En nuestro artículo anterior ("La renta monopólica"), hacíamos referencia a Paul Krugman, quien explicaba cómo el grueso de las ganancias de las corporaciones estadounidenses deriva de la llamada “renta monopólica” (“Profits without production”, International Herald Tribune, 22-23 junio, 2013). Es decir, los ingresos resultantes de cerrarle el paso a la competencia por vía del establecimiento de un coto cautivo (usualmente por intermedio de una patente o de una marca). Tal situación, como aquel señalaba, disminuye la necesidad de expandir la capacidad productiva de las empresas en la medida en que el monopolio garantiza una alta rentabilidad sin necesidad de incurrir en el riesgo que conlleva toda nueva inversión.
En nuestro artículo anterior ("La renta monopólica"), hacíamos referencia a Paul Krugman, quien explicaba cómo el grueso de las ganancias de las corporaciones estadounidenses deriva de la llamada “renta monopólica” (“Profits without production”, International Herald Tribune, 22-23 junio, 2013). Es decir, los ingresos resultantes de cerrarle el paso a la competencia por vía del establecimiento de un coto cautivo (usualmente por intermedio de una patente o de una marca). Tal situación, como aquel señalaba, disminuye la necesidad de expandir la capacidad productiva de las empresas en la medida en que el monopolio garantiza una alta rentabilidad sin necesidad de incurrir en el riesgo que conlleva toda nueva inversión.
Lo anterior explica, a la vez, cómo estando sentadas en un mar de liquidez las corporaciones estadounidenses resulten tan reacias a crear empleos o a invertir en nuevas plantas o en investigación. Baste recordar, como lo hacía Roger Cohen, que sólo en el tercer trimestre de 2010, las empresas norteamericanas obtuvieron beneficios por 1,68 millón de millones de dólares. Sin embargo ello no se traducía, como aquel señalaba, en un incremento de la inversión productiva en los Estados Unidos (“America awaken”, International Herald Tribune, 28 junio, 2011).
Lo que las corporaciones estadounidenses sí han estado haciendo es invertir masivamente en la recompra de sus propias acciones. La lógica que alimenta a este proceso es simple. Dado que los ejecutivos de las empresas son usualmente importantes accionistas de las mismas, ellos se benefician de los saltos en el valor de las acciones que se producen cuando hay grandes compras. Esto les permite, a la vez, recibir jugosos bonos por alcanzar las metas de revalorización en el precio de las acciones. Fue así que en 2011 se dedicaron 445 millardos de dólares a la compra de acciones por parte de las propias empresas que las habían emitido (Nelson D. Schwartz, “In U.S., stock buybacks win out over jobs”, International Herald Tribune, 23 noviembre, 2011).
En ninguna otra área las rentas monopólicas resultan tan emblemáticas como en el caso de las compañías farmacéuticas, las cuales sustentan sus beneficios en patentes y marcas. Nada tiene de sorprendente, por tanto, que éstas sobresalgan en la recompra de sus propias acciones a expensas del desarrollo de nuevos productos. Pfizer gastó más de 20 millardos de dólares en este propósito entre 2005 y 2010, mientras que Zimmer dedicó mil millones de dólares a comprar sus acciones en 2011, luego de haber gastado 500 millones en 2010 (Schwartz, citado).
Mientras los directivos de las corporaciones se enriquecen el desempleo y la desigualdad campean a sus anchas en Estados Unidos. En el caso de las empresas farmacéuticas habría que agregar a ello el costo social de los nuevos medicamentos que dejan de producirse. Ello ocurre precisamente cuando se alerta que de no introducirse una nueva generación de antibióticos, en dos décadas podríamos retrotraernos a condiciones similares a las del siglo XIX, en las que la gente moría por infecciones hoy desapercibidas. No obstante, desde finales de la década de 1980 no se ha producido una nueva generación de antibióticos ante el poco incentivo económico que las compañías farmacéuticas encuentran en ello.