En el marco de las relaciones internacionales prevalece la distinción convencional entre estados grandes y pequeños. Los grandes son, por definición, aquellos con mayor masa crítica: extensión territorial, población, recursos, etc. Los pequeños encuentran su más lograda expresión en la Ciudad-Estado. Generalmente se asume que entre unos y otros se da una relación activo-pasiva. Los grandes buscan alterar o preservar el status quo en su propio beneficio, mientras los pequeños deben soportar las acciones de aquellos. El Diálogo Meliano de Tucídides, en tiempos clásicos, contemplaba esta dualidad en los siguientes términos: “Mientras el poderoso hace lo que quiere, el débil se ve obligado a soportar lo que debe”.
En el marco de las relaciones internacionales prevalece la distinción convencional entre estados grandes y pequeños. Los grandes son, por definición, aquellos con mayor masa crítica: extensión territorial, población, recursos, etc. Los pequeños encuentran su más lograda expresión en la Ciudad-Estado. Generalmente se asume que entre unos y otros se da una relación activo-pasiva. Los grandes buscan alterar o preservar el status quo en su propio beneficio, mientras los pequeños deben soportar las acciones de aquellos. El Diálogo Meliano de Tucídides, en tiempos clásicos, contemplaba esta dualidad en los siguientes términos: “Mientras el poderoso hace lo que quiere, el débil se ve obligado a soportar lo que debe”.
Las cosas, sin embargo, no son tan simples. De un lado encontramos estados-ciudades que han resultado inmensamente influyentes y, del otro, a grandes estados que han atravesado fases de debilidad extrema o que incluso han caído en la categoría de estados fracasados. Venecia en el pasado o Singapur o Dubái en el presente caen en la primera categoría. China y Rusia, en distintos momentos, confrontaron períodos de gran debilidad.
Tomemos el caso de Singapur, país de 600 kilómetros cuadrados. Este constituye el tercer centro financiero del planeta; ocupa el sexto lugar mundial en Índice de Desarrollo Humano; es gracias a su fondo de pensiones el mayor inversionista extranjero en países como China, India, Indonesia o Vietnam; posee el segundo puerto con mayor volumen de comercio en el mundo; recibe veinte millones de turistas al año y dos de sus universidades se encuentran entre las primeras quince del planeta, por sólo citar algunos datos.
A la inversa, un gigantesco país como China atravesó por un período de inmensa fragilidad durante los siglos XIX y XX. Las llamadas guerras del opio con Inglaterra (1840-1842 y 1856-1858), no sólo le representaron humillantes derrotas sino la pérdida de Hong Kong, la imposición del consumo del opio y el otorgamiento de concesiones múltiples. Ello vino sucedido en 1860 por la ocupación anglo-francesa de Pekín. Los tratados de 1858 y 1860 con Rusia le implicaron la pérdida, producto de su debilidad, de 2,6 millones de kilómetros cuadrados de territorio al Este del río Ussuri. En 1898 Rusia anexó sus estratégicos puertos de Dalian y Lüshum. La derrota de 1894 frente a Japón le significó la pérdida de Taiwan, así como la de su soberanía formal sobre Corea. De igual manera, el tratado de 1885 con Francia le obligó a ceder a este país su soberanía formal sobre Vietnam y el de 1894 con Gran Bretaña le hizo perder la de Burma. En 1897 Alemania ocupó la Bahía de Jiaozhou. En 1900, vino la ocupación de Pekín por una coalición internacional. Todo lo anterior presagiaba tan sólo su peor momento: la ocupación japonesa y los veinte millones de muertos que ésta trajo consigo, entre 1937 y 1945.
Sin llegar a tales extremos Rusia evidenció una inmensa vulnerabilidad tras el fin de la Guerra Fría. Primero vino el proceso de reconvertir a su economía mediante la aplicación de la terapia de choque del Consenso de Washington, lo cual condujo a la pobreza a 20 millones de sus ciudadanos. Luego vino la negativa a convertir a la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa en eje de la seguridad europea, tal como insistentemente pedía Moscú. En su lugar no sólo se dejó a cargo de la seguridad continental a una institución nacida para adversar a Rusia, la OTAN, sino que se procedió a la expansión sistemática de ésta hacia el Este. Ello transformó al vecindario de Rusia en una esfera de influencia ajena de naturaleza hostil. El componente de seguridad anterior se vio complementado por lo que parecía ser su contraparte natural: la onda expansiva de la Unión Europea hacia el Este.
El bombardeo a Belgrado y la ocupación de Serbia por parte de la OTAN, así como el posterior reconocimiento a la independencia de Kosovo por encima de las objeciones rusas, cayeron dentro de este mismo capítulo. El apoyo a las revoluciones de los colores en Ucrania, Georgia y Kirguistán, dentro de la llamada “Agenda de la Libertad” impulsada por Washington, también entró allí. En igual sentido Estados Unidos promovió la construcción de oleoductos y gasoductos entre los estados ribereños del Mar Caspio (que habían sido parte de la Unión Soviética) y Europa. Ello con el objetivo de separar a dichos países de la esfera de influencia de Rusia y disminuir la importancia de los hidrocarburos rusos. En varios de dichos estados, por lo demás, se establecieron bases militares estadounidenses. Entre tanto se buscó socavar al Consejo de Seguridad de la ONU, único espacio donde Moscú mantenía estatus paritario con Washington. En otras palabras, el Estado con mayor extensión territorial del mundo, aun contando con 143 millones de habitantes y 7.500 cabezas nucleares, debió soportar la lógica de la debilidad propia del Diálogo Meliano.