A contracorriente de la historia

 Las sociedades patriarcales constituyeron las primeras expresiones de vida social organizada. Fernando Sabater las describe así: “Las leyes o normas que regían los diversos aspectos de la existencia colectiva se apoyaban en la tradición, la leyenda, el mito…El mayor argumento para respetar una norma era `siempre se ha hecho así´. Y para explicar por qué siempre se había hecho así se recurría a la leyenda de algún antepasado fundador del grupo, o a las órdenes de algún dios…La norma en cuestión había nacido como intento de resolver algún problema concreto del grupo y luego, para que nadie la discutiera, se aseguraba que provenía de la más nebulosa antigüedad…La lógica primitiva creía que los padres de los padres de los padres debieron de ser más fuertes y sabios. Lo que ellos habían considerado como bueno, quizá porque se lo había revelado alguna divinidad, no podían discutirlo los individuos presentes mucho más frágiles y lamentablemente humanos” (Política para Amador, Barcelona, 2008).

 Las sociedades patriarcales constituyeron las primeras expresiones de vida social organizada. Fernando Sabater las describe así: “Las leyes o normas que regían los diversos aspectos de la existencia colectiva se apoyaban en la tradición, la leyenda, el mito…El mayor argumento para respetar una norma era `siempre se ha hecho así´. Y para explicar por qué siempre se había hecho así se recurría a la leyenda de algún antepasado fundador del grupo, o a las órdenes de algún dios…La norma en cuestión había nacido como intento de resolver algún problema concreto del grupo y luego, para que nadie la discutiera, se aseguraba que provenía de la más nebulosa antigüedad…La lógica primitiva creía que los padres de los padres de los padres debieron de ser más fuertes y sabios. Lo que ellos habían considerado como bueno, quizá porque se lo había revelado alguna divinidad, no podían discutirlo los individuos presentes mucho más frágiles y lamentablemente humanos” (Política para Amador, Barcelona, 2008).

El mundo greco-romano reaccionó frente a la visión anterior y su acción insurgente sentó cauces racionales a la vida en sociedad. Para los atenienses la fuente de toda norma era el ser humano mismo. Más concretamente, la asamblea de los ciudadanos. Dado su origen, la norma valía tanto como su utilidad comprobada para la vida social, motivo por el cual ésta podía ser modificada o abolida si la mayoría así lo juzgaba apropiado. La “polis”, es decir la comunidad de ciudadanos, no era gobernada por la palabra revelada, sino por la capacidad de razonar y discutir de esos mismos ciudadanos. A este aporte fundamental de los griegos, vino a sumársele otro no menos importante proveniente de los romanos: el derecho. Ello implicaba la existencia de normas precisas y suficientemente divulgadas que resultaban el producto de la razón y del sentido común.

Quizás uno de los hechos más curiosos de nuestros días ha estado signado por el reemerger de las sociedades patriarcales. Cuando la herencia greco-romana parecía no admitir cuestionamiento, se vio surgir virtualmente de la nada un impulso telúrico que provenía de distintas direcciones pero que guardaba un denominador común: el intento por subordinar la política y la vida social a la religión. Era el despertar de la tradición y de la palabra revelada como fuente de legitimidad.

A finales de la década de los setenta del siglo pasado se evidenció, en efecto, el emerger del fundamentalismo dentro de las religiones cristiana, judía y musulmana. En los tres casos surgía como reacción ante los retos disociadores de la modernidad y como expresión de la  búsqueda de un reencuentro con las certidumbres inmutables de los textos sagrados. Este fenómeno se dio en  las tres religiones monoteístas citadas por el simple hecho de que respondía a una interpretación literal de los textos sagrados: el Corán, el Hadith y, por extensión, la Shaira para los musulmanes; la Torah para los judíos y la Biblia para los cristianos. Tal interpretación literal no se extendía a otras religiones precisamente por la carencia de textos que le brindaran sustento. En definitiva, el fundamentalismo entiende la “verdad revelada” en forma textual y desprovista de su carácter simbólico.

En palabras de Karen Armstrong: “El asalto fundamentalista tomó a los secularistas por sorpresa. Estos habían asumido que la religión nunca volvería a jugar un papel relevante en la política, pero durante el período final de los setenta se  produjo una explosión militante de fe...En lugar de recurrir a alguna de las ideologías modernas, estos tradicionalistas radicales citaban a las escrituras, así como a leyes y principios arcaicos que resultaban por entero ajenos al discurso político del siglo XX” (The Battle for God, London, 2000).

El retorno a Abraham

En el mundo islámico, Israel y los propios Estados Unidos, constatamos el regreso de la sociedad patriarcal al mundo de la política y de la vida social.  El islamismo, sinónimo de fundamentalismo musulmán, se consagró con el triunfo de la revolución de Khomeini en Irán y tomó cuerpo en años subsiguientes a través de un conjunto de agrupaciones variadas, algunas de las cuales evolucionaron hacia el terrorismo. El fundamentalismo judío se ha expresado a través de movimientos como Gush Emunim y Haredim, entre otras manifestaciones de extrema derecha religiosa. El fundamentalismo cristiano, por su parte, ha sido esencialmente protestante, evangelista y de raigambre estadounidense, expandiéndose luego hacia otras regiones del globo.

Cuando la razón parecía moverse a sus anchas, resulta que nuevamente “los individuos presentes mucho más frágiles y lamentablemente humanos”, deben someterse a la palabra revelada. En momentos en que la tecnología nos proyecta hacia un mundo que hace poco tiempo atrás era considerado como ciencia ficción, poderosas fuerzas buscan retrotraernos a los primeros tiempos de la vida social organizada. El Califato Islámico de Irak y del Levante representa la expresión extrema de este contrasentido histórico.