reivindicando la soberanía popular.