El limitado alcance del Parlamento chino

En China, el Parlamento ha elegido a los máximos dirigentes del Estado y definido las principales políticas para los próximos cinco años. Ambas decisiones han estado mediatizadas por el Partido Comunista, el poder neurálgico de su sistema político. Pero a pesar de su limitado alcance, algunos factores de naturaleza diversa favorecen un mayor dinamismo de la institución parlamentaria. Esta circunstancia puede complicar la presidencia de Li Peng.

La reunión anual de la Asamblea Popular Nacional (Parlamento) de China, renovada en esta ocasión para iniciar un nuevo mandato por otros cinco años, ha ofrecido nuevas e interesantes señales acerca de cuales serán los ejes principales que presidirán la política interior y exterior de este inmenso y cada vez más importante país. Tal como era de esperar, Li Peng, a pesar de algunas dificultades, ha alcanzado su objetivo de presidir el Parlamento. Dada su edad y precaria salud, probablemente ejercerá, a lo sumo, un único mandato y esta será su última responsabilidad pública antes de jubilarse. A partir de ahora y hasta el próximo año, será un Comité Permanente, integrado por algo más de cien diputados de un total de casi tres mil, quien asumirá la labor legislativa del día a día. La vida política china excluye la lucha parlamentaria y la relación del Partido Comunista con los demás partidos legales (ocho en total) se articula a través del llamado sistema de co-participación que se concreta en una estructura peculiar, la Conferencia Consultiva Política del Pueblo Chino. En este contexto, la alternancia en el ejercicio del poder está fuera de lugar.

Resulta, pues, evidente el carácter instrumental de la institución parlamentaria. Al comienzo de la reforma, Deng Xiaoping dejó bien claro que, en lo político, no se trataba de “copiar mecánicamente la práctica occidental de separar los tres poderes y de gobernar entre varios partidos por turno”. De hecho, las principales decisiones adoptadas en esta primera sesión de dos semanas de duración (¡al cabo de cinco años los diputados se habrán reunido en total algo más de dos meses!) fueron tomadas previamente en la segunda reunión del Comitè Central del Partido Comunista celebrada en Beijing del 25 al 26 de febrero, revelando así la escasa autonomía de tan importante órgano del Estado. A pesar de las significativas competencias que la Constitución china reserva al Parlamento (artículo 57), el verdadero y único poder reside en los órganos dirigentes del Partido Comunista. Ninguna decisión política relevante puede adoptarse al margen de sus estructuras. Asi, la reunión del Legislativo viene a culminar el proceso iniciado en septiembre del pasado año con la celebración del XV Congreso del Partido Comunista que indicó el comienzo de la renovación de las principales instituciones del sistema (Partido, Parlamento, Gobierno, Comisión Militar Central, Tribunal Popular Supremo, Fiscalía Popula Suprema y Conferencia Consultiva). Y cada lustro, la historia se repite.

¿Quiere esto decir que la inamovilidad es total o que no merece la pena prestar atención a cuanto ocurre en esta institución cuyo funcionamiento no podría ir nunca más allá de un mero ritual o simulacro? Ni mucho menos. Aunque no tan rápidamente como en lo económico y en una dirección en apariencia tan liberal, lo cierto es que en lo político también se producen algunos avances. Por ejemplo, después de algunas reformas, hoy ya son elegidos directamente los diputados a las asambleas populares de las ciudades sin distritos urbanos y suburbanos subordinados, de los distritos subordinados al municipio, de los distritos, de los distritos autónomos y de los cantones poblados (ninguno de los 2.980 diputados del Parlamento nacional es elegido directamente por los ciudadanos). Bien es verdad que esta ampliación de la representatividad, en marcha desde 1987, conlleva, especialmente en el campo, el valor añadido de un inocultable intento por parte del Gobierno de recuperar el control de unas aldeas que desde la liquidación de las comunas populares y el inicio de las reformas ignoraban sus políticas y vivían sumergidas en un peculiar vacío de poder. Pero esa profundización y la mayor movilidad y libertad de que gozan hoy los ciudadanos chinos como consecuencia de la eliminación de muchas otras barreras (exigencia imperiosa para el avance de la reforma económica) puede traducirse a corto plazo en demandas de una mayor participación política.

Incluso en la propia Asamblea Popular Nacional, durante el mandato de Qiao Shi, se ha detectado cierta voluntad de autonomía política respecto a otras instancias del Estado. Qiao Shi, la gran baja del XV Congreso, fue el principal impulsor de esa estrategia de revalorización de la institución parlamentaria y, en general, del papel del derecho. Le sirvió para consolidar una base política de apoyo y proyectar cierta influencia aún después de su jubilación, pero también pretendía profundizar en la división y separación de poderes entre el Estado y el Partido, eliminando progresivamente esa dualidad real que diferencia entre simples ciudadanos y miembros de la burocracia partidaria. Todos debieran estar sometidos a una misma disciplina: el imperio de la ley. Era un nuevo adiós a Confucio (para quien todo gobierno basado en la ley derivaba en tiranía) y la superación efectiva de quienes contemplaban la “fiebre” legisladora como una mera exigencia de la kaifang (apertura al exterior), indispensable unicamente para proporcionar mayor seguridad a los inversores extranjeros, pero sin transcendencia para la sociedad china que seguiría funcionando conforme a sus cánones más tradicionales (mandan los hombres y no las leyes).

Hoy, formalmente, los principales dirigentes del Partido mantienen la vitalidad de ese discurso. En el XV Congreso, el propio Jiang Zemin ha renovado el compromiso de avanzar hacia la configuración de un estado de derecho como uno de los ejes programáticos sustanciales de su proyecto político. Aún con las limitaciones que se quiera, dada la naturaleza del régimen, parece inevitable ese papel creciente de la juridicidad en la relación del poder con la sociedad y en consecuencia un mayor protagonismo de la Asamblea Legislativa. Pero más allá de una cuestión meramente normativa, no habrá sin duda mejor ocasión y más idónea para que el Parlamento establezca un espacio propio en el actual marco político, como espejo en el que puedan reflejarse las diferentes tensiones y conflictos que estarán presentes en la nueva etapa de la reforma que ahora se ha iniciado. Según revelaba recientemente la revista hongkonesa Trend, en una encuesta oficial realizada en algunas de las principales ciudades de China entre septiembre y octubre del año pasado, más de un 70% de los ciudadanos valoraban negativamente el trabajo realizado por los responsables del Partido y del Gobierno. En ciudades como Chongqing, Wuhan, Xi’an o Shenyang, ese porcentaje se elevaba al 85%.

Un Parlamento alejado de las tentativas represoras, abierto al diálogo social, impulsor de la participación ciudadana, podría canalizar el estallido de conflictos que de otra forma pueden encontrarse sin cauces institucionales que gozen de la más mínima credibilidad. Lamentablemente, la elección de Li Peng, parece afianzar la peor de las hipótesis: el deseo del Partido de cerrar filas y no permitir en modo alguno la emergencia de espacios de opinión al margen de sus propias estructuras. No le va a resultar fácil.

Nuevo impulso a la reforma económica

El freno a nuevas experimentaciones políticas tiene su contrapunto, una vez más, en un nuevo impulso a la reforma económica. La economía seguirá siendo la gran estrella de la reforma china. A partir de ahora, en Zhu Rongji, el nuevo primer ministro, se cruzarán todas las miradas. Desde el Consejo de Estado (gobierno) será el responsable de pilotar uno de los períodos más transcendentales de la gaige (reforma) iniciada ya hace dos décadas. En realidad, se convertirá en el número dos de la jerarquía oficial. La clave principal de su cometido consiste en culminar la “desmaoización” de la economía, es decir, la liquidación de los restos del modelo económico maoísta, la reconversión de las danwei o empresas estatales que, aún hoy, siguen funcionando como sociedades cerradas, como micro-estados organizados a partir del tándem fábrica-partido y al margen del dinamismo inducido por otras formas de propiedad y no tanto la estrictamente privada como la denominada social (cooperativa, colectiva, de cantón y poblado, etc) muy vinculada al entramado burocrático. El triunfo o fracaso de la modernización impulsada por Deng depende en buena medida de la culminación con éxito de esta fase.

Son sobradamente conocidos los problemas de estas unidades de producción: mastodónticas y envejecidas en demasiados casos, con cargas fiscales y sociales inmensas, instaladas en sectores tradicionales, con un nivel de ocupación fuera de lo normal, etc. Sin embargo, proporcionan empleo y servicios sociales básicos al 70%, aproximadamente, de la población urbana asalariada. Buena parte del futuro de ciudades y provincias enteras depende de estas empresas. Su reestructuración no será fácil y puede venir acompañada de importantes conflictos laborales, sociales y políticos.

Según datos revelados en el propio Parlamento por Chen Qingtai, viceministro de la Comisión Estatal de Economía y Comercio (un superministerio que ha reforzado sus competencias en el transcurso de la vigente reestructuración), 6.000 de las 16.000 empresas estatales grandes y medianas acumulan importantes pérdidas. Para cubrirlas, en 1997 se han destinado 30.000 millones de yuanes del presupuesto nacional. En 1998 se consignan 40.000 millones más. Estos recursos servirán para fusionar (formación de grandes grupos empresariales) o declarar en quiebra entre 1.500 y 2.000 de estas empresas. Casi la tercera parte del total. Es el objetivo anunciado por Zhu Rongji: sanear y reestructurar el conjunto del sector estatal en los tres próximos años. Se calcula que supondrá el despido de 1,2 millones de trabajadores. Según estimaciones del propio ministro de Trabajo, Li Boyong, en 1997, de los 11,51 millones de trabajadores sin empleo, 7,87 ya procedían de las empresas estatales. En 1998, unos 3,5 millones deberán cambiar de empleo.

Zhu Rongji, que ha seguido muy de cerca las repercusiones sociales de los experimentos realizados en este sentido en varios lugares de China, deberá tomar serias medidas para que, paralelamente al desmantelamiento de las danwei, se construya esa imprescindible red de sistemas nacionales hoy practicamente inexistentes (de salud, de educación, de seguridad social, de pensiones, de policía, incluso). La reorganización y supresión de numerosos departamentos administrativos (los ministerios gubernamentale se reducirán de 40 a 29), en su mayoría estrechamente vinculados a la administración económica de nivel inferior, liberará un elevado número de funcionarios que podrían constituir el soporte humano de ese impulso social que modernice el Estado y la administración pública. De lo contrario, con la agudización de las desigualdades se corre el riesgo de quebrar el consenso global establecido a partir de la prosperidad de los últimos años. China necesita abordar con urgencia no solo la reforma de las empresas estatales sino el diseño de un nuevo modelo de Estado, una empresa difícil si no se pone en tela de juicio al omnipotente mandarinato partidario. En realidad, falta Estado y sobra Partido.

Resulta en todo caso profundamente llamativa la ausencia de manifestación alguna orientada a consensuar este proceso con la poderosa y oficial Federación de Sindicatos Chinos. En el sector estatal se ubica su principal base de afiliación. Ese mutuo silencio revela su escasa influencia política, enfatiza su papel meramente transmisor y sobre todo, debilita su legitimidad ante una colectividad laboral que percibe este proceso como una amenaza para su futuro.

¿Podrá subsistir un sistema político concebido como la superestructura inseparable de un tipo de economía practicamente liquidada? Incluso más, ¿puede el mensaje tecnocrático de esta nueva etapa abrir camino a formas políticas más democráticas? Sería precipitado imaginar que en China puede iniciarse a corto plazo un proceso privatizador similar al operado en los países de Europa del Este o Rusia. Temen tanto el estancamiento como la precipitación. Los dirigentes chinos no están por la labor de promover clases o grupos sociales que puedan disputarle la hegemonía política. El modelo económico mantendrá por un tiempo considerables peculiaridades diferenciadoras al abrigo de un cuerpo político formalmente “comunista” pero que se asemeja cada vez más a aquella otra burocracia de partido único, la confuciana, que gobernó el país no casi cinco décadas sino más de dos mil años.

Conviene, por otra parte, tener presente que Zhu Rongji no encarna ninguna alternativa política. Se mueve en las mismas coordenadas que sus demás colegas del Comité Permanente del Buró Político. Coincide con ellos en la postulación de un modelo de economía mixta con fuerte peso de la propiedad pública (social, cooperativa y también estatal), en el ideario nacionalista de recuperar la grandeza perdida y en la necesidad de mantener un equilibrio político y social que solo el Partido Comunista, dicen, puede garantizar. Su tecnocracia no desembocará en democracia de corte occidental. Hoy por hoy, todos confian en la capacidad de control social y de ocupación política del Partido. Es, con el Ejército, la única porción del legado de Mao que permanece intacta. Aquí ni se espera ni habrá desideologización.

Además, a diferencia de otros líderes, Zhu Rongji no cuenta con sólidas bases de poder ni en el Partido ni en el Ejército. Los tropiezos serán suyos y su éxito colectivo. No puede, dada su edad, similar a la de Li Peng, capitalizar los logros, si los hubiera, para aspirar a un papel político mayor (sustituir, por ejemplo, a Jiang Zemin, en la máxima jefatura). A salvo de cataclismos, los tres están hoy al margen de la mutua rivalidad y, dada su avanzada edad, visualizando ya la preparación de unos relevos que podrían precipitarse, al menos parcialmente.

A por Taiwán

Por último, la decisión de confiar directamente a Qian Qichen, hasta la fecha Ministro de Asuntos Exteriores, los temas de Hong Kong, Macao y Taiwán, indica con claridad la importancia que Formosa va a adquirir en los años venideros. A finales de 1999, Portugal devolverá Macao y será Taiwán la pieza que falte en el rompecabezas de la unificación china. La reciente ruptura diplomática del régimen de Pretoria con Taipei ha sido un éxito muy importante para la diplomacia china que ha conseguido estrechar un poco más su cerco sobre Taiwán. La deserción de Sudáfrica constituye el punto más álgido de una intensa batalla que ha enfrentado a la China continental y a Formosa durante todo el año 1997 en escenarios de lo más exótico, desde Las Bahamas a Santa Lucía pasando por buena parte de los países africanos y de América central. También en España debió ser aplazada una visita del vicepresidente de Taiwán, Lien Chen, para no enturbiar las excelentes relaciones que la Administración española mantiene con Beijing. El aval preferencial que Bill Clinton ha otorgado a Jiang Zemin durante el encuentro mantenido en octubre último en Washington, ha ensombrecido severamente las expectativas de Taiwán.

Reorientar las delicadas relaciones entre ambos lados del Estrecho será una gran tarea, propicia para un experimentado y hábil diplomático. El clima China-Taiwán debe registrar cambios sustanciales. En Beijing se sabe que el tiempo no juega a su favor, que las nuevas generaciones de taiwaneses se sienten cómodas en el vigente statu quo y se muestran cada día más reacias a la unificación. La comunidad internacional debe prepararse para afrontar un problema que China se encargará de poner a todos en la agenda. La designación de Qian Qichen, por otra parte, parece privilegiar la diplomacia en detrimento de una estrategia belicista que ha demostrado inequívocamente su ineficacia y peligros. La nueva orientación se aproxima a la búsqueda de lo que Sun Tzu teorizó como la innecesariedad del conflicto.